“Todo está por hacer. Una obra sin precedentes de reconquista de nuestra riqueza nos espera, y espera a las nuevas generaciones. Una obra de auténtica emancipación. ¿Nos dejaremos estar, hundidos en nuestro agujero o en el tembladeral, testigos absortos del paso de las horas, sin que un sobresalto de energía rompa nuestras rutinas, nuestras complacencias, nuestra resignación? [...] Volver al campo, para reconstruir el país. La reforma agraria es el eje en torno al cual gira la reforma del país. El punto de partida para recuperarlo y recuperarnos”, Carlos Quijano, Marcha, Nº 1056, mayo 5 de 1961.

Más de 50 años después, el desafío lanzado por Quijano sigue en el aire. La coyuntura ha cambiado, muchísimo, sin duda. Los problemas y las propuestas planteados por sus artículos en Marcha no pueden ser tomados al pie de la letra; demasiados cambios se han dado en nuestro medio rural y en nuestra sociedad. Un capitalismo planetario, construido a partir de varios “neos” (“neoliberalismo” y “neodesarrollismo”, principalmente); la caída de grandes “ismos” que no tienen la fuerza de entonces y que están en plena reconstrucción, movimientos sociales mediante. Las columnas de opinión publicadas en este espacio de la diaria, “Revientacaballos”, dan cuenta de muchos de esos cambios, así como de algunas propuestas necesarias como alternativa al capital y su expresión contemporánea, el agronegocio como modelo de producción de mercancías/alimentos.

De esas propuestas rescatamos la plataforma de soberanía alimentaria lanzada en 1996 desde la organización Vía Campesina. Lo hacemos en el entendido de que es la base para la construcción de una verdadera soberanía política: sin poder sobre la producción de alimentos y su distribución, los pueblos están condenados a la dominación por parte de quienes tienen ese poder. Es algo básico, casi “de Perogrullo”, una plataforma política vital.

Tener el poder sobre la producción de alimentos exige, entre otras cosas, que los saberes vinculados con ella estén libremente disponibles, pero sobre todo que sean transmitidos, que circulen; tanto los aspectos más teóricos como las prácticas. Y esos saberes se sostienen sobre hombres y mujeres de carne y hueso, agricultores que mantienen saberes a veces hasta milenarios; perderlos es perder memoria, tecnologías y vida misma.

Por ese motivo, no podemos dejar de ver la migración del campo a las ciudades casi como una condena masiva a la esclavitud, más aun cuando esa migración deja en manos del lucro el dominio sobre nuestros alimentos y la orientación de su producción.

A esto se suma que desde hace por lo menos 200 años las ciudades, además de cumplir con los requerimientos de una sociedad que puso en la industrialización sus bases e indicadores para el desarrollo económico y social, se transformaron en los espacios de socialización y construcción de identidades por excelencia. Nuestras identidades se construyen a través de las organizaciones laborales y educativas; en el orden social que regula la producción de esas identidades, las de mayor prestigio social acumulado. Somos carpinteros, obreros, empleados o profesores, pero mucho mejor si somos abogados, médicos o contadores. Si a eso se le suma una división social que plantea que el trabajo intelectual es superior al manual, las aspiraciones en la escala social siempre llevan a querer “ascender”, y el trabajo rural es el último orejón del tarro, mientras que convertirse en un profesional se presenta como máxima aspiración. En estas sociedades, entonces, los proyectos de vida vinculados con lo rural pierden cada vez más legitimidad. ¿Quién quiere ser trabajador rural, ya sea como asalariado, agricultor o campesino? ¿Quién prefiere el campo a las luces de las grandes ciudades, sean éstas la capital departamental, Montevideo, Buenos Aires o alguna de Estados Unidos o Europa?

La crisis de 2002 en Uruguay, sin embargo, no fue sólo económica. Fue una crisis social que, entre otras cosas, dejó interpeladas nuestras vidas en la ciudad, una vez que se pusieron en evidencia los niveles de dependencia alimentaria en que estamos inmersos. Surgieron huertas urbanas, comunitarias y familiares. Surgieron también nuevos grupos de aspirantes a tierras en el marco del Instituto Nacional de Colonización, incluso en zonas urbanas de Montevideo. En 2003, la Comisión Nacional de Fomento Rural, principal organización de productores familiares de nuestro país, lanzó la consigna “por un Uruguay productivo y con familias en el campo”. Ocho años después, el censo agropecuario nos enfrentó a que, en ese período, 11.000 familias dejaron el campo.

Promover estrategias de permanencia en el medio rural, así como la posibilidad de que nuevos sujetos puedan incorporar a su cotidianidad formas de vida vinculadas con lo rural, no es un intento “romántico” de volver a relaciones con la naturaleza propias de tiempos anteriores al capitalismo, sino que se vuelve una urgente necesidad política. Necesidad de luchar por estrategias de vida que nos brinden mayores grados de libertad y autonomía. Con esta columna queremos inaugurar una serie cuyo objetivo será retomar una propuesta que, a nuestro entender, sigue siendo vigente, urgente y necesaria. Volver al campo como estrategia, como gran obra para nuestra emancipación.