Es extraño cómo a veces nombramos nuestras cosas. En otro contexto, en otro país, un “barrio de los judíos” alertaría al pudor bienpensante o pondría a alguna oficina del Estado (de ésas que persiguen el buen decir) a pensar sobre nomenclaturas xenófobas. Sí, eso ya está sucediendo aunque algunos de nosotros, empecinados o no capturados por la corrección política, seguimos diciendo “negros”, “putas”, “indios”, “barrio de los judíos”. Ya llegará el burócrata o el tonto que proponga una nominación distinta y confunda apertura mental o polis integrada con sellos postales. Justamente, transito por la calle Democracia en busca de ese otro (el gran otro del siglo XX dijo no sé qué pensador de la otredad) en momentos o geopolíticas complicadas para los judíos conscientes de esta tierra.

Me parece honesto denunciar o desnudar los presupuestos conscientes o inconscientes (si es que éstos encuentran la luz) sobre los que uno escribe; una especie de pacto de caballeros. El “barrio de los judíos” montevideano me convoca porque hasta hace poco tiempo viví durante algunos meses el shock cultural llamado barrio Once del otro lado del río. El shock del provinciano sólo había visto algunas decenas de hombres con quipá, sombreros negros de ala ancha y barbas largas, colegios privados o instituciones protegidas con pequeños barrotes de cemento en las veredas y no mucho más, casi todo en Pocitos. Eso es más o menos lo que sabemos de nuestros judíos; después, es casi todo misterio bien guardado tras esa máscara de pretensión homogénea que en Uruguay lo quiere ocultar todo.

Allá no. Once, el barrio histórico de los judíos en Buenos Aires, explota en imágenes e iconografías: niños en tropel con quipacitas sobrias o bordadas y niñas con polleras hasta las rodillas y camisas abotonadas hasta el cuello (se me hace que en verano esas niñas sufren), mujeres con pelucas que ocultan su verdadero pelo, listas de gastos comunes (expensas para los porteños) en los edificios de apartamentos (departamentos) con apellidos terminados en “man” o “ich” o “isky” que nos exponen, a nosotros, los provincianos de origen español o italiano, a otra cuestión judía, que no es nuestra y sin embargo nos perturba o nos alucina. Era raro (para mí, claro) ese edificio en el que vivía: ocho pisos ocupados por familias judías y también peruanas y orientales de Oriente. Era raro y excitante para la imaginación (para la intriga, para el desconocimiento absoluto de los otros) subir el ascensor con un judío ortodoxo, parar en el quinto piso y que se sumara un árabe, y el descenso escuchar a tres niños chinos conversar con el más autóctono de los porteños italianos o la ecuatoriana y su hija de hermoso pelo negro y lacio. Y en la calle, la explosión indumentaria, las pertenencias de etnia y de clase, el negro africano vendiendo relojes o cinturones truchos, los andinos ofreciendo comida de todo tipo y sabor, el color chirriante de los escaparates, el ruido inacabable, las etnias rozándose los brazos (pero casi siempre entre ellos); ese festival de culturas que, así y todo, están desunidas, intuyo, por un desconocimiento mutuo y unidas por una verdad evidente: el famoso crisol de razas encuentra su más propia comunión en algo tan viejo como el tiempo, el poderoso caballero don dinero. En Once, ese paroxismo del capitalismo pobre del tercer o quinto mundo, me dijo una socióloga porteña y atenta, todo se vende, todo se compra.

¿Por qué evocar el Once para hablar de este “barrio de los judíos” montevideano? Porque estoy convencido y apuesto por estas ciudades como tímidas o deseantes culturas especulares, aunque sean de reflejos opacos. Y porque en nuestro Once, pequeño y casi nada expuesto a ese entrevero alterado, también hay una calle Rivadavia que aquí y allá rodea o alienta la perpetua comparación.

Voy a nuestro Once, fundamentalmente, en busca de judíos (ésos que nada tienen que ver con masacres internacionales) y una evidencia que ya se me hizo estéticamente necesaria (la quipá del comerciante, esas mujeres ataviadas con pañuelos, la procesión de cientos que al caer la tarde se dirigen a sus templos). No es que me alucinen las religiones ni que confíe en ciertas ortodoxias, pero me conmueve que los creen en lo que sea no escondan sus propósitos. Sé de primera mano (porteña, no montevideana: ese misterio) que hay judíos más conservadores que los mandamientos de Alá, más explotadores que los dictámenes que nos enseñó Karl Marx, más reprimidos que la represión entera de la que nos habla el corpus completo de esa luminaria judía llamada Sigmund Freud. Y sé, también, de una cultura exquisita que ellos conservan y se legan, de judíos criados entre bibliotecas y arte, de judíos herejes y críticos como todo buen parricida. Acá hubo un buen relato, quizá la única película que abordó la cuestión judía a la uruguaya: Acné, de Federico Veiroj, nos mostró mucho o lo que quiso de ese misterio, esos rituales y esas miserias a quienes quisieran descorrerle un poco el velo a esa cultura.

Pero entremos, pues, de día y de noche, a nuestro barrio de los judíos, el barrio preferido del recorrido de los ómnibus verdes. Allí, alrededor de todas esas calles nuestras (Democracia, Rivadavia, Arenal Grande) se vende y se expone, por mayor y por menor, baratijas y cotillón, ropa, calzado, artículos de bazar, todo un gran mercado que es lo que es y nada más que lo que es. Y ni un judío evidente, una quipá tras el mostrador, una estrella de David. Ningún dueño que haga comulgar comercio y religión, ninguna evidencia que delate o exponga la pertenencia a una cultura, ningún rasgo que me exponga ante el otro; quizá sí alguna más oculta o secreta, pero ya sabemos lo impúdico que sería pedir la exhibición comercial de ciertos tajos metafóricos o circuncisiones pretéritas. Nuestro barrio de los judíos no manifiesta ninguna marca evidente del judaísmo. Sólo hay muchachos y muchachas (muchos) que atienden los comercios por horas y seguramente viven de malas pagas. Uruguayos que trabajan para otros uruguayos, empleadores carroñeros o benéficos y empleados que se ganan el pan. Siempre hay empleados que malamente se ganan el pan.

Ya sé que no nos gusta demasiado el capitalismo, pero mientras todo siga su curso no debemos ir al Once porteño para vestirnos mejor y más barato. Y, mucho menos, al gran engaño y la estafa de los shoppings y los supermercados. No sé, ando un poco simple y comercial: un hombre bien vestido y bien comido adquiere cierta dignidad, y para eso no necesita de la lujuria o el desquicio de las mejores marcas o de eso que llaman grandes superficies. Tenemos nuestro Once, nuestras ferias vecinales, podemos engalanar nuestro atuendo (nuestra máscara, es cierto) y ser más sibaritas si aprendemos a buscar en los intersticios de todo lo que nos quieren vender. Y poner las cosas en su sitio, ordenar un poco este desquicio de razas, religiones y comercios: discernir entre identidades y culturas y ese otro manto que, en definitiva, atraviesa todo desde el principio del verbo: compre, venda, consuma. Hace días circulaba en las redes una consigna de ésas que, más que política, es pura publicidad: dejemos de comprar artículos con el código de barras que los señala como originarios de Israel. Casi la misma estupidez que invitaba a boicotear a Adidas por la mordida y la sanción a Luis Suárez. Voluntades pasajeras, panfletos atónitos e inocentes frente a la perplejidad de distintas guerras.

En Once, el de allá y el de acá, todo se vende y se compra mientras el misterio del hombre sigue intocado. Cuando las luces de las marquesinas se apagan y la noche se instala, todo adquiere, siempre, otros sentidos. En nuestro barrio de los judíos, dos calles minúsculas y sin nombre de pila, Gutiérrez y Cangallo, nos insertan de pronto en mejores asuntos: casas antiguas de arquitecturas y fachadas nobles y ventanas en forma de arco, recostadas sobre la luz inasible (ocre, rojiza, amarilla) de la noche y cubiertas de árboles o grandes plantas de flores rojas que nos sitúan ante una contemplación distinta, pacífica. A través de una ventana se ve la sala pequeña de una pareja que escucha música y cocina mientras una biblioteca enorme la espera. No sé a qué dios le rezan o suplican, pero esa sola imagen se me hace la manifestación perfecta de la conquista de toda paz.