Vuelve al tapete el proyecto que regula la compra de tierras por parte de Estados extranjeros, ya aprobado en la Cámara de Diputados. Y al volver, volvemos, como Gardel en las horas pares. Y es que queremos insistir en la ineficacia de dicho proyecto para cumplir con el cometido que se propone: incrementar la soberanía sobre los recursos naturales del país, y en particular sobre la tierra. Arrimaremos un nuevo eje de discusión, lejos del lugar de especialistas y de pretender que sea exclusivo.

Según el diccionario de la Real Academia Española, la soberanía “reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales representativos”. De acuerdo con la Constitución uruguaya “la soberanía en toda su plenitud existe radicalmente en la nación, a la que comete el derecho exclusivo de establecer sus leyes” (artículo 4º); “todo ciudadano es miembro de la soberanía de la nación, [y] como tal es elector y elegible” (artículo 77); “la soberanía “será ejercida por el cuerpo electoral en los casos de elección, iniciativa y referéndum e indirectamente por los poderes representativos” (artículo 82).

Leyendo esos pasajes, todo indica que la soberanía tiene que ver con la capacidad de legislar por parte de los representantes, y con la de elegir a quienes legislarán por parte de la ciudadanía. Tenemos capacidad de iniciativa para presentar proyectos de ley al Parlamento, y de referéndum contra las leyes que el Parlamento aprueba.

Para quien escribe, ser soberanos significa ser capaces de decidir sobre nuestro destino. Esto se relaciona con la libertad colectiva de esta “asociación política” que es el Uruguay. Entendiéndolo así, centrar la soberanía en la legislación queda chico y pasa a tener que ver con los demás factores que encorsetan nuestra libertad colectiva en los planos económico, cultural, político y militar. En el mundo de hoy, sólo podemos aspirar a que nuestro ancho de banda de soberanía sea cada vez mayor si intentamos depender cada vez menos de otros para resolver nuestros problemas, para forjar nuestros proyectos, para realizarnos.

¿Por qué, si la soberanía refiere fundamentalmente a la capacidad de definir nuestras propias leyes, es necesario hacer una ley que defienda nuestra capacidad de hacer una ley? Llegado el caso, si ya perdimos la capacidad de hacer una ley, no podríamos hacer la ley que defienda nuestra soberanía. Ridículo no.

Si bien los trazos de definición esbozados pueden ser caprichosos, es probable que quienes legislan estén refiriéndose a la soberanía de un modo aproximado al que menciono. Porque no podemos imaginar que otros Estados, al comprar tierra en Uruguay, adquieran el derecho de legislar sobre ella. Dado que para toda la tierra y todos los propietarios rigen las leyes que el soberano hace, ¿por qué perdemos soberanía si un Estado extranjero compra algún retazo? Haciendo un razonamiento elemental, podríamos decir que esa tierra entonces es regida por una nueva soberanía que no es la nuestra. Es decir, por otra asociación de individuos, ubicada en otro territorio, que tiene intereses propios y que, en este caso, opta por adquirir tierras en otras partes del mundo, utilizando las reglas de juego existentes para la propiedad privada. Si una asociación de individuos ubicada en otra parte del mundo come soja y no puede producirla en suficiente cantidad, querrá ver cómo la consigue. Una forma es producirla fuera del territorio donde esa asociación de individuos reside y se alimenta, para luego transportarla a él. A nosotros no nos pinta mucho eso de que el uso de nuestra tierra sea planificado por una entidad que representa al soberano de otra asociación de individuos, porque... ¿queremos hacerlo nosotros?

Que una nueva ley diga esto no quita que, en la actualidad, quien quiere soja allá (podría ser arroz, carne, madera, hierro y un largo etcétera) encuentre la forma de proveerse acá (si tiene dinero). De eso “vivimos”. Justamente hoy pasa exactamente eso, pero mediado por las reglas de juego del capital, que determinan la propiedad, el uso de la tierra (salvo mínimas excepciones) y por supuesto el destino comercial del producto (sin excepciones). ¿O acaso hoy el soberano interviene sobre el destino de lo que producimos? Si las zonas francas son las grandes receptoras de nuestra producción (Uruguay “exportó” en 2013 1.101 millones de dólares a las zonas francas de Nueva Palmira y Fray Bentos), y son por definición sitios donde no rigen nuestras leyes tributarias ¿Que cambiaría si en ellas operaran Estados en vez de empresas? ¿Por qué legislamos impidiendo que otros Estados compren tierra en Uruguay, pero también para renunciar “parcialmente” a nuestra soberanía, habilitando zonas francas o estimulando su uso por múltiples empresas extranjeras?

¿De qué hablan, entonces, cuando hablan de soberanía? ¿Por qué, si un Estado afecta nuestra soberanía al comprar tierra, no la afecta también una multinacional sojera, forestal o minera? ¿Por qué no afectan nuestra soberanía los pocos “criollos” propietarios de la mayor parte del territorio? ¿Acaso son los intereses de las multinacionales más loables que los intereses de otra nación? ¿Acaso son más coincidentes con nuestros intereses? ¿Acaso el uso geopolítico de los territorios es algo que sólo hacen los Estados en forma directa? ¿Acaso no se generan conflictos diplomáticos cuando nuestro soberano emprende acciones políticas contra empresas de otros países? ¿Es necesario citar ejemplos?

Viendo nuestra historia, sabemos que tenemos un defecto de nacimiento en asuntos de soberanía, trauma que no debería acomplejarnos para hablar claro sobre nuestra escasa capacidad de dribling en el mundo y en la región que integramos. La “Patria Grande” es necesidad política de los soberanistas. Específicamente en lo referido a la tierra, el Estado uruguayo jamás trastocó el poder terrateniente después de la derrotada revolución artiguista. El problema de la soberanía sobre ese recurso (es decir, que su propiedad, uso y disfrute fueran parte de una definición de la nación y no sólo de los intereses de sus propietarios) se intentó atacar mediante la colonización pública y privada, desde el Banco Hipotecario a principios del 900 y desde el Instituto Nacional de Colonización (INC) a partir de 1948. Poco hemos avanzado con apenas 500.000 hectáreas que representan 3% de nuestro territorio. Paradójicamente, durante los gobiernos progresistas el INC redinamizó su actividad, pero por cada hectárea colonizada se vendieron 83 y se arrendaron 108, debido al avance del agronegocio agrícola y forestal. Resultado: la propiedad de la tierra se concentró mucho más, y el “poder colectivo” sobre ella se redujo mucho más.

Hay que dejarse de 2 x 4, ochos y sanguchitos en medio de una pista de cumbia. Si lo que limita la soberanía respecto a la tierra y los recursos naturales son las grandes corporaciones transnacionales o la vieja propiedad terrateniente, a tomarse el tiempo para analizar ese problema, juntar fuerzas y ponerle límites a la tenencia por parte de esos actores, y no sólo a la de los Estados (algo que, aunque no está de más, dista de ser el asunto central aquí y ahora). Si la ley 11.029, muy superior en intención soberanista que el proyecto actualmente en discusión, apenas conquistó el piquete de la estancia ¿Qué impacto reorganizador podemos esperar de la iniciativa en curso?: ninguno.

Llegará el día en que los preocupados por la soberanía nos dediquemos a construir una base social que no negocie dignidad y que siembre rebeldía en cada acción. Porque ensanchar la soberanía es, en un punto, cuestión de ganas. Justo en ese punto donde uno elige si prefiere vivir de lo que disponen los jefes (criollos y extranjeros) o quiere gobernarse a sí mismo, aguantando el chaparrón.