Es momento de solidarizarse con los educadores que vienen siendo agredidos de muchas maneras, parar un segundo la manija y pensar.

¿Hasta dónde o hasta cuándo no existe, por parte de muchos sectores de nuestra sociedad, una sensibilidad general algo trastornada con respecto a la tarea de quienes enseñamos?

Desde el comentario liviano y seudopatronal onda “tienen tres meses de vacaciones” (“y yo pago mis impuestos” -¿o los evade, señor?-) al supuesto mirar por encima del hombro y sugerir que hay cosas “bien de maestras”, pasando por los desplantes salariales y técnico-profesionales que “cuantitivizan” todos los resultados educativos, como si ser docente fuera una tarea administrativa o fabril, se pierde de vista que es un trabajo con base en relaciones humanas y en sentidos profundos de formación con personas, justamente en sus etapas más vitales, ¡y sin ser sus padres!

Pero ha llegado también una novedad que emparenta la crítica tecnocrática con el estilo seudopatronal (por no hablar del patoviquismo que cuestiona cualquier paro con violencia fascistoide, diciendo que “roban a los niños por faltar”, como lo hizo un columnista de un diario). Esta novedad es la postura consumista de muchos padres (no sólo en escuelas o liceos de barrios económicamente deprimidos), que asumen que como ellos mandan/envían a sus hijos a la escuela (o porque la pagan), la maestra “les debe” dar lo que ellos pretenden. Cuidar a sus hijos en el horario que decidan, pero con las normas que a esos padres se les ocurran, olvidando que la educación forma parte de una construcción colectiva de integración y socialización, en la que uno, como padre, no “deposita a” sus hijos, sino que debe “depositar” expectativas “en” la escuela y en los docentes, para que ayuden al crecimiento de sus hijos en cuestiones para las que no estarían preparados en estos tiempos.

Es obvio que hay padres multicracks que tienen tres doctorados y saben mucho más que la maestra (¡y así se lo hacen saber a sus hijos, por cierto!), pero los mandan a doble horario... y después son unos piolas bárbaros que cuestionan cómo se enseña a dividir en Primaria. Sé que exagero, pero ¿cuánto de estas actitudes cotidianas se emparenta con la violencia simbólica y la caída del estatus de la educación? ¿Cuánto de esto nos habla de las dificultades de reconstitución del entramado para la transmisión intergeneracional? Vivimos en sociedades hiperactivas que hiperdiagnostican déficits atencionales, mientras atienden muy poco los vínculos entre las personas. A veces, esa falta de atención y cercanía con los hijos se canaliza de muy malas maneras, yendo a “defenderlos” de los profesores, por ejemplo, curtiendo un look y un humor juvenil que no encaran un rol de crianza y atacan a quien lo intenta con otras herramientas.

Ojo, esto no es victimización corporativa (como soy profe, ya saldrán sospechas de reivindicación sindical). Porque creo también que ciertas prácticas y discursos por parte de empleados (y no trabajadores) de la enseñanza contribuyen a la baja del estatus social del educador. Me refiero a que también son cómplices quienes prefieren hacer la plancha, se rutinizan y burrocratizan, evitando perfeccionarse y profesionalizarse, y manejan los vínculos con autoritarismo desde el aula. Así como los que descreen de los jóvenes, los que dicen que no saben nada, que no tienen educación, blablá, como hizo una directora mediática durante muchos años en su liceo. También rebajan la cuestión los que ponen por delante de la tarea docente esquemas dogmáticos de lucha y confunden (igual que el seudopatrón) la docencia con el trabajo proletario (que es muy digno, por cierto, pero corresponde al sector secundario de la economía y no al de servicios), con un discurso de confrontación agresivo ya no se sabe para con quiénes (porque si se quiere luchar contra el FMI, el gran capital o la FIFA en el aula, ésta sólo se va a convertir en una caja de ecos estériles y panfletarios), que genera violencia por la mentira de decir que quiere hacer alumnos críticos... ¡dogmáticamente!

Es momento de sincerar un poco mejor qué queremos como docentes para nuestra sociedad, y que la sociedad dé espacios para escuchar y dignificar a tantos educadores que tanto hacen por miles de niños y jóvenes todos los días. No es nuevo el tema; piensen en lo que ganan un inspector de tránsito y un profesor... o en que el Estado pagó a diseñadores gráficos para un juego de PC sobre historia 20 veces más que a los docentes que aportaron los contenidos, las reglas del juego, las imágenes y las preguntas. Si de verdad queremos una mejor educación, tenemos que empezar a cuestionarnos cuánto de seudopatroncillo, de patoviquita superado, de tecnócrata falso exigente y de radical dogmáticolibertario (?) hay en nosotros y nos impide caminar. Conozco muchos -me incluyo- que intentamos encarar todos los días la tarea con muchas certezas y otras tantas dudas. Sabemos que lo que vamos a hacer será, antes que nada, tratar de que nuestros alumnos aprendan y disfruten, sin saber cómo recrearemos cada regla de trabajo para que la clase fluya, pero con la seguridad de que ante los errores que cometamos siempre pondremos un poco más de nuestros tiempos y tendremos como defensa (y nuevo aprendizaje) la mejor arma que nos legaron nuestros pedagogos americanos más recientes, de Julio Castro a Paulo Freire: el diálogo.