Para el teatro, cuya premisa fundacional es la puesta en escena, concentrarse en la invisibilidad supone proponer al espectador, a un tiempo, que vea y no vea. Dos monólogos recientes coinciden en ese intento. Las actrices Soledad Gilmet y Lourdes García se prestan al juego conjurando, con estrategias disímiles, la transparencia oscura que les exigen sus textos. Gilmet interpreta “Carta de una desconocida”, de Stefan Zweig, dirigida por Fernando Gilmet, y Sergio Luján dirige a García en “La suerte de la fea”, de Mauricio Kartun.

Gilmet da forma a una mujer que, en el lecho de muerte, deja su historia ínfima como testamento a un escritor: el relato de su amor por él, el detalle de los cruces esporádicos, los diálogos, las caricias y sus rituales, pero fundamentalmente la incapacidad de él de reconocerla, en cada encuentro, en el transcurso del tiempo. Esta versión de Carta de una desconocida, a diferencia de las cinematográficas de Max Ophüls o de Xu Jinglei, borra de la escena al escritor y su mayordomo y obvia ambientaciones de época y colores locales, para colocar al centro lo único que interesa: ella, saliendo de las sombras mediante la narración minuciosa de su vida tenue. La soledad del monólogo permite a Gilmet ocupar todo el escenario con su presencia y sus palabras sobre la no presencia. Sus movimientos armónicos, los gestos abiertos y generosos, su voz enternecida o despechada, obligan al espectador a seguirla con sus ojos, como hizo el escritor sobre el papel al recibir la carta. La caligrafía toma cuerpo en la escena, en el escenario-carta de La Gringa.

Lourdes García también flirtea con lo obsceno. Kartun, interesado, como Zweig, en la ventriloquía dadivosa, da voz a una violista destinada a tocar su instrumento escondida en el foso de la orquesta, en un boliche de mala muerte de principios de siglo XX, para que una figuranta linda emule, con gestos, los sonidos que ella emite. Este monólogo áspero (apéndice de La Madonnita) da lugar a la protagonista para ser, por fin, mirada. El escenario pequeño del Mesón El Gallo Rojo, en la Ciudad Vieja, remite “al petit tablado” de la acción, y llama a los contrastes: si antes Viola estaba escondida, sumergida, ahora está a la vista de todos, prácticamente inmóvil, como en un escaparate. El texto, con tono de revancha, le creó ese espacio antes negado. Y parece querer condenar a todos (a todos los culpables, claro) a la vista de ese “infierno de lo bello” que es la fealdad. Lo que se ve en la escena (además de lo que dice el texto) es puro ajuste de cuentas. Y la puesta en escena de Luján exaspera la revancha: una violista (Gambaro) toca para la actriz en escena y esta vez sigue los caprichos de quien debería estar oculta. García hace un buen trabajo transformando su cuerpo y facciones agraciadas en formas repulsivas, construyendo a la protagonista y los personajes que la rodean y la condenan mediante violentas contorsiones de la cara, movimientos elaborados y toscos, variaciones de la voz estridentes, desacomodadas, exasperadas y exasperantes.

Hay un riesgo -raro en nuestra escena- en la manera de decir 
desaforada del texto de Kartun que, sin duda, tiene que ver con los orígenes mismos de la puesta. La suerte de la fea forma parte un proyecto que el Laboratorio de Práctica Teatral, un colectivo independiente formado en 2009 por el docente y director Luján, propone como Cuadrilátero Kartun. Se trata del montaje simultáneo, de julio a setiembre, de cuatro piezas del dramaturgo argentino (las otras tres son Chau, Misterix, El Partener y La Madonnita), en espacios no convencionales de la ciudad y con intenciones de quiebre con los ambientes y con los estilos actorales establecidos. La suerte de la fea, si no nos imponemos un orden de entrada al cuadrilátero (uno podría ser cronológico, otro geográfico, pero parecen uno más inútil que el otro), es un excelente comienzo.