-En la repetición del nombre Jacobo en los protagónicos de Mal día para pescar (2009) y Mr. Kaplan se señala una similitud entre dos personajes que atraviesan una serie de obstáculos para llegar a una noción sobre sí mismos.

-En realidad, Mr. Kaplan es la historia de dos personas comunes que están un poco aburridas de su vida cotidiana y que, de cierta forma, deciden lanzarse a una aventura extraordinaria. Una aventura un poco delirante y quijotesca que les dé sentido a sus vidas. Salen a perseguir algo que en realidad obedece a una lucha interior, una búsqueda de respeto y de convencerse de que su paso por la vida tuvo sentido. Yo no sé por qué los humanos hacemos lo que hacemos, por qué una vez en nuestra vida nos levantamos y decidimos que queremos ser arquitectos, descubrir una vacuna... O como George Mallory, cuando escaló el Everest y le preguntaron “¿por qué lo hiciste?” y respondió “porque el Everest estaba ahí”. De la misma forma que les ocurre a Jacobo y Contreras, como dice esa frase de John Lennon -“la vida es lo que te pasa mientras estás ocupado”-, la vida se nos va pasando y todo el tiempo queremos hacer unas cosas, pero en el fondo lo que nos pasa son otras cosas.

-Me llamó la atención que la película esté centrada en el desarrollo de los personajes, que la narración esté al servicio de la superación de obstáculos, una idea de un cine medio clásico, pero que funciona. Es algo que en el cine uruguayo algunas veces se intentó, pero pocas de forma efectiva.

-Mi misión es contar historias y que los personajes lleguen al límite de esas historias. Tratar de empujarlos contra la cornisa de sus situaciones personales y que terminen saliendo llevando adelante acciones que muchas veces no son las más pensadas o lógicas. Para mí el cine es bueno sobre todo para contar historias. Lo que me interesa es tratar de contarlas lo mejor posible, pero sobre todo lo que a mí más me ha apasionado es vivir una historia, en el sentido de que te sentás en la butaca en una sala de cine y en esas dos horas te abstraés del mundo. Vivís una aventura; no sos vos, estás completamente fuera de vos mismo y de tu vida. Tal como les pasa a los que ven fútbol, que en esas dos horas se transforman y no son ellos, creo que sucede lo mismo con el arte dramático. En esas dos horas podés ser otra persona. Por eso me interesa desarrollar personajes que puedan tener ese arco emocional, esa aventura. Lo más importante es lo que les pasa a los personajes, no al director. El director tiene su alma, su estómago, su corazón y su mente, pero siempre están al servicio de los personajes que creó. La última verdad, en el fondo, no la tiene el director, sino el espectador y esos personajes de ficción, que para mí tienen el mismo estatus de realidad que las personas.

-A Néstor Guzzini le sacaste más jugo que en cualquier otra película que haya estado. ¿Cómo te definís como director de actores?

-En primer lugar, creo que persiste un malentendido con respecto a los actores uruguayos, vinculado a la idea de que son demasiado teatrales. Yo creo que hay una casta, una raza de actores brutal en Uruguay. Lo que pasa es que muchos de los actores vienen de distinta procedencia, trabajan en distintas escuelas, hay actores formados con distintos métodos… He aprendido de trabajar, y lo más importante que he aprendido es que no importa la técnica que tenga el director, sino poder ser polivalente para trabajar con cada actor según sus necesidades. Hay actores a los que en realidad ayudás sin decirles nada, hay otros a los que ayudás hablándoles desde otro lado, y hay otros con los que tenés que intervenir de forma mucho más directa. Con Néstor [Guzzini] fue un lujo porque, más allá de que es un actorazo, yo digo que es el Gene Hackman uruguayo, porque es capaz de dar siempre la cuota justa; ya sea en roles chiquitos o grandes, siempre está presente. Lo más importante de Néstor es que reúne un gran rango de emociones. Pasa de la risa al llanto en nada, con un grado de intensidad y una honestidad impactantes. Después, hay técnicas de cada momento. Para mí es fundamental conocer ese capital humano que cada uno tiene y que no sabés cuándo va a aflorar. A veces aprendo mucho más sobre cómo trabajar con determinado actor tomando un par de whiskis y hablando sobre la vida. Cuáles son sus emociones, cuáles son sus valores, qué cosas quieren; eso es lo fundamental. Es fundamental aprovechar ese momento en que el actor se abre y te dice: “Éste es quien soy, éstos son mis temores”. Vos, como director, asumís el compromiso de decirle: “Te voy a cuidar, gracias por darme este material”.

-Hay un guiño metacinematográfico bastante gracioso, que es que la hija de Contreras (personaje interpretado por Guzzini) también es la hija de Guzzini en Tanta agua (2013).

-En realidad, originalmente, Néstor se presentó para el papel del hijo de Jacobo y justamente Malú [Chouza] hizo el casting para la nieta de Jacobo. De hecho, lo hablé en ese entonces porque podían ser padre e hija y en ese momento se había rodado Tanta agua, pero al final terminó en el rol Contreras y ella como su hija.

-Más allá de lo propiamente vinculado al aspecto dramático de la dirección de actores, también hay una selección de casting enfocada a una fotogenia particular, no sólo de los protagonistas, sino de los extras y personajes secundarios. Por ejemplo, la escena del funeral de Otto...

-Cuando un actor te da un primer plano, lo que se esconde detrás es el misterio de la humanidad. Llegar a ello va más allá de que tenga una técnica actoral buena, es el hecho de que sea capaz de llevar la mochila del personaje. Hay algunos actores que llevan una carga y traen todo un mundo que es imposible crear. Por ejemplo, hubiera sido imposible que un uruguayo hiciera el rol del alemán; vos ves la cara de Rolf Becker y realmente entendés que es un tipo que vino de Alemania en una época en particular. Al ver los primeros planos de Nidia Telles me reprocho por no haber encontrado más escenas para ella. Lo que más me interesa del cine es hacer un pequeño intento de exploración de la condición humana, y esa condición te la dan los actores.

-Es algo en lo que tienen mucha responsabilidad el director de fotografía, Álvaro Gutiérrez, y el director de arte, Gustavo Ramírez.

-Me siento privilegiado porque siempre trabajé con colaboradores que, además de ser excelentes, estuvieron muy integrados a lo que queríamos hacer. El cine es un arte de colaboración. Siempre se asume que el director es el que hizo la película, pero la hace muchísima gente. También en vestuario, en sonido, con algunos veníamos trabajando desde los cortos y entienden muy rápidamente lo que quiero y a dónde voy. Al tratarse de una película seria, que no deja de ser una comedia, hay cierta distancia que mantener, hay una gran diferencia en cómo se filma. Después hay gustos personales. A todo eso se suma una situación de producción en la que siempre tenemos presupuestos acotados y limitados, pero también tuvimos la suerte de que en este caso estuviera Mariana Secco: uno no es consciente del grado creativo de la producción.

-Ese punto entre la comedia y el drama puede ser rastreado en una entrevista que diste hace poco, en la que mencionabas que te formaste cinematográficamente con Mario Monicelli (1915-2010) y el melodrama italiano.

-Sí. Monicelli, como muchos directores italianos de esa época, siempre me impactaba por ese vaivén entre el drama y la comedia, esa cosa de que te estabas riendo y, de golpe y porrazo, estabas llorando y no sabías cómo habías terminado ahí. Yo creo que la vida es así. Estamos todo el tiempo cuestionándonos darle un sentido, levantarnos, encontrar razones para hacer nuestro paso efímero por este mundo. Ese cine italiano es tan alegre y triste como la vida misma. No deja de ser esperanzador. Creo que la alegría y la tristeza no son el problema, porque evocan emociones que nos hacen sentir vivos. Esos momentos tristes que yo aprecio mucho. El problema es la apatía. El gran mal y el gran enemigo es la apatía. Lo que más me gustaba era cómo, por medio de esas situaciones bastante límite, siempre había un humor sobre la condición de esos personajes, de reírse de ellos mismos. Cuando tenía 16 años a mi perro le puse Brancaleone porque de forma inconsciente hacía referencia a esa cosa quijotesca de una armada deplorable, desastrosa, decidida a conquistar sueños y grandeza. De alguna forma, Mr. Kaplan y Mal día para pescar se emparientan con esa sensación.

-¿Creés que esta noción quijotesca de los personajes se corresponde con algo también quijotesco de hacer cine en Uruguay?

-Por supuesto. Uno ve reflejado todo lo suyo. Cuando era chico y decía que quería hacer cine, la gente se me reía en la cara. Recuerdo cuando estudiaba Ciencias de la Comunicación, había profesores que decían: “Ni lo sueñes, con suerte un día habrá un uruguayo que pueda hacer una película en Uruguay”. Todos nos preguntábamos: “¿Seré yo?”. Yo creo que en Uruguay estamos muy marcados por una censura por lo que somos. Siempre estamos intentando definir lo que somos, y para mí lo que queremos ser tiene gran importancia. La fantasía y la imaginación son parte de nuestra realidad, tienen el mismo estatus que la realidad. Siempre estamos limitados por la imagen del otro y nunca se toma en cuenta la imagen de quién desearíamos ser. El arte es un reflejo de lo que somos, pero también lo que somos es un reflejo del arte que hacemos. A mí me gusta reflexionar sobre ese lugar de quién querríamos ser. Me gusta que los personajes que hago se planteen esa cuestión; no necesitan mirarse al espejo. Detesto los espejos: el espejo, en el fondo, no dice nada sobre quiénes somos, y creo que debemos darnos margen a responder quién desearíamos ser en ese plano.

-¿En qué momento, o en qué escena, te sentiste cercano a eso que querías lograr, al tope de tus capacidades?

-Creo que hay una idea, no mal entendida, pero sí mal administrada, de la teoría del autor. Hay gente a la que le fascina que en dos planos se pueda reconocer quién hizo una película. Yo no creo que los planos ni las escenas sean importantes; lo importante es la obra. El único compromiso que tengo es con la película, ni siquiera con la labor de director. Como director, hay un momento en que tenés que decir: “No me importa cómo está dirigida, lo que importa es a dónde te lleva la película, qué cosa es esencial que cuente”. Entonces, puntualmente, no puedo elegir una escena o un momento.

-Es interesante lo que decís. Alrededor de Mr. Kaplan creció un entusiasmo medio miope de “no se parece al cine urugayo”, pero detrás del error de ese preconcepto hay algo que sí se nota: la manera en que el director está en función de la película.

-Claro. La fundación de la teoría del autor hablaba sobre Alfred Hitchcock, un tipo al que le interesaba contar historias bien contadas, hacer drama de verdad. Una cosa de fondo de “no te preocupes por el arte, el arte va a salir solo; preocupate de verdad por lo que les pasa a los personajes”. Con respecto a lo que decís que se dice del cine uruguayo, quiero hacer una mención: creo que hay un montón de prejuicios muy injustos con respecto a nuestro cine, un cine que es mucho más que muchas otras áreas de la comunicación. Es algo que detesto y ni siquiera me gusta hablar de ello, porque siento que todo cineasta en Uruguay trató de encontrar su camino y trató de hacerlo desde un lado muy personal, y creo que las carreras de cada uno van madurando y enriqueciéndose. Yo intento no compararme con nadie.