Si los uruguayos siempre buscáramos lo inesperado o el extraordinario acontecimiento para narrarnos, no escribiríamos ni una línea sobre nuestros paisajes humanos. Murió Gabriel García Márquez hace unos días y ahí andamos algunos invocando Macondos y algo de magia, aunque más bien parece que a nuestro alrededor hay más realismo sucio que cualquier otra cosa. Por la ventana que da a la calle Rivera en el Bar Luz, la primera noche fría de la promesa de un invierno amargo, sólo se ven caer al piso hojas tristes, ninguna mariposa amarilla. Ni hombres o mujeres de otro mundo sino más bien los que pertenecen radicalmente a éste. Un refugio por unas horas, nada más. Un mozo amable me trae un whisky barato que pone en orden algunas cosas: la economía desquiciada de un país que de europeo sólo conserva los precios (esa sensación permanente de estafa), el bar como ámbito para rumiar la soledad o el silencio, el espíritu que se acomoda o respira un poco. No sé cómo será los otros días de la semana, pero el lunes parece el día preciso para calibrar el estatuto de un bar. No tiene que ver con ir a buscar hombres perdidos acodados al mostrador ni con esa poética del fracaso. Tiene que ver con cierta normalidad, con los días y las noches iguales a sí mismas y que nos acompañan como un perro fiel. Igual, aquí hay un entrevero; calmo, sin la pompa chirriante y discursiva de los entreveros forzados. El mostrador de mármol blanco veteado que seguramente sostuvo borrachos, festejos y ensimismamientos por décadas, sigue allí como prueba irrefutable de que algo, una cultura, nos antecedió. Que no todo empezó hace una década (crisis o gobierno progresista) y que dialogamos mal con el pasado, que no siempre fue mejor pero sí parece que hubo algo más sólido, de sillas de madera firmes, con respaldos labrados, de estética que invitaba a la conversación. Pero esto no es un panegírico al pasado porque él, pobrecito, pisado. Ahora nos acomodamos y de vez en cuando surge el respeto (qué palabra vieja): el televisor plasma y la música pop, las lámparas de diseño contemporáneo con luz tenue, los baños elegantes o funcionales conviven con el rastro y resto de voces de otro siglo (como quien no quiere la cosa, cambiamos de siglo). Cierta armonía, estética al menos, entre dos tiempos. Pero los hombres son los de éste, esos dos señores sentados a la misma mesa (uno un café, el otro un whisky) que comparten sobre todo el fin de la jornada, un silencio obrero no alterado por las imágenes del plasma: mujeres blondas o teñidas de tal, rodeadas de hombres blancos y sobre todo negros, siempre musculosos, ellas cachondas refregando sus atributos en los de ellos, las imágenes en mute que hacen que Madonna, Britney Spears, Cristina Aguilera y todas las cantantes pop de Much Music, percibidas de reojo, no parezcan más que carne autómata y en celo. Entonces entra alguien y pide una pizza, los delivery cargan calzones del tamaño de un gaucho, el mozo amable que me sirvió el whisky me alcanza ahora unos trozos de fainá de la casa, “para que haga boca, vecino”. Listo, el “vecino” opera, automáticamente, como pacto de confianza. La misma que siempre parecen tener la mayoría de los hombres uruguayos entre sí, esa confianza que otorga el dominio de dos tópicos. Dame tres hombres juntos y te daré cierta seguridad en una noche: el fútbol y las mujeres no fallan, nunca. Los convocan como si fuera el llamado de sus entrañas o el más relajante de los somníferos. Antes hablaban de política, mucho, pero quizás la entrada a ese mundo de las mujeres, los repliega aún más en algo propio, esa gestualidad, ese decir, ese reducto macho -instintivo o cultural, qué importa- que los une, los vuelve tribu, los hace ellos (obreros, militantes, intelectuales, en algunas cosas ya operó el “uníos”). Cuando están solos es distinto. Resulta poco creíble que ese hombre tan abstraído esté pensando, con esos ojos grises prendidos al infinito, en el clásico del domingo. Quizás sí en una mujer, en un plan o en su “total fracaso de existir”, ¿pero en fútbol, él solo pensando en jugadores y jugadas? Imposible entrar en su pensamiento más íntimo, tan insondable (e inconfesable) como el de una mujer. Salgo a fumar otro tabaco, ya hecho un absoluto vecino, con el segundo vaso de whisky en la mano. Puteo por tener que pitar afuera; todavía a algunos nos queda la reminiscencia de esos años (fueron muchos y muy bien llevados) en los que en los bares todo era humo. Ya sé que soy un nostálgico y que no cuido del todo a los otros, pero yo hubiese establecido otra categoría alternativa a fumadores y no fumadores: los que les importa y los que no (algún intersticio de libertad tendría que haber quedado en este mundo enormemente tóxico). ¿Qué pensará ese viejo hippie que compra una pizza? ¿Y los muchachos gay -acá nos conocemos todos- sentados al fondo y que parece que esta noche están soldando cierto amor? ¿Y el viejito de traje viejo pero limpísimo que invitó a comer a su hija y a su nieto? Ya no podemos hacer el relato de un pensamiento estadístico, calcado, como si fuera cierto que los uruguayos pensamos igual. Ni antes (aunque estábamos convencidos de ello) ni ahora, cuando ya no nos convence nada. ¿Será de eso que habla el taller o la obra que anuncian los volantes que ese muchacho de vaqueros y All Star lleva en la mano? Intriga el título que leo de costado y de lejos: “La poética del progreso”. El muchacho clasifica monedas y billetes chicos para pagar una pizza. Deja unos volantes sobre un aparador antiguo y se va. Me acerco con el tercer whisky en la mano (el último: es lunes, ando pobre y tampoco tengo como objetivo sostener yo solo toda la bohemia montevideana), recojo el volante y cuando leo la bajada, me prometo ir a ver la obra: “Vos sabés bien que para salir, hay que morir”. (El 24 de abril a las 21.00 en Barbacana Pub, Joaquín Requena 1120. El chivo es gratis porque ese muchacho promociona su obra o la de un amigo así, a pie, de bar en bar, y porque la noche a veces es buena). Enlentezco los últimos tragos de whisky con un tabaco en la puerta, escucho otra conversación de hombres (motos, velocidades), veo pasar a uno de los tantos de nuestros marginales nocturnos, lleno de bolsas y descalzo, ido para siempre, loco, perdido en sus pasos. Pago, recibo el tercer “vecino” de la noche como una despedida halagadora, llego al rato a mi casa y antes de entrar tiro un tabaco a la vereda apenas empezado. Al instante, veo a otro loco de la noche, casi igual al anterior pero definitivamente otro, que lo recoge con la avidez del vicio y la soledad. Ésta es, ahora, querido y admirado Gabo, nuestra “poética del progreso”, nuestro “teatro mágico” (europeizados pobres, de pacotilla, altaneros del sur), éstos son nuestros años de soledad.