¿Por qué? Ésa es la pregunta que más frecuentemente oímos, que más frecuentemente nos hacemos frente al mundo y sus noticias. ¿Por qué la mataron? ¿Por qué los mataron? Y lo que nos aterra no son las explicaciones (porque se resistió a ser violada, para robarla, porque insultaron a su profeta), sino la ausencia de motivos (porque sí). Lo absurdo de la muerte, del destino, lo inmotivado de su accionar es lo que nos aterra. Nos aferramos estólidamente a tres o cuatro certezas (el desayuno, nuestro peinado, una marca de zapatos) para cerrar los ojos ante lo único cierto: no hay motivos para lo que nos pasa. A esta revelación llegó, en un gueto de Praga, Franz Kafka: existe un orden, pero ese orden jamás nos será revelado. Existe una ley, pero no podemos acceder a ella. No existe el “debido proceso”. No hay una explicación que podamos entender, que dé sentido a lo que nos ocurre. Un día despertamos y ya somos otro, otra cosa: un preso, un insecto. Lo que sea.

Emmanuel Carrère, que nació en París en 1957, comenzó su carrera de escritor con la publicación de un ensayo sobre el director de cine alemán Werner Herzog, en 1982. A partir de ese momento ha creado una obra diversa y de gran nivel, que le valió prontamente el reconocimiento internacional. La Moustache (El bigote), de 1986, es su tercera novela y recién en 2014 tuvo su traducción al castellano, perpetrada por Esther Benítez. Carrère, que ha trabajado con los límites de la ficción y el documental en varias obras (entre las que se destacan la biografía novelada de Philip K Dick Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, Vidas ajenas o Limonov, todas accesibles en traducción), se presenta al mundo hispanohablante con El bigote como un novelista de calibre. Ya en El adversario y en Una novela rusa pudimos ver su capacidad para describir lo truculento, lo horrible. El bigote es una confirmación de sus facultades.

En la segunda mitad de la novela, el protagonista ve un mapa de Europa al que le falta España. Unos días (y varias páginas) antes, decide afeitarse el bigote, su señal distintiva, y luego nota que nadie (ni su esposa ni sus amigos) se da cuenta del cambio. No porque no lo miren, no porque no le hayan prestado nunca atención, sino porque para ellos no existe tal cambio. Él nunca tuvo bigote, aseguran. A partir de ese instante comienza una larga pesadilla, o mejor: una serie de pesadillas encadenadas que se suceden con vertiginosa rapidez y espantan. Al comienzo, casi un pase de humor que recuerda al mejor Jacques Tati, sonreímos junto con el personaje ante una supuesta broma. Dudamos junto con él. Pronto la broma se nos hace insoportable; rogamos, con él, que termine. En seguida comprendemos lo que pasa, pero sabemos que nuestro protagonista no, y con él padecemos. Para cuando la locura lo ha atrapado, ya hemos caído en las redes de Carrère y en las de ese macabro dios (inexistente) que juega con sus criaturas. Tan precisa es la prosa de Carrère, tan perfectamente medida su novela. A pesar de la traducción, algo sobrevive. Un espantoso mecanismo de tortura que se deja ver más allá de una trama calibrada a la perfección. El estilo jovial, la narración que sigue al protagonista en todo momento y que no se aparta un instante de él, recogiendo cada pensamiento y acción por nimios que parezcan, los ligeros toques de humor negro, de ironía y de parodia (que se disipan al final) hacen de esta novela un extraño aparato que nos aterra y fascina, o nos fascina porque nos aterra. No podemos soltarla, aunque eso signifique sufrir terriblemente; tal es el poder empático que crea, tal es su hechizo.

Jacques Tati se convierte de pronto (y sin aviso) en Alfred Hitchcock (las referencias cinematográficas no son gratuitas: el autor es además director y guionista de, entre otras cosas, una versión de ésta y otras de sus novelas). La prosa se vuelve más densa, el humor pasa de lo clownesco al absurdo. La soledad del protagonista es cada vez más absoluta, aun cuando se encuentra en una de las ciudades más pobladas del planeta. Su derrotero es el penoso itinerario de una persona exiliada de la realidad. Ésa es la tremenda imagen: un hombre que ha sido expulsado del mundo, que es de los otros. Los otros lo han dejado fuera de su lógica inquebrantable. Su vida, de desapariciones, de fantasmas, se vuelve totalmente incompatible con nuestro mundo de certezas.

Si se buscara definir esta novela, podría hablarse de “obra mental”. Si bien la acción es importante y efectivamente pasan cosas, lo fundamental sucede a nivel psíquico: la verdadera acción es interna. Las idas y vueltas del personaje, sus huidas, sus peleas, sus viajes, no tienen la menor importancia, lo que realmente sucede no se ve. La acción está enteramente supeditada a un pensamiento y al devenir de una mente enferma (o de una mente sana que alguien quiere llevar a la locura). La paranoia que devora al personaje nos termina por devorar. Comenzamos por dudar de si leemos la novela de un loco o la de un cuerdo en un mundo de locos y terminamos dudando de nosotros mismos. ¿Quién ha complotado para que el protagonista enloquezca? ¿De quién es el macabro plan que funciona tan a la perfección? Al final de la novela un paratexto (París-Biarritz, 22 de abril-27 de mayo de 1985) parece advertirnos: esto es ficción; lo escribí yo, Emmanuel Carrère, en tales sitios, en tales días. Yo soy el culpable.