Múltiples discusiones se han suscitado luego de que la incorporación prácticamente obligatoria del formato DCP (Digital Cinema Package) en salas uruguayas delineara un futuro complicado para un cine nacional al que cada vez –pese al crecimiento exponencial de producciones– le resulta más difícil competir con los packs de distribuidoras por un lugar en la cartelera. Las principales discusiones y medidas tuvieron que ver con la adopción o no de una cuota de pantalla, exoneración de impuestos y la construcción de salas específicamente dedicadas a proyectar films hechos en territorio nacional. En resumidas cuentas, se centraron en el formato de la experiencia vinculada con las salas de cine y no hubo más que algunos atisbos de conversar sobre el papel de la televisión y la oportunidad de los nuevos canales de televisión digital. La insistencia en estos medios ha demarcado una particular miopía hacia las facilidades y el alcance brindado por internet, medio al que casi siempre se rodea de un aura temible, casi siempre asociada al pirateo y las filtraciones de material sin terminar. Pese a esto, según una nota de reciente aparición en el diario argentino La Nación, para 2018 se proyecta que los formatos online, como Netflix y Video on Demand, superarán en Argentina la cantidad de entradas vendidas en salas de cine. Es evidente que se trata de algo de lo que debería tomar apuntes una nación de acotadísimo público como Uruguay.

Pese al relativamente escaso terreno de discusión acerca de los formatos digitales, algunas productoras siguieron atentas al desarrollo y las oportunidades brindados por estas plataformas, como el caso de La Vorágine, que sube todos sus largometrajes a Video on Demand, de la compañía Vimeo (entre ellos, casi en paralelo a la comercialización en salas, la película Zanahoria [Enrique Buchichio, 2014], así como Viaje hacia el mar [Guillermo Casanova, 2003] y Manual del macho alfa [Guillermo Kloetzer, 2014]). También se puede destacar Prysa, que, fiel al espíritu joven y a la vez nostálgico de sus producciones, subió el slasher Achuras 2 a Youtube junto con una edición en VHS especialmente dedicada a coleccionistas y amantes del género.

Entre las ventajas de accesibilidad, rapidez y ausencia de infraestructura, las películas colgadas en la nube también tienen la virtud de mantenerse en un cuasi estado intemporal, en el que la condición de estreno o novedad no está acotada a determinado lapso, sino que permite relanzar los trabajos, cual ave fénix resucitando de sus cenizas. Es el caso de Buscando a Larisa, película del uruguayo –radicado en México– Andrés Pardo, quien comenzó la investigación y el armado del documental en 2011 y terminó por colocarlo en la plataforma de Video on Demand en 2013. Si bien pasó poco más de un año y medio, fueron poquísimas las exhibiciones en territorio uruguayo, así como las menciones en notas periodísticas locales. Tomando en cuenta esto, junto con algunas particularidades del film, aprovechamos este espacio para hablar de un film que está a sólo un clic de distancia del espectador (disponible en vimeo.com/ondemand/larisa)

Construcción de un rostro

Buscando a Larisa se encarama en el creciente interés que despiertan los formatos vintage como el Super 8 –un poco imbuidos por la estética indie–, al igual que el found footage cinema (películas hechas a base de material encontrado), que en los últimos años, con las nuevas facilidades de edición y compresión de programas digitales, se ha erigido como un género fuerte que se ha desprendido de la órbita íntima que mantenía con el estilo documental, para entremezclarse con obras de ficción en las que el cine de terror es uno de los que más uso han hecho de este recurso.

La película –un poco recordándonos a otros films uruguayos como Exiliados (Mariana Viñoles, 2012) e Hiroshima (Pablo Stoll, 2009)– parte de unas cintas familiares del director, datadas en 1980. A partir de ahí, el relato se enrosca en la compra, hecha por Andrés Pardo en un tianguis mexicano (una especie de feria de artículos usados), de una serie de cintas en Super 8 en las que se repite una enigmática chica que, por referencias de las etiquetas escritas a mano, se llama Larisa. No hay nada específico de la cinta que sea, en sí mismo, digno de atención, en tanto no registra ningún hecho trascendente ni sirve de testimonio de algo que haya sido importante para México ni para el mundo. Tampoco hay algo misterioso, tenebroso o curioso; se trata simplemente de un video familiar como millones de otros –algo que fue desapareciendo con el estilo proteico y autogenerativo de Facebook como documentador de nuestras existencias–. Lo único que hay ahí es Larisa, su extraña fotogenia, esa particular mezcla entre espontaneidad, timidez y tono taciturno que rodean a algunos niños.

Pardo se lanzará en busca de aquella niña cuyas filmaciones datan de 1972, fecha que puede sugerir que la niña rondará a esta altura los cuarenta y tantos y que, de hecho, no hay ciencia exacta que nos permita deducir si vive en México, ni siquiera si está viva. La búsqueda exhaustiva del paradero de Larisa lleva al director a toparse con varios especialistas en found footage y videos familiares, quienes se encargan de disertar sobre los móviles de las personas a la hora de filmarse a sí mismos o a sus familias, así como de teorizar en torno a cuál fue el móvil de alguien para desprenderse de tan preciado material.

Sin contar los hipnóticos videos de familia (hechos con un don intuitivo del posible padre de esa tal Larisa), el punto más cautivante del film es la labor detectivesca y caprichosa de Andrés, que, como el personaje de “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, intenta exprimir todo dato posible a partir de lo registrado en las cintas: entre ellos el detenimiento sobre los adornos portuarios de una casa en las que se celebra el cumpleaños de la niña, las construcciones de un estadio en Tabasco, el modelo híbrido de una camioneta y la inscripción en esta de una extensísima y misteriosa palabra en una lengua desconocida.

El rastreo de información hace recordar al excelente film A la sombra del iceberg (2009), en el que su director, el finlandés Antti Sepännen, tras comprarse una caja con un montón de fotos y cintas de un filmador anónimo –en este caso, lo que obteníamos de él era su mirada, más que su imagen, ya que no había casi ningún fotograma en el que él apareciera–, decide ir tras la pista del autor de esas imágenes. Más allá de las similitudes temáticas entre ambas películas, lo que diferencia a Sepännen de Pardo es que mientras que el segundo trata de teorizar un poco sobre la fibra y la hermenéutica de las home movies, el directo de A la sombra del iceberg se centra más en el material en sí, en la extraña poesía del juego de edición y registro, como si, en vez de una búsqueda del autor, se lo estuviera generando y se lo trajera desde la muerte.

Buscando a Larisa flaquea un poco en el último tramo, en el que parecería que el curioso giro en la búsqueda de la chica (que obviamente se prescindirá de detallar en esta nota) no parece ser aprovechado o desarrollado del todo. Otro elemento que queda un poco desarticulado, pero que en algunos aspectos era el eje invisible del documental, es el hecho de que las cintas familiares con las que comenzaba el film son obra del padre de Andrés Pardo, quien falleció al año siguiente de documentarlas (cuando el director tenía cinco años). Al cotejar la obsesiva búsqueda que el director hace a partir de las imágenes de Larisa con este dato familiar, se puede comprender que la travesía investigativa trata de reconstruir, por medio de un personaje desconocido, un agujero que quedó en su misma biografía con esas imágenes en Super 8, que no son otra cosa que la mirada de su padre. Perfectamente se podría haber dejado este detalle como un subsuelo sobre el que el espectador pudiese elaborar sus hipótesis, pero en una película en la que todo es tan hablado y teorizado, resulta algo extraña la forma en que se exhuma y se deja sin desarrollar este detalle crucial, casi en la última recta del documental.

El otro aspecto extracinematográfico, que adquiere otra luz este año –resignificando el film, volviéndolo otra película, un poco en esa línea de lo que veníamos hablando de las ventajas acerca de los formatos digitales–, es el fenómeno de opacidad de algo desaparecido o inhallable en un mundo marcado por la transparencia total del dato y la localización que brindan las múltiples redes. Encontrar algo difícil de hallar desmonta un poco este sistema de conexiones múltiples, que a la vez redimensiona el peso que cae cuando realmente hay algo que aparece fuera de nuestro alcance. En este punto, siendo un film que data de un año antes, la película guarda un subsuelo inconsciente con las múltiples desapariciones ocurridas en México, que llegaron en el famoso caso de Iguala a su paroxismo. En un mundo cada vez más tecnificado y panóptico, la evaporación de más de 40 personas parece una irrupción súbita de un trasfondo no simbolizado del inconsciente, de algo que parecía haber quedado en una prehistoria de nuestro acontecer. El cine, a veces, tiene el poder de anticiparse por rieles paralelos, pero sin un elemento de codificación que sirva como augurio, a eventos trascendentes. En algún punto, la búsqueda de Larisa guarda unas raíces completamente distintas, pero que se reformulan y guardan conexiones y suelo común con eventos trágicos como los acontecidos el año pasado. Rescata, a su manera, tal como con los videos familiares de Pardo, esa condición cuasi espiritista que rodeaba al cine en sus primeros años de aparición.