Nieve en La Habana. Con ese título ganó el Primer Premio de Novela de la editorial Bruguera en 2006 (entonces dirigida por la “novísima” Ana María Moix, fallecida a comienzos del año pasado, a quien va dedicada) la obra que ahora se llama Todos se van y que en 2014 editó Anagrama. La novela, que tiene forma de diario íntimo, nace de esa imagen oximorónica: Nieve, su protagonista y narradora, vive en una inadecuación que comienza por su nombre. En la tropical Cuba castrista y entre los años 1978 y 1990 (el libro se divide en dos secciones: “Diario de infancia”, que va de 1978 a 1980 y “Diario de adolescencia”, de 1986 a 1990) se desarrolla el recorrido de una niña que crece en una sociedad tan contradictoria como ella.

Admiradora y estudiosa de Anaïs Nin, famosa por sus extensos diarios, Wendy Guerra construye en su primera novela el diario de Nieve Guerra a la vez que, de alguna forma, reconstruye su propia vida. El libro se mueve entonces en la frágil frontera que separa la realidad (la autora se ha confesado escritora de diarios; con Nieve comparten apellido, fecha de nacimiento y otros datos biográficos) y la ficción (la obra se presenta, y bien que lo hace, como novela), y éste es tal vez su principal atractivo. El juego inestable entre lo que no llega a ser una narración autobiográfica, ni una metaficción (ficción de una ficción), ni un testimonio, pero que tampoco se puede definir completamente como invención. El juego, en fin, de la literatura; pero expuesto y hecho manifiesto desde el comienzo mismo, desde la cita que abre el libro, que es de Ana Frank.

Todos se van se puede leer como una Bildungsroman. El término, que se comenzó a utilizar en el siglo XIX para nombrar un género que se hacía popular en aquellos años, implica la noción de “novela de formación” o “de aprendizaje”. Novelas que narran el pasaje de un personaje de la niñez a la adultez, o, mejor aún, de la inmadurez a la madurez. La historia comienza con Fausto (otro de los que se irán), un sueco que se ha casado con la madre de la niña, y termina con la niña, ya mujer, en el agua del mar Caribe pensando en su nombre y en la imposibilidad de huir. En medio de los extremos: el hambre, los piojos, los abusos del padre, los amores, el arte, la desigualdad social, el exilio de todos, el sueño de la evasión.

A partir de cierto punto, tal vez de la entrada del día 13 de abril de 1987, la novela pasa a ser del diario de una niña, de una adolescente, a ser el diario de una artista, y la referencia ineludible es otra parcial Bildungsroman, el Retrato del artista adolescente de James Joyce, porque Todos se van supone también la construcción de una identidad artística que se sitúa con firmeza y desde una perspectiva crítica en una situación contextual muy concreta, y en ella Guerra intenta construir un lenguaje que se adapte a la edad del personaje (con menos ventura que el irlandés). Sin embargo, mientras que el “artista adolescente”, Stephen, al terminar la novela está listo para el exilio, para dejar atrás la nación, la religión y la familia, Nieve se queda, cuando ya nadie se queda, encerrada en su isla caribeña a la que ama y rechaza, que la ama y la rechaza. Cuando la novela se transforma en “diario de la artista adolescente”, se inclina inevitablemente más hacia la ficción (también poética) y el lenguaje se vuelve cada vez más inadecuado. A la simpleza y al laconismo infantil del comienzo los siguen largos párrafos exaltados de lirismo que a veces resulta exagerado, artificial. La reiteración (que tenía sentido en los primeros años) se vuelve tediosa.

Sin embargo, es en esa inadecuación, en esa reiteración tediosa que se encuentran algunos de los mejores momentos de la novela. Uno de ellos se encuentra en una de las entradas finales, en una carta, en una despedida (otra entre tantas) por la cual nos damos cuenta de que, aunque el contexto político es una constante, sabemos muy poco de lo que pasa y pasó “detrás del Malecón”. Ante nosotros pasan los acontecimientos como en un flash informativo: la presidencia de Reagan, la muerte de Alejo Carpentier en París, el fusilamiento de Ceausescu, la elección y atentado de Juan Pablo II, la explosión del Challenger, la muerte de Lennon, de Bob Marley, las dictaduras en Sudamérica, el asesinato de Olof Palme, la muerte de Borges en Ginebra, la perestroika, la fatwa a Salman Rushdie, el premio Nobel de la Paz al Dalai Lama, el estreno de Batman, de Mujeres al borde de un ataque de nervios... Las noticias nos saturan. Entendemos que hemos vivido, hasta el momento, en una ignorancia apenas interrumpida por grandes titulares: cayó el muro de Berlín.

Ése es el mundo de Nieve. Un mundo inmóvil que está por fuera de la historia, pero constantemente en la historia; donde los nombres son como claves, contraseñas. Eliseo Diego, Celia Cruz, Silvio, Pablo, Ángel López Durán, Dulce María Loynaz; los nombres prohibidos y los repetidos hasta el cansancio. Los héroes de unos, enemigos de los otros. Cuba y Nieve se confunden en su contradicción y al final la paradoja es posible: nieva en La Habana.