En medio de un conflicto bélico germano-danés, el 11 de junio de 1864 nació Richard Strauss (sin relación alguna con la familia de próceres del vals, de igual apellido pero de origen austríaco), en Munich. Su padre, Franz, era músico de la ópera de la ciudad, y llevó a su hijo a lecciones de piano desde los cuatro años. Franz era un ferviente enemigo de la música de Richard Wagner (delantero del Romanticismo alemán de esa época), a quien llamaba “el Mefistófeles de la música”, por lo que su credo musical lo conformaba la santísima trinidad clásica: Haydn, Mozart y Beethoven. Ya de niño, el pequeño Ricardo empezó a componer, casi como un juego. Como todavía no sabía transcribir música, su padre lo hacía por él. Cuando tenía 17 años, mientras mataba el tiempo en las aburridas clases de matemáticas, compuso su Concierto para violín (op. 8); una obra común y corriente dentro del repertorio de ese instrumento, que Strauss no tuvo en cuenta de maduro, y hoy está prácticamente olvidada. Pero de ella se puede destacar su segundo movimiento -lento-, dotado de una gran expresividad melódica, que impregna tristeza por todos lados. El violín llora notas que no son aptas para depresivos o para un domingo lluvioso.

Strauss nunca estudió en una escuela superior de música, recibió clases de armonía y contrapunto de colegas de su padre. Pero como no todo pasaba por el sonido, para cultivar el espíritu estudió filosofía, estética e historia del arte en la Universidad de Munich. A los 20 años dirigió en público por primera vez -un rol que lo acompañaría el resto de su vida- su Serenata para instrumentos de viento (op. 7).

Mientras buscaba su propio estilo, el joven Richard tuvo su primer choque con el statu quo musical. Su composición Burlesque en principio era un concierto para piano, pero en los primeros bosquejos de la obra, el director y pianista Hans von Bülow -su mentor- se quejó: “Para cada compás una nueva posición de las manos; ¿cree que me voy a pasar cuatro semanas sentado para estudiar una pieza tan rebelde?”. Al final, la obra se estrenó cuatro años después y con simplificaciones -de hecho, tiene un solo movimiento, cuando, por regla general, los conciertos para piano tienen tres-.

Los poemas

En 1886 murió una de las figuras claves del Romanticismo, el húngaro Franz Liszt, quien fuera un pionero del poema sinfónico: obras de música programática, que evocan e ilustran una historia, un relato o cualquier otra cosa que esté fuera de la música. Son famosos sus 13 poemas sinfónicos, entre los que se encuentran, por ejemplo, Hamlet y Prometeo (basado en el mito griego).

Los poemas sinfónicos pusieron sobre la mesa la eterna discusión de si la música, un lenguaje abstracto, puede realmente representar y evocar algo fuera de ella. Sobre este tema son interesantes las apreciaciones del filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), quien decía que la música no es como las demás artes, que representan ideas o fenómenos, sino que representa la esencia íntima del fenómeno, la voluntad; no tal tristeza o tal alegría definida, sino la tristeza o la alegría en sí. Por ejemplo, es famoso y trillado el debate sobre qué significa el mítico motivo inicial de la Quinta sinfonía de Beethoven (todo surge porque, según su biógrafo Schindler, el genio sordo le dijo que “así es como el destino llama a la puerta”); si seguimos a Schopenhauer, no debería importar qué significa, basta con sentir que es una patada al pecho de pura voluntad.

Strauss empezó a componer poemas sinfónicos y no se interesó en estas polémicas. Para él, el programa poético no era más que un pretexto para expresar y desarrollar sensaciones en el plano estrictamente musical, y no una mera descripción de determinados acontecimientos de la vida. “Para el oyente, un programa analítico de este carácter no puede ser más que un simple apoyo. Si le interesa, que lo utilice. Quien realmente entiende música, probablemente no lo necesite [...] ¿Conoce la diferencia entre la música programática y la música propiamente dicha? Yo no”, son palabras de Strauss, que recoge su biógrafo Walter Panofs-
ky, en el libro Richard Strauss (Alianza). Entonces, Richard tomó todo tipo de temas y textos como excusa para componer sus poemas sonoros, y así fue que dio vida a Macbeth, Don Juan, Muerte y transfiguración, Don Quijote y Sinfonía doméstica, entre otros.

Cerca de los 30 años, Strauss tomó contacto con la obra de su compatriota, el filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900), de quien le atrajeron sus dardos contra el cristianismo. Para 1896 decidió componer un poema sinfónico como homenaje a la magnum opus del bigotudo: Así habló 
Zaratustra.

La obra de Strauss está dividida en nueve secciones, tituladas como algunos capítulos del libro. Su introducción (con los brillantes metales, la percusión amenazante, y el glorioso ascenso que estalla en un orgasmo instrumental, para dejar una solitaria estela de órgano) quedó inmortalizada por Stanley Kubrick en 2001: Odisea del espacio (1968), al punto de que hoy está más asociada a la película que a Strauss. La introducción se hizo tan popular que hasta la interpretaba la banda de Elvis Presley para arrancar los conciertos del Rey en la década del 70 (se puede escuchar en discos en vivo, como los grabados en el Madison Square Garden y en Hawai).

La pieza inicial de Zaratustra es un ejemplo contundente de la música que representa la esencia de un fenómeno y no una idea particular -que en este caso serían algunas de las tantas que desparramó Nietzsche en su libro-. La música da una sensación de un poder que se va despertando de a poco, y que se eleva de forma arrolladora e imparable. Es la esencia del homínido que descubre el uso de un hueso como herramienta mortífera; la voluntad del Übermensch (Superhombre) que se animó a matar a dios; y la voluntad de Elvis, que probablemente salía a cantar con un par de pastillas que lo dejaban bien arriba.

Revolución en la ópera

Era común que los compositores de música clásica crearan obras más grandes y rebeldes cuanto más maduros y veteranos estaban (exactamente al revés que en el rock). Las críticas severas que recibieron algunos de los poemas sinfónicos de Strauss son halagos comparadas con la reacción que provocaron algunas de sus óperas, señal de que seguía desarrollando un quiebre con las reglas musicales establecidas. Salomé (1905), basada en la obra homónima de Oscar Wilde (que a su vez trata del personaje bíblico), tuvo que luchar directamente con la censura; y al principio, algunos artistas se negaron a interpretar sus papeles. Ni siquiera Gustav Mahler, en ese entonces director de la Ópera Real de Viena, pudo lograr que la archiduquesa de Austria le dejara representar la obra.

El mayor escándalo lo produjo la escena final, en la que Salomé le declara su amor a la cabeza cortada de San Juan Bautista, y luego tiene el tupé de besarla. Además, de fondo suena constantemente un trino agudo, que genera una tensión que le pondría los pelos de punta a cualquiera. Un crítico expresó que Strauss se había esforzado intensamente para pintar con los más vivos colores la locura de Herodes y las perversiones lesivas de Salomé; y advirtió: “En este momento, la psiquiatría sexual es el ideal de quienes se precian de modernos [...]. Toda persona razonable admitiría como obvio que el arte no tiene nada que ver con 
estas cosas”.

Pero Strauss siguió estoico y redobló la apuesta. En Elektra (1909) -basada en el mito griego-,
amplió la orquesta con más de 100 instrumentos y jugueteó con las disonancias (influencia directa de Wagner, así como el uso de leitmotiv -una melodía que se repite y se asocia a un personaje, idea, etcétera-). Por supuesto, no faltaron los críticos que se burlaron de la obra y expresaron que a la orquesta le faltaban cuatro locomotoras en fa mayor, y que algunos sonidos eran “la perfecta anarquía”. A esta obra le siguió la ópera cómica El caballero de la rosa (1911). En total, Strauss compuso más de una docena de óperas, pero las nombradas aquí son actualmente las más representadas de su repertorio (y las más grabadas).

El águila aterriza

En 1933 algo olía a podrido en Alemania: el ascenso de Hitler al poder. En esa época, Strauss tenía 69 años y era el músico vivo más importante del país; el régimen lo nombró presidente de la Cámara Musical del Reich, sin consultarlo previamente.

En 1934 el ambiente ya se estaba poniendo espeso. Strauss se negó a aceptar el mandato del régimen de censurar la ópera Carmen (Bizet), y se enteró de que el libretista de su nueva ópera (La mujer silenciosa), el escritor austríaco Stefan Zweig, era víctima del espionaje de la Gestapo por ser judío. Strauss le mandó una carta a Zweig en la que fue contundente: “Sólo hay dos categorías de hombres: los que tienen talento y los que no lo tienen”. Cuando la ópera se presentó, el nombre de Zweig fue borrado del programa. La Gestapo empezó a intervenir la correspondencia de Richard, y en julio de 1935 Goebbels lo destituyó del cargo. Por su anterior relación con el nazismo -además de su puesto, dirigió en funciones de carácter oficial-, Strauss fue acusado de “antisemita servil e interesado”, y se defendió expresando que la campaña antisemita de Goebbels era “una vergüenza para el honor alemán” y “una muestra de ignorancia”, entre otras tantas cosas.

El horror cercó cada vez más al músico: su nuera fue obligada a cumplir arresto domiciliario por ser judía, y sus nietos eran maltratados cuando iban a la escuela. Durante la Segunda Guerra Mundial, Strauss se fue a vivir a Viena con su familia. En 1944 fue declarado persona non grata por los nazis, y luego se exilió en Suiza, pero con su familia de ascendencia judía aún en territorio alemán, regresó a su finca de Garmish, donde lo encontraron unos sorprendidos soldados estadounidenses, quienes terminaron alentándolo a componer una pieza para oboe. Strauss murió el 8 de setiembre de 1949, a los 85 años. En su velorio, el director Georg Solti dirigió una interpretación de Rosenkavalier y ninguno de los cantantes pudo evitar llorar.