El jueves pasado, a bordo del avión que lo llevaba a Filipinas, el papa Jorge Bergoglio dedicó algunos minutos de su tiempo de vuelo a compartir con periodistas que lo acompañaban algunas consideraciones en torno a las matanzas de la semana pasada en París, en especial la que diezmó la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo. la diaria dio cuenta de ello en su edición del viernes, así como el diario El País, que a través de la agencia ANSA recogió más extensamente las afirmaciones de Bergoglio.

Previsiblemente, el monarca católico reiteró su condena al atentado y subrayó el valor de la libertad de expresión. No obstante, “hay límites”, agregó: “No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás. No se le puede tomar el pelo a la fe. No se puede”. Libertad de expresión ma non troppo, en suma. Más aún, si bien “no se puede reaccionar con la violencia”, a juicio de Bergoglio es “normal” que ante ciertas “provocaciones” se produzca una reacción. Por ejemplo, dijo, “si el doctor [Alberto] Gasbarri [responsable de la organización de los viajes pontificios, que estaba en ese momento a su lado], habla mal de mi mamá, puede esperarse un puñetazo”. En otras palabras, no se puede reaccionar con la violencia pero sí se puede, al menos en ciertas ocasiones; en particular, cuando se trata de cosas sagradas: con la Vieja no, con la Iglesia tampoco.

Sólo quienes hayan comprado al contado el producto “papa canchero y espasmódicamente progresista” pueden sorprenderse de encontrar en tan pocas palabras contradicciones tan fundamentales. Tampoco sorprende que en Francia, apenas el polvo del combate volvió a depositarse sobre los féretros todavía tibios de Charb, Cabu, Wolinski, Tignous, Maris y los otros siete asesinados de Charlie Hebdo, el gran rabino y los principales voceros del Islam hayan recobrado los consabidos reflejos del monoteísmo absolutista (con perdón del pleonasmo) y hayan vertido en los medios de comunicación expresiones análogas a las de Bergoglio, menos impregnadas de referencias tangueras a la Vieja, por cierto, aunque igualmente dedicadas a reivindicar para sí un espacio que debería quedar exento de toda veleidad satírica. Se confirma así, una vez más, la definición que otro humorista francés, Pierre Desproges, muerto en 1988 y efímero colaborador de Charlie Hebdo a principios de los años 80, daba del judaísmo: “Religión de los judíos, basada en la creencia en un Dios único, lo cual la distingue de la religión cristiana, que se basa en la creencia en un solo Dios, y más aún de la religión musulmana, decididamente monoteísta”.

Desproges es también el autor del conocido aforismo según el cual “es posible reírse de todo, pero no con cualquiera”. A todas luces, Bergoglio no es “cualquiera”, el gran rabino de Francia tampoco lo es, ni los dignatarios musulmanes. Ninguno de ellos es Charlie, o lo son ya menos que hace algunos días. Quizá nunca lo hayan sido, como de seguro no lo son muchos adeptos a las creencias que representan. Claro está que no ser Charlie es irreprochablemente legítimo. Más aún: afortunadamente no todo el mundo es Charlie. No se trata pues de exigir unanimidades al respecto, sino de constatar, a la inversa, que la exigencia de unanimidad viene de otro lado, precisamente de las religiones monoteístas, cuyo nervio motor es la distinción entre la verdad, necesariamente única, y lo falso, lo espurio, lo apócrifo, el error. De tal manera, que conviene preguntarse si el atentado que salpicó de sangre las paredes de una redacción parisina es tan sólo un malhadado forúnculo del monoteísmo o, antes bien, la expresión de una de sus lógicas intrínsecas llevada hasta sus últimas consecuencias.

El coming out aéreo de Bergoglio tiene así la bienvenida virtud de recordar, por si hiciere falta, que con matanzas -la de Charlie Hebdo es sólo una- o sin ellas, está lejos de ser resuelto el problema de saber cómo lidiar, en sociedades que pretenden ser abiertas, con los mensajeros de lo absoluto y sus adherentes. ¿Cómo mantener a raya el totalitarismo de las religiones monoteístas? (sí, totalitarismo: una sola verdad, emanada de un solo dios, omnipresente, omnisciente y omnipotente). ¿Cómo garantizar el derecho a la burla y, por qué no, a la manifestación del desprecio ante narraciones del mundo que reclaman el exorbitante privilegio de ser aceptadas como una verdad excluyente? ¿Cómo sacudirse la tutela que legiones de clérigos no han renunciado a ejercer sobre las maneras de concebir y practicar la existencia que cada individuo asume para sí? En definitiva, ¿cómo domesticar a la bestia, que sabe morder a sus detractores invirtiendo los papeles con probada eficacia retórica (el crítico es el intolerante)?

Se dirá que algunas respuestas a estas preguntas han sido dadas con la construcción de Estados laicos. El pacto parece razonable (al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios), y varios países lo sellaron con relativo éxito hace aproximadamente un siglo: Francia, Turquía o Uruguay, que le debe al paleobatllismo una laicidad respirable, aunque imperfecta e inacabada. Ese pacto es vulnerable, y en Uruguay ha sido fisurado en ocasiones por violaciones contundentes. No viene al caso detallarlas ahora, ya que aun si la laicidad fuese sólida e integralmente respetada, con ella no alcanza. Tampoco basta con la secularización, al menos entendida en una acepción débil, es decir, como la privatización de lo religioso y la liberación, con ese retiro, de un espacio público neutro. Todo ello es indispensable pero insuficiente. Construir diques está muy bien, pero la ola puede quedarles grande. El asunto, de muy largo aliento, es otro: se trata de salir del monoteísmo y, más allá incluso, de la religión. Por completo.

Titánica empresa, que requiere desechar toda idea de lo absoluto -no en balde el “relativismo” es un blanco recurrente de la retórica vaticana- y, por lo tanto, de la trascendencia. Después de haber pasado algunos milenios creyendo que en el piso de arriba vivía alguien gracias a quien nuestro apartamento en planta baja tenía sentido, sería posible -deseable a mi juicio- empezar por tapiar el piso de arriba, que en realidad está vacío, de modo que no se cuelen intrusos, y tras cartón demolerlo. La construcción de una sociedad que acepte con resignada alegría vivir en un mundo que sólo tiene planta baja es probablemente una utopía. Pero no hay razón para no perseguirla, y en ese empeño más vale contar con buenas empresas de demolición. Las caricaturas, las de Charlie Hebdo por ejemplo, contribuyen decisivamente a esos fines, ya que como buen ácido que son, ayudan a disolver las partes duras.