Este reboot hollywoodense del más famoso de los kaiju tiene la característica simpática de buscar vínculos con la serie original de la productora Toho. El monstruo es muy parecido, y ahora tenemos la oportunidad de verlo en forma más “realista” que nunca: tremendos efectos de computadora (en vez de un mimo en un traje de goma), en color, 3D, y un diseño de sonido espectacular reproducido en surround. Como en algunas de las películas de la franquicia japonesa original, aquí Godzilla se enfrenta a otro monstruo gigante, que es en este caso una especie de insecto volador, lo que remite específicamente a Mothra vs. Godzilla (1964). Inventaron una explicación más científicamente verosímil para la existencia de esos monstruos terrestres, y que es también más científicamente correcta: una vez que los monstruos villanos son los “mutos” (así se llaman los insectos voladores) y Godzilla asume el rol de un superhéroe medio bruto (una especie de Hulk multiplicado por 1.000), quedaba feo ponerlo como un derivado de experimentos nucleares, lo que lo hubiera convertido en metáfora de un arma atómica a ser tirada contra nuestros enemigos.

Una vez que, a esta altura del campeonato, ver monstruos gigantes intercambiándose golpazos y rayos y reventando edificios alrededor ya no son cosas especialmente impresionantes, la película hace bien en apostar al misterio y al suspenso, tanto como a la féerie (los golpazos monstruosos). Spielberg parece haber servido como una guía, y hay elementos de Tiburón, Encuentros cercanos de tercer tipo, Parque Jurásico y La guerra de los mundos. La influencia del maestro es especialmente notoria en algún pequeño toque de ironía que cerca un momento terrible (el niño cercado de dinosaurios de juguete mientras se ven en la CNN las primeras imágenes de la catástrofe).

Hay una serie de imágenes antológicas, por la creatividad audiovisual, por el virtuosismo técnico y por el impacto sobre nuestra imaginación y nuestras ansiedades (qué pasaría si ocurriera algo así en el mundo real...): el rastro en la selva, hasta el mar, más ancho que una carretera, dejado por una criatura desconocida; el hallazgo de un submarino nuclear tirado en plena selva; los soldados que disparan bengalas para iluminar el panorama en la ciudad cubierta de humo, para que la luz revele el torso absurdamente gigantesco de Godzilla; una lluvia de aviones de guerra que se estrellan contra el suelo luego de un EMP; las muchas tomas subjetivas en las que el espectador está en la posición de los personajes ante una visión abrumadora y aterrorizante (la ola que se nos acerca, el monstruo visto desde la ventanilla del ómnibus escolar, la locomotora en llamas arremetiéndose); y sobre todo esa secuencia estupenda en que se tiran los paracaidistas al sonido del Réquiem de Ligeti (la imagen de los afiches).

Lo de la pieza de Ligeti es uno de varios elementos derivativos (esa música fue soberbiamente empleada por Kubrick en 2001), que se suman a la influencia de Spielberg. Hay también cosas de Alien (el descubrimiento del esqueleto gigante y de la espora radiactiva) y, sobre todo, Aliens (la línea que tiene que ver con la monstruo-madre y la potencialidad de dar a luz decenas de criaturas). Los mutos imitan en buena medida, en el visual y en el comportamiento, a los Starship Troopers, de Verhoeven. Son todas buenas influencias, pero dan a la historia el aire de un baile de la nostalgia, pero con hilo conductor. En ninguno de los casos el recurso se usa para hacer algo comparable con la fuente. El personaje principal se llama Brody, como el de Tiburón, pero no dice ni una sola frase comparable con “Necesitaremos un barco más grande” o “Sonríe, hijo de puta”.

Pese a que los efectos y el presupuesto de unos 160 millones de dólares parecen implicar un intento de dignificar la franquicia, en aquello que no hubiera costado dinero alguno no se dio un upgrade comparable, y el espíritu sigue siendo de clase B; eso dicho en un sentido destituido de cualquier fascinación filo-bizarra. Hay por lo menos dos de esos personajes proféticos, que uno debería respetar porque siempre tienen la posta, y ciudades enteras se destruyen porque las autoridades no les prestan la debida atención. El problema es que en ambos casos sus predicciones son totalmente infundadas, y parecen ser realmente dos locos que embocaron la predicción, o de casualidad, o por algún tipo de percepción extrasensorial (si no, ¿de dónde sacaría Brody padre que la fuente de sus mediciones va a llevar a la humanidad de vuelta a la Edad de Piedra?, ¿y de dónde saca Serizawa que Godzilla está destinado a “restaurar el equilibrio de la naturaleza”, y medido éste con qué criterio?). Cuando Godzilla se pelea con los mutos intercambia patadas y mordidas hasta que los monstruos malos lo tienen maltrecho y casi muerto, y es recién entonces que a Godzilla se le ocurre escupir su rayo letal, que le garantiza la victoria. Claro, éstos son típicos rasgos de los daikaiju (películas japonesas de monstruos gigantes), pero es raro verlos en un contexto que no sea el de los mimos con trajes de goma en medio de ciudades-maqueta. También es dura de bancar la cháchara pseudoecológica de Serizawa (sobre la arrogancia del hombre frente a la naturaleza). Todos sabemos que no es una película seria, no hace ninguna falta inventarle la tal moraleja: en vez de darle importancia, lo que se incrementa es el ridículo. Está muy bien contar la historia desde la perspectiva de un pequeño grupo de personajes, para fortalecer la empatía. Pero más que empatía, parecería que la historia es la fantasía de un paranoico megalómano: el muto mató a la mamá de Brody hace 15 años, ahora mata a su papá en Japón. Cuando Brody emprende su viaje de vuelta a Estados Unidos y pasa por Honolulú, justo allí aparece el monstruo para hacer más desastres, antes de seguir (ganándole de mano a Brody) hacia San Francisco, donde viven el hijito y la esposa de Brody, cuyas vidas entran en serio riesgo. Y va a ser Brody, por supuesto, quien, al arribar allí, en actos de valor y heroísmo, va a salvar al mundo primero, y luego a San Francisco.