La enseñanza y el aprendizaje (así, sin ese guión que pretende que éste es consecuencia natural de aquélla) son fenómenos que poseen una relativa autonomía. Los estudiantes aprenden de los profesores y del resto de su entorno, según su historia personal, sus aspiraciones y el empeño que pongan en la tarea.

Por suerte, lo que sucede en la cabeza de nuestros estudiantes es inescrutable, por más que las pruebas estandarizadas intenten decir lo contrario. Sin embargo, es difícil que los aprendizajes a los que aspiramos para las generaciones más jóvenes se produzcan si la calidad de la enseñanza es mala.

Los profesores se preparan para enseñar durante años, guiados por otros que han desarrollado un saber académico que los hace profesores de profesores, a la vez que el contexto de las charlas y discusiones con otros estudiantes y con las situaciones a las que se enfrentan van poniendo a prueba su capacidad para poner en práctica los conocimientos adquiridos. De este proceso surgen profesionales que seguirán formándose en la práctica de su labor docente.

Para que los profesores enseñen y provoquen la posibilidad de aprender en sus estudiantes, deben saber lo que enseñan. Esta simple premisa, aparentemente obvia, fue menospreciada por intentos de cambio que apuntaron al diseño curricular como base del problema. El más radical de ellos estuvo asociado con la administración Rama en el Codicen: las asignaturas eran sustituidas por “áreas”, en un intento que nunca pasó del papel. Los estudiantes detectaban la falla y decían “el año pasado tuvimos Historia” o “Geografía”, dependiendo de la matriz en la que se hubiera formado el profesor. De nada valía que éste insistiera en que “daba” un curso de Ciencias Sociales.

La tardía (¿en forma calculada para minimizar su discusión?) aparición del programa del Partido Nacional, incluye una iniciativa de reforma curricular pobremente explicada (¿una demostración de improvisación?) e increíblemente poco debatida. En ella se propone una estructura en tres círculos de prioridad decreciente. En el primero aparecen idiomas, matemáticas, ciencias (¿cuáles?); en el segundo círculo, informática, formación ciudadana, “valores” (?), “competencias emprendedoras” (???). Estas asignaturas serían obligatorias, y los estudiantes que no alcanzaran en el primer círculo un nivel satisfactorio según “estándares internacionales” deberían asistir a cursos “remediales”. Si llegaran a ese nivel, podrían cursar materias del tercer círculo, entre ellas literatura, filosofía e historia del arte, cuya “oferta” podría “variar de un establecimiento a otro, según decisiones tomadas en el propio establecimiento”.

Insiste esta propuesta en la creencia bastante extendida de que para aprender más matemáticas y mejorar en idiomas son necesarias más horas de estas materias, algo que desconoce dos objeciones. Una es que hay un punto de saturación en el aprendizaje, y por lo tanto no se mejora por simple adición de horas, aparte de que aprender a operar o a expresarse no se aprende sólo en Idioma Español o Matemáticas.

La otra objeción es la que expuse al comienzo. Desde hace años se recurre a la solución de aumentar las horas de estas asignaturas, a las que se ha asignado una centralidad indiscutible. Uno de los resultados es que los liceos tienen cada vez más dificultades para conseguir profesores que las impartan.

Si esto es así para asignaturas con una consolidada historia en materia de formación docente, no cuesta imaginar qué sucedería con la inclusión de espacios (¿asignaturas?) como “Valores” y “Competencias emprendedoras”, o para la “introducción de la seguridad vial como materia curricular”, que aparece en otro punto del programa.

Por otro lado, la implementación de “cursos remediales” para llegar a un nivel satisfactorio que permita cursar el tercer círculo, consolida una diferenciación del estudiantado sumamente nociva. Nada indica que un estudiante que anda mal en las asignaturas “prioritarias” deba ser privado de acceder a cursos de literatura, filosofía o teatro. Esto no resiste ningún análisis, pero además parte de una premisa falsa, devenida de las teorías que unen mediante un nexo causal la enseñanza-aprendizaje. Podemos tener alguna idea sobre el aprendizaje de un estudiante, pero no podemos saber a ciencia cierta si aprendió o no, aunque insista en lo contrario una batería de propuestas conductistas (en las que se basan las pruebas estandarizadas internacionales, como la popularizada PISA).

Por lo mismo, si congelamos el acceso de un estudiante a materias más complejas porque aún no aprendió a comprender un texto, sólo lograremos privarlo de otra forma de llegar a lo que no comprendió por la vía tradicional.

Si la propuesta del PN se llevara a cabo, causaría una fractura curricular y quizás una regionalización de la currícula; tendríamos liceos en los que se desarrollarían todas las asignaturas y otros donde predominarían las “prioritarias”. No es el primer intento al respecto: en los últimos años el mismo partido impulsó una tímida fractura curricular bajo la máscara de la autonomía de los centros. A fines del siglo XIX, desde el sector ganadero, se presentó la misma intención en un discurso muy aplaudido de Daniel Muñoz, que en 1895 decía: “Propaguemos en la campaña la escuela elemental que enseña sólo a leer y escribir... y no aspiremos a más, señores, porque si pretendemos sacar de sus naturales fronteras la educación común, vamos derechamente al desquicio social”*.

Es discutible que los cambios en la enseñanza deban empezar por una profunda reforma curricular. Probablemente haya otras modificaciones más urgentes. Lo que es indudable es que no puede hacerse ningún cambio sin saber con qué recursos se va a contar. Tener profesores que sepan sobre lo que enseñan es ineludible. Reflexionar sobre el papel que cumple la evaluación también, así como dejar de lado las trampas facilistas que prometen resultados inmediatos apelando a mecanismos remediales. Evitar una ruptura curricular que dificulte el acceso a la cultura para vastos sectores de nuestros niños y adolescentes es una condición fundamental si lo que se quiere es aportar a la construcción de una sociedad democrática.

*Barrán y Nahum, Historia social de las revoluciones de 1897 y 1904. EBO, 2ª edición, Montevideo 1993, pág. 50.