La evaluación externa sobre los impactos de la inversión en investigación e innovación agropecuaria del Instituto Nacional de Investigación Agropecuaria (INIA) durante los últimos 20 años presentó, entre otros temas, una supuesta falsa dicotomía: si se debería priorizar al 20% de los productores responsables de 80% del Producto Interno Bruto o al 80% que produce 20% (Evaluación de los impactos de 20 años del INIA, Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura, 2011). Pero los hechos parecen ser claros en la resolución de este dilema. Más allá de las intenciones, el propio INIA, bajo el lema “para el rubro lo que es del rubro”, proyecta para los próximos años una inversión que no alcanzaría 3,5% de su presupuesto en la búsqueda de tecnologías específicas para la agricultura familiar (AF), mientras que para tres sistemas casi exclusivos de la producción empresarial (agrícola-ganadero, arrocero y forestal) dedicará más de 50% de su presupuesto (Junta Directiva de INIA del 21-6-2011).

Si a esto sumamos una mirada global a la intervención del Estado, claramente no aparece como prioridad pensar o repensar el modelo tecnológico para la AF. Por un lado, ha sido priorizado e impulsado el desarrollo del agronegocio como propuesta salvadora; por otro, en las políticas de desarrollo rural que han apostado al fortalecimiento de estrategias colectivas para la sobrevivencia de la AF, cuando aparece la cuestión tecnológica el eje es su adaptación a las demandas de las agroindustrias.

Entonces, ¿tendrá alguna relevancia avanzar hacia un modelo tecnológico para la AF? Y en caso afirmativo, ¿qué implica esto?

El modo de producción capitalista ha avanzado en nuestro medio rural desde dos formas principales: acaparando el territorio y las dinámicas que allí se dan, con su expresión principal en el agronegocio; y “atando” la AF a las dinámicas del capital, a partir de “integrarla” a sus cadenas agroindustriales. En la primera forma, la AF ya no tiene lugar. Para la segunda, desarrollada históricamente en nuestro país, los agricultores no manejan lo que pasa porteras afuera y tampoco lo que sucede porteras adentro. Dependen totalmente de dos mercados, hoy en día de dimensiones mundiales: de uno para vender sus productos (que ya no son alimentos sino commodities) y del otro para conseguir los insumos cada vez más indispensables en su producción.

En esta segunda forma, uno de los factores determinantes para sujetar la AF a las necesidades de la agroindustria ha sido la implantación de un modelo tecnológico de producción hegemónico. Un modelo basado en modificar (cada vez más) las bases naturales del sistema de producción, buscando su homogeneización y estandarización, a partir del uso de insumos (cada vez más) externos. Y este paquete de medidas, vendido como única y mejor solución para alcanzar el “éxito” o la sobrevivencia, ha tenido un resultado común: el aumento de la dependencia. Sistemas de producción con altísima fragilidad ante los cambios y alta dependencia de insumos, de asistencia técnica y “apoyo” financiero. Porque la concentración de la producción de alimentos en manos de pocas empresas transnacionales viene asociada con la degradación y la contaminación con agrotóxicos de ecosistemas, bienes naturales y alimentos.

A partir de este diagnóstico, ¿qué podemos hacer?

En los últimos tiempos, distintos movimientos sociales de América Latina proponen la agroecología como herramienta de resistencia y propuesta ante el modelo dominante. ¿Sobre qué bases? Por un lado, a partir de propuestas técnicas que favorezcan los procesos ecológicos. Realizar la actividad con menos insumos externos y sin sustancias químicas busca, además de producir alimentos de calidad, disminuir los actuales niveles de dependencia extrema. Por otro lado, esas propuestas técnicas se desarrollan a partir de otras formas de organización social, basadas en procesos de cooperación entre los propios trabajadores, tanto para la producción como para la distribución. En suma, se trata de producir alimentos de calidad, sin explotación humana ni degradación de los bienes naturales.

Pero para que la agroecología se presente como una herramienta de resistencia hacia la construcción de un modelo tecnológico alternativo debe sustentarse en un proyecto político de todos los trabajadores, del campo y la ciudad, que busque superar el actual modo de producción y las relaciones que genera.

Por eso uno de los principales desafíos es instalar la discusión del modelo tecnológico entre las organizaciones que en Uruguay nuclean a agricultores familiares y a trabajadores rurales y urbanos. Sobre todo considerando que para los trabajadores de la ciudad la canasta básica de alimentos no sólo aumenta su precio día a día, sino que también se incrementa su contenido de agrotóxicos y de modificaciones sintéticas, al tiempo que disminuye su aporte de nutrientes.

La resistencia al modelo de producción dominante requiere propuestas que, entre otras cosas, se sustenten en relaciones técnicas y sociales distintas para la producción de alimentos y el desarrollo de la vida. Desde el modelo tecnológico, sea la agroecología u otra herramienta que surja, la existencia de un proyecto político transformador será fundamental para alcanzar esa otra forma de producir. Un proyecto que no es posible si no se involucran en él las organizaciones de la AF y de los trabajadores del campo y la ciudad. Un proyecto necesario para no tener que elegir entre la adaptación a lo existente o la espera de una muerte anunciada.