Alejado completamente del estereotipo que rodea al poeta oscuro y depresivo, Leonard Cohen nació el 21 de setiembre de 1934 en Westmount, un barrio acomodado de Montreal (Canadá), proveniente de una próspera familia judía -su padre tenía un negocio de ropa de calidad que era conocido por sus trajes de etiqueta- a la que no le faltaba una niñera, una criada y un jardinero que también hacía de chofer.

Cuando tenía nueve años murió su padre, y se convirtió en el hombre de la casa, ya que vivía con su madre y su hermana. En la pubertad empezó a salir por las noches y a vagar por las calles más sórdidas de Montreal. Se aficionó a la escritura; al principio trataba de imitar a los poetas ingleses que había estudiado en la escuela, pero a los 15 años, mientras revisaba libros usados en una tienda, se produjo un giro copernicano: encontró un libro de poemas traducidos de Federico García Lorca; uno en especial le impactó: “Gacela del mercado matutino” (aquel que empieza: “Por el arco de Elvira / quiero verte pasar. / Para saber tu nombre / y ponerme a llorar”). La pluma del poeta español se clavó tan profundo en el corazón de Leonard que, años más tarde, a su hija la llamaría Lorca.

El destino quiso que otro español lo marcara a fuego. Pero esta vez se trató de un desconocido. Cohen había comprado una guitarra española por 12 dólares y la llevaba a los campamentos de verano de la comunicad judía en los que era guía, donde aprendió a tocar con un cancionero de temas socialistas que tenían letras que le emocionaban (según le contó a su biógrafa, Sylvie Simmons, en Soy tu hombre: la vida de Leonard Cohen). Su forma de tocar era convencional, pero un día se topó en una plaza con un español que le enseñó una progresión de acordes flamenca, que al igual que la poesía de Lorca, le cambió su rumbo. “Aquellos seis acordes, aquella pauta de guitarra, han constituido la base de todas mis canciones y de toda mi música”, declararía Cohen, décadas después, cuando le entregaron el premio Príncipe de Asturias.

Se formó un bardo

Estudió letras en la Universidad de McGill (Montreal), pero, según Leonard, leía, bebía, tocaba música y se ausentaba de todas las clases que podía. Aunque, como sucede con Tom Waits, nunca se sabe cuánto de lo que dice es verdad o si se trata de picarescas anécdotas para construir su personaje. De cualquier manera, es seguro que hacía rato que había empezado a escribir poemas, y la primera colección de ellos se editó en 1956, bajo el título Comparemos mitologías. Por sus páginas se desparramaban los tópicos que serían comunes en el arte de Cohen (religión, sexo, amor, muerte, el Holocausto, y todo eso junto), con un estilo que va al hueso, de forma aguda, afilada y siempre con un halo de oscuridad irresistible.

Basta con leer un par de líneas de algunos de sus poemas para reconocer su estilo. Como “Amantes”, en el que un hombre expresa su deseo a una mujer que está por entrar en la hoguera (“Y ya en el propio horno, / al ir creciendo las llamas, / él intentó besar sus pechos llameantes / mientras ella ardía en el fuego), o “Para Wilf y su casa”, en el que describe el hecho más famoso de Occidente con bella frialdad: “Cuando era joven los cristianos me contaron / cómo clavamos a Jesús / como a una adorable mariposa contra la madera. / Y yo sollocé junto a cuadros del Calvario / ante aterciopeladas heridas / y delicados pies retorcidos”.

Luego de la edición de su primer libro, fue a estudiar a la Universidad de Columbia, en Nueva York, en donde empezó a sentir los primeros abrazos de la depresión, que después describiría: “Lo que yo entiendo por depresión no es sólo melancolía, no es sólo como una resaca del fin de semana, o cuando la chica no se presenta o algo así. Es una especie de violencia mental que de repente te impide funcionar correctamente”. Quizá por eso estuvo sólo un año en Columbia. En 1957 volvió a Montreal, donde trabajó en la fundición de su tío y luego en la empresa de su difunto padre, actividad que no le gustaba para nada.

Accedió a una subvención del Consejo Canadiense para las Artes y así arrancaron más viajes: primero a Londres y luego a Hidra, donde compró una casita. Allí conoció a una de las mujeres más importantes de su vida: la noruega Marianne Jensen (que inspiraría la canción “So long, Marianne”). Brotaron los libros de poesía, como La caja de especias de la tierra (1961) y Flores para Hitler (1964), y las novelas: El juego favorito (1963) y Hermosos perdedores (1966). Pero Leonard, ya treintañero, estaba lejos de poder vivir de su obra, así que pasó varios períodos viajando a Montreal para conseguir dinero, ya fuera de una subvención o de algún trabajo.

Canciones de amor y odio

Sus libros no se vendían mucho, así que Leonard tenía que ponerse las pilas para ganarse la vida. Se le ocurrió que podía hacer algo con la guitarra, ya que pasaba tocando y cantando. Volvió a Nueva York y se quedó en un hotel de mala muerte -tiempo después viviría en el mítico hotel Chelsea-. Trilló la noche y las cavernas retumbantes de música. Se codeó con Lou Reed, Andy Warhol, Nico (musa de varias de sus canciones) y la cantante folk Judy Collins, quien grabaría la primera canción de Leonard: “Suzanne”. A mediados de 1967 Leonard logró firmar un contrato con una de las discográficas más grandes de Estados Unidos: Columbia. Pero el director ejecutivo de la empresa no estaba convencido: “¿Un poeta de 32 años? ¿Se volvió loco?”, le espetó al responsable de la contratación.

Songs of Leonard Cohen se lanzó a fines de 1967 y fue el puntapié inicial de una colección soberbia de discos: Songs from a Room (1969), Songs of Love and Hate (1971) y New Skin for the Old Ceremony (1974), que conforman un catálogo de folk minimalista distinto de los de cualquiera de los músicos del género que andaban por la vuelta. Con el estilo de su pluma, la sinceridad de su voz adulta y la autoridad de su guitarra, Cohen formó un combo único; incluso hasta para interpretar temas de otros autores, como lo demuestra su impresionante versión de la canción de resistencia “The Partisan”.

Songs of Love and Hate es el más oscuro de sus primeros cuatro discos y quizá el mejor. Contiene verdaderas gemas como “Avalanche” (con su trepidante arpegio, las amenazantes cuerdas y el siniestro personaje del jorobado), “Famous Blue Raincoat” (una de las melodías vocales más hermosas de Cohen) y “Joan of Arc” (que relata el “noviazgo” de Juana de Arco con el fuego, junto con el melancólico coro “la la la”).

Luego del período folk hubo tiempo para la confusión con Death of a Ladies’ Man (1977). Un disco producido y mezclado casi de manera dictatorial por el extravagante Phil Spector, quien también fue coautor de los temas -se encargó de la música-. La voz de Leonard es un ladrillo más en el famoso “muro de sonido” de Spector. Aun así el disco tiene grandes canciones, como “Memories” y la sugestiva “Don’t Go Home with Your Hard-On”. Pero están tan lejos del folk como la personalidad de Cohen de la de Spector.

Al principio de la década del 80 Leonard compró un tecladito Casio, de esos de dos octavas que parecen de juguete. Este simple hecho cambiaría toda la música que haría después. Empezó a componer con el teclado en vez de con la guitarra, y así les abrió paso a los sintetizadores. Además, modernizó su sonido sumándole la omnipresencia de coros femeninos que hacen un genial contrapunto con su voz, que de veterano se le tornó más grave y profunda -“cien mil cigarrillos más profunda”, al decir de Cohen-. “Dance Me to the End of Love”, “The Law” y el archiversionado “Hallelujah” son grandes ejemplos de su nuevo estilo, incluidas en Various Positions (1984). Ya no había folk, pero vaya si había letras.

Esta segunda etapa, que se aleja del minimalismo acústico para llegar a un sonido más de banda, quizá muestra su esplendor en I’m Your Man (1988), con canciones de distintos colores rítmicos -incluso pegadizas-, como la amenazadora “First We Take Manhattan” (de ribetes discotequeros), la resignada “Ain’t No Cure For Love” (“Los doctores trabajando día y noche, / pero nunca encontrarán la cura para el amor”), la “amorosa” “I’m Your Man” y la pesimista “Everybody Knows”.

Pasaron más libros y discos que es imposible mencionar en una sola página; y dos años después del excelente Old Idea (2012), Cohen acaba de editar Popular Problems, que demuestra que 80 es sólo un número en su cédula. Porque el bardo canadiense volvió con todo. Con su típico susurro cascado Leonard les canta a los sombríos temas de siempre, como la guerra, en el primer corte del disco, “Almost Like The Blues”; y sigue acompañado de cautivantes coros femeninos (“Slow”) y de adictivos ritmos (“Nevermind”), en lo que este humilde periodista se anima a decir que será uno de los discos del año, y del que la crítica ha señalado en particular lo renovado y entusiasta que suena no sólo para un compositor que ha llegado a las ocho décadas, sino también en comparación con artistas mucho más jóvenes pero que evidentemente no tienen nada que decir.

Para finalizar, nada mejor que un fragmento de uno de los últimos poemas de Cohen (“Títulos”), que lo pinta de cuerpo entero: “Tenía el título de Poeta / y quizá lo fuera / por un tiempo. / También el título de Cantante / me fue concedido amablemente, / aunque / a duras penas podía afinar. [...] Mi reputación / de Mujeriego era un chiste / que me hizo reír con amargura / las diez mil noches / que pasé solo”.