Posiblemente carburada por las cruentas noticias de la cada vez más sangrienta guerra de cárteles, la narcocultura tuvo en los últimos años un resurgimiento similar al de esa seguidilla de blockbusters de mafias que apareció entre fines de los 70 y principios de los 80. Los resultados son irregularísimos e incluyen desde películas gélidas y ásperas como la excelente Heli (2013), de Amat Escalante, hasta pochocleras y con una factura que queda en un interregno entre la telenovela y las grandes producciones hollywoodenses, como Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011) y El cártel de los sapos (Carlos Moreno, 2011). En el medio hay una serie de documentales, también irregulares pero generalmente mucho más interesantes. Entre ellos se cuentan Narco cultura (Shaul Schwatz, 2013), que se embarca en un análisis del fenómeno de exaltación de la vida de los narcos y la forma en que aquello pergeñó una auténtica escena musical, así como un terreno perenne que toca al mundo de la moda, el cine, la publicidad, el consumo y la literatura; Room 164 (Gianfranco Rossi, 2010), que consiste meramente en una serie de entrevistas a un importantísimo sicario encapuchado que cuenta las cruentas características de su oficio; y la inteligente y lacónica El velador (Natalia Almada, 2012), un film observacional sobre el guardián de un cementerio de Culiacán en el que yace la mayor cantidad de narcos caídos en las guerras de las drogas.

De todos los personajes a los que se alude posiblemente el más insigne sea Pablo Escobar, un hombre que fue mucho más que el principal suministrador de cocaína de sus tiempos (controló cerca de 60% de la provisión mundial): fue también un político tan hábil como inescrupuloso (cabe recordar la reforma constitucional que prohibía la extradición que logró implantar poco antes de entregarse a las autoridades) y una especie de Charles Foster Kane latinoamericano, un mito construido a medida.

Tal como sucedió con esta profusión de películas y documentales, Pablo Escobar ha sido personaje en múltiples películas: tanto en Blow (que en realidad se centra en George Jung, la principal conexión entre el colombiano y Estados Unidos) como en la versión terrajísima de una película falsa (Medellín) dentro de otra (Entourage), actuada por Vincent Chase. Uno de los proyectos más ambiciosos fue la producción colombiana Escobar: el patrón del mal, que supo circular por la grilla de la televisión uruguaya hace relativamente poco. Aunque quizá adoleciera un poco del formato televisivo, la serie lograba, sin embargo, uno de los enfoques ficcionales más detallados sobre distintos momentos del dueño del tráfico en Colombia, más allá de que suscitara varias polémicas por algunos puntos ciegos y exculpaciones del programa de televisión.

Retrato lateral

Entre tantas películas, ¿qué puede proponer una nueva edición estadounidense? Recientemente, en un documental sobre el cine de terror colombiano se hablaba de que el desarrollo del género siempre fue atípico porque la realidad era mucho más cruenta y terrorífica que todo lo que pudiera provenir de monstruos y similares. Es, en cierta medida, el riesgo de personajes reales extremos, cuya vida es demasiado grande para que no se pierda algo en la codificación en el terreno de la ficción.

La respuesta a esta pregunta, sin embargo, es simple: Benicio del Toro. Desde el primer segundo que aparece en la pantalla con una barriga inmensa, la barba poblada, enfundado en unos shortcitos y una campera deportiva, no queda duda de que Del Toro es el centro de atención del film, que todo el metraje se convertirá en espacios de relleno entre escena y escena en la que él aparece. A diferencia de la construcción de narcos que quedó como molde tras el Tony Montana de Scarface (Brian de Palma, 1983), el Escobar de Benicio del Toro nunca levanta la voz y prácticamente no da indicaciones exactas de lo que hay que hacer (la única es la del comienzo del film, cuando manda a Nick a sepultar una fortuna suya y matar a quien lo asista en esa actividad). Un maestro terrible de la aforística, una cita a Bambi y a El libro de la selva mientras juega con sus hijos puede significar una inmediata condena a muerte.

Hay una escena magistral, de esas que por sí solas pueden salvar una película (que en este caso no lo hace, porque el lastre -como desarrollaremos a continuación- es demasiado pesado para que le permita salir a flote), en la que Pablo, antes de entregarse a las fuerzas colombianas (no estamos tirando spoilers: es la premisa desde la que parte el film), se junta con un cura que le dice que Dios lo va a estar observando desde las alturas. Escobar le responde serenamente, diciéndole que le diga de su parte a Dios que no olvide toda la plata que invirtió en su iglesia y que, en todo caso, mientras esté en la cárcel se va a mandar traer un telescopio superpotente con el que va a apuntar al cielo, y entonces va a ser él quien lo esté observando.

Sin embargo, la película no es una película sobre Escobar sino sobre Nick, un surfista canadiense que luego de asentarse con su hermano en la costa colombiana, con la intención de colocar una informal academia de surf, conoce y se ennovia con la sobrina del mandamás, y se involucra inocente y trágicamente en el mundo del narcotráfico. Todo lo que involucra a Nick (con la actuación de Josh Hutcherson, a quien hay que reconocerle que, pese a su cara de boludo, hace lo que puede con el personaje que le fue encomendado) es blando, trillado y, sobre todo, forzado. El cortejo con la sobrina de Escobar se da por medio de unas fugacísimas elipsis, y el muchacho pasa, en un abrir y cerrar de ojos, de estar viviendo la buena vida a estar con la mierda hasta la rodilla.

En cierto punto, Escobar es una versión latinoamericana de El último rey de Escocia (Kevin McDonald, 2006): películas sobre hombres blancos perdidos en la barbarie de países subdesarrollados. Sin embargo, a diferencia de El último Rey de Escocia, nunca se maneja del todo esa ambigüedad de sentimientos y paternalismo entre el protagonista y el villano (cosa que se podría haber hecho sin complicaciones, por ejemplo, con la inversión del capo de la droga en la construcción del barrio Escobar), y se trata casi todo el tiempo de un vínculo de peligro intermitente, sin momento de desengaño ni elucubración psicológica. De igual manera, resulta medio difícil de tragar la radical inocencia de una sobrina con amplio manejo del inglés y trabajo estrecho en la comunidad que no tenga idea alguna sobre los costos humanos del narcotráfico (en los 80 ya eran conocidas las prácticas de los sicarios de don Pablo).

La respuesta a este desequilibrio inherente se encuentra posiblemente en el mismo Benicio y su característica selección de roles de personajes latinoamericanos trascendentes. Podría decirse que Del Toro cierra entre el Che Guevara de la película de Steven Soderbergh (Che, 2008) y el de este Pablo Escobar, una especie de díptico sobre la fascinación/repulsión de Estados Unidos frente a la iconografía y mitología de la latinoamericanidad: un mártir y un villano asesinados con la asistencia de las fuerzas estadounidenses; el ídolo oficial estampado en las camisetas, el líder oscuro que mete debajo de la alfombra la implicancia y los negocios callados del país.

Con su inocencia y su sacrificio Nick actúa, en última instancia, aquello que su novia le criticaba no bien lo conoció: esa idea foránea de ver a Latinoamérica como un paraíso, encegueciéndose ante los verdaderos males que la aquejan. Tomando nota de la completa ausencia en el film de la implicancia que tuvieron figuras de Estados Unidos (como el mismo George Jung) en el negocio del narcotráfico, la traducción de Nick en la economía libidinal del film es la de la pureza del hombre blanco (la contraposición entre él desfalleciente en la iglesia y Escobar rezando al comienzo del film da fe de esto) que observa cómo los latinoamericanos hicieron de ese paraíso terrenal un auténtico infierno.