Antes de las últimas elecciones nacionales, el Frente Amplio (FA) temía, entre muchas otras cosas, perder este año el gobierno departamental de Montevideo. Ahora el panorama se le presenta menos sombrío, pero algunos de sus criterios y problemas relacionados con los comicios del próximo 10 de mayo siguen intactos.

Se transformó en decisión firme, por muy amplia mayoría, la idea de que lo mejor es presentar más de una candidatura. Esto se veía venir desde hace tiempo, sin que se escucharan muchos cuestionamientos al abandono definitivo de la premisa fundacional por la cual, con un solo programa de gobierno, se debía postular una sola persona a cada cargo ejecutivo electivo, poniendo de manifiesto una diferencia sustancial con colorados y blancos. Desde la reforma constitucional de 1996 tal práctica dejó de ser optativa para la presidencia de la República, pero tras ganar esa batalla el propio FA comenzó a tolerar que en algunos departamentos se presentara más de una candidatura a la intendencia, y de ese modo el aprovechamiento de acumulación electoral se fue generalizando hasta que Montevideo quedó como único mástil de la vieja bandera, hoy arriada. Y no porque ya no haya un solo programa: en ese terreno, parece existir más déficit que sobreabundancia.

Se sostiene que, si la oposición suma votos a distintos postulantes, no hay por qué darle la ventaja de no hacer lo mismo, un razonamiento que podría haberse aplicado desde 1971. Si alguien pregunta por qué antes no y ahora sí, la respuesta más obvia parece ser una que los dirigentes frenteamplistas no suelen dar: antes era posible que las aspiraciones sectoriales y la competencia interna se subordinaran a un acuerdo unitario y ahora eso ya no resulta viable. En 2010, la opción por Ana Olivera en el Plenario Departamental montevideano fue forzada por una mayoría y hubo heridos. A partir de esa experiencia, se podría haber retomado el imperativo de sacrificar intereses propios para cuidar la salud colectiva, pero se prefirió dejar de lado la candidatura única, cuando mantenerla con una postulación por auténtico consenso podría considerarse incluso conveniente desde el punto de vista electoral, para subrayar el contraste con la sumatoria de blancos y colorados en el lema Partido de la Concertación.

Hace cinco años, la multiplicidad de aspirantes no se presentó como expresión de diferencias programáticas y la candidatura de Daniel Martínez quedó descartada sin que él llegara a exponer en detalle qué quería hacer. Ahora la competencia interna tampoco se planteó como una situación originada por la existencia de propuestas distintas.

Podría haber ocurrido que, abocado el FA montevideano a la difícil tarea de definir sus objetivos para un quinto período consecutivo de gobierno departamental, hubieran surgido posiciones encontradas al respecto, o énfasis contrapuestos acerca del modo de alcanzar esas metas. Lo que pasó fue que, después de que se anunciara que Martínez lo intentaría de nuevo, se comenzó a hacer sonar el nombre de Lucía Topolansky, sin que nadie dijera con claridad si ella representaba otras iniciativas u otro modo de procurar metas comunes.

La senadora ha insistido en que no tiene especial interés en el cargo, y en que acepta ser candidata por voluntad de los sectores que la respaldan (su Movimiento de Participación Popular y, por ahora, seis integrantes más del llamado Grupo de los Ocho), sin que éstos hayan dado a conocer motivos programáticos para no acompañar a Martínez. A la vez, el apoyo a éste de su Partido Socialista (PS) y del Frente Líber Seregni (FLS) se ha transparentado como consecuencia de un acuerdo que incluye el alineamiento de ambos grupos tras la candidatura del astorista José Carlos Mahía a la Intendencia de Canelones, sin que en este caso se hayan difundido tampoco razones relacionadas con el programa.

Por otra parte, el FA llegó a un consenso, sin motivos explicitados, para descartar la posibilidad de reelección de Olivera, cuyo desempeño ha sido bastante mejor que el de algunos de sus antecesores, con iniciativas bien encaminadas para solucionar varios de los principales problemas montevideanos. Si atribuyéramos los alineamientos sectoriales de hoy a cuestiones programáticas, habría que pensar que Topolansky representa el continuismo del Grupo de los Ocho, contrapuesto a una alternativa elaborada por el PS y el FLS, pero hasta ahora no hay nada a la vista para sustentar esa interpretación (que, además, implicaría demostrar la existencia de continuismo por parte de Olivera en relación con la gestión de Ricardo Ehrlich, cosa bastante difícil). Más bien da la impresión de que esos alineamientos son parte de una guerra de posiciones, cargada de importancia al inicio de un período en el que forzosamente se definirán nuevas relaciones de fuerzas. El buen o mal resultado para los montevideanos puede ser un efecto colateral.