Entre todas las duras noticias que van llegando desde Gaza en estas últimas semanas, dos acontecimientos especialmente dolorosos han captado mi atención.

La primera fue el bombardeo al edificio de una escuela de la ONU en Jabalya, donde se habían refugiado cientos de familias que habían escapado o habían sido obligadas a huir de sus hogares. Murieron por lo menos 15 civiles y varias decenas más resultaron heridos. Israel argumentó que su objetivo era una zona desde la que se había disparado a las fuerzas israelíes.

La segunda fue el bombardeo sobre un concurrido mercado en el barrio de Shuja'iya. En un momento en el que los civiles tienen muy pocas oportunidades de comprar con seguridad alimentos y otros suministros vitales, 17 personas fueron asesinadas, 160 fueron heridas, y se quemaron o destruyeron tiendas, puestos y mercancías.

Cada uno de estos incidentes provocó duras críticas hacia Israel, que -como en el pasado- defendió sus acciones con el argumento de que estaba apuntando a milicianos y hacía todo lo posible para evitar víctimas civiles. Presté mis servicios como comandante de escuadrón del cuerpo de artillería israelí al comienzo de la “segunda Intifada” y me siento obligado a rebatir esta afirmación. Las imágenes, evidencias e informes del ejército acerca de las recientes operaciones en Gaza -que confirman más de 1.800 muertes y un tercio de la población obligada a abandonar sus viviendas- muestran que Israel ha utilizado armas de artillería pesada de forma masiva. Con semejante potencia de artillería es imposible apuntar con precisión.

El fuego de artillería es un método estadístico de hacer la guerra. Es todo lo contrario al ataque con francotiradores. Mientras que el poder del “tiro distinguido” radica en su precisión, el poder de la artillería deriva de la cantidad de proyectiles disparados y del impacto devastador de cada uno. Al usar artillería pesada contra Gaza, Israel no puede, por lo tanto, alegar con sinceridad que esté haciendo todo lo posible para no dañar a inocentes.

La verdad es que los proyectiles de artillería no pueden lanzarse a un objetivo con precisión, y con ellos no se pretende alcanzar blancos específicos. Un proyectil de mortero de 40 kilogramos estándar no es otra cosa que una enorme bomba de fragmentación. Dispararlo tiene el objetivo de que, cuando estalle, mate a cualquier persona en un radio de 50 metros, y hiera cualquiera en 100 metros a la redonda.

Además, la humedad del aire, el calor del cañón y la dirección del viento pueden provocar que los proyectiles no guiados caigan 30 o incluso 100 metros más allá de su objetivo previsto. Esto es un margen de error desorbitado para zonas tan densamente pobladas como Gaza.

La imprecisión de este armamento es tan grande que las fuerzas israelíes se ven forzadas a apuntar a por lo menos 250 metros de distancia de las tropas amigas para garantizar su seguridad; incluso si estas tropas están protegidas en refugios. En términos militares, a esta distancia se le llama “margen de seguridad de fuego”.

En 2006, cuando se usaron por primera vez los ataques de artillería contra la Franja de Gaza, el “margen de seguridad de fuego” para los civiles palestinos se redujo de 300 metros a sólo 100. Poco después, un proyectil errático alcanzó el interior de la vivienda de la familia Ghaban en Beit Lahiya, matando a Hadeel, una niña de nueve años, e hiriendo a otros doce miembros de esa familia.

En respuesta a este suceso y a tragedias similares, organizaciones de derechos humanos apelaron al Tribunal Superior de Justicia de Israel solicitando el fin de esa práctica mortífera, y en junio de 2007 el fiscal general del Estado anunció que nunca más se usaría fuego de artillería en la Franja de Gaza.

Pero sólo tres años más tarde, durante la Operación Plomo Fundido, se disparó de nuevo fuego de artillería dirigido al centro de la Franja de Gaza. Y hasta el último alto el fuego, durante la Operación Margen Protector, Israel ha disparado miles de proyectiles de artillería hacia Gaza, causando un daño intolerable a la población civil y una destrucción generalizada, cuyo alcance no podrá ser determinado totalmente hasta que cese el conflicto.

Es cierto que, al menos en algunos casos, el ejército ha informado a la población civil de sus planes para atacar una zona determinada, aconsejándole evacuarla. Pero esto de ninguna manera excusa el perjuicio desmesurado y el excesivo peaje en vidas civiles.

Escribo esto con un sentimiento de profundo duelo por los civiles heridos en ambos lados. Dolor por nuestros soldados que han caído en esta operación y dolor por el futuro de mi país y de toda la región. Sé que mientras escribo, soldados como yo están disparando bombas de mortero hacia Gaza. No tienen manera de saber a quién o a qué van a golpear.

Ante semejante cantidad de víctimas inocentes, es hora de que manifestemos muy claramente que este uso del fuego de artillería supone un juego letal al estilo de la ruleta rusa. Las estadísticas, en las que se basa el uso de esta potencia de fuego, conllevan que en las zonas densamente pobladas, como Gaza, los civiles recibirán también, inevitablemente, los impactos. Las Fuerzas de Defensa de Israel lo saben, y mientras sigan utilizando ese armamento será difícil creerles cuando afirman que tratan de minimizar las muertes de civiles.

En mi condición de ex soldado y de ciudadano israelí, me siento obligado a preguntar hoy: ¿acaso no nos hemos pasado de la raya?

*El autor sirvió en el cuerpo de artillería israelí durante la “segunda Intifada” e integra la ONG Breaking the Silence (“Rompiendo el Silencio”).