El lunes 19 la diaria aceptó publicar una nota de opinión en la que intenté dar cuenta, como es de rigor, puesto que de opinión se trata, de un punto de vista personal sobre algunos dichos de Jorge Bergoglio y sobre la mecánica monoteísta que tales afirmaciones ilustran. Esa nota dio lugar a tres réplicas, firmadas por Ignacio Stolkin, Carlos Abin y Óscar Geymonat, respectivamente, publicadas por la diaria en tres de sus ediciones de la semana pasada. Tengo, pues, cuatro agradecimientos para hacer: a la diaria por su generosidad, y a Stolkin, Abin y Geymonat por haberse tomado el trabajo de comentar críticamente mis apreciaciones.

Con la brevedad impuesta por el deseo de no abusar de la diaria ni de sus lectores, quisiera añadir al párrafo anterior algunos más de réplica a las réplicas. Con ello, pongo por mi parte punto final a esta primera etapa de un diálogo que quizá se prolongue en el futuro por otras vías.

En primer lugar, comparto casi integralmente lo escrito por Ignacio Stolkin. Tomo debida nota de su puntualización sobre los efectos del uso del ácido, materia en la que no puedo sino cederle la derecha, y señalo que así como tenemos en común el hecho de ser ateos, nos separa su convicción, mucho mayor que la mía, acerca de las propiedades cognitivas de la actividad social que llamamos ciencia. Ello quizás se deba a que Stolkin es científico y yo historiador de las ciencias. Creo advertir, por lo demás, una contradicción cuando Ignacio sostiene que es imposible negar la existencia de un dios: esa negación es la definición misma del ateísmo, y la duda, en ese rubro, caracteriza más bien al agnosticismo.

Carlos Abin, por su lado, me gratifica asestándome amabilidades como torpeza, liviandad, iracundia, virulencia, poca seriedad, odio. La lectura de mi nota “pirotécnica” le produjo, dice, amargura. No puedo sino lamentar que así haya sido, como lamento también que el “malhumor” que me endilga se le haya contagiado y se traduzca en una profusión de adjetivos desdeñosos digna de mejor causa. Según Abin, me “cargo” algún milenio de filosofía “e incontables bibliotecas en un delgado renglón de pretensión apodíctica”. A nadie escapa que la biblioteca de Abin es mucho más vasta que la mía, pero aun así algún libro he leído; sólo que la nota en cuestión no es un tratado, que he decidido dejar para más adelante. En cuanto a la “pretensión apodíctica”, me es totalmente ajena: no propongo demostración alguna, no intento probar la inexistencia de ningún dios, simplemente dejo constancia de que para mí ése es un dato y a partir de él sugiero, eso sí, que la intemperie metafísica es un requisito indispensable para la autonomía. Dicho de otro modo, la existencia de un nivel trascendente (el piso de arriba) instaura por excelencia una situación heterónoma.

Abin interpreta que en mi modesta nota incito a una “verdadera cruzada”. Pues no, dejo esa tarea a los portadores de cruces, entre los que evidentemente no me cuento. A tono con ese enrolamiento erróneo, me percibe alineado con los “sectores más conservadores” y más “corruptos” de la Iglesia Católica, a quienes me uniría “el intento de menoscabar al pontífice”. Así pues, el “cruzado” que esto escribe estaría llevando agua para el molino de los enemigos vaticanos de Jorge Bergoglio, cuyo elogio en cambio Abin no escatima. He sido desenmascarado al fin.

En cuanto a la laicidad, efectivamente la “veo” inacabada e imperfecta. Por ejemplo, cuando en Montevideo paso por Bulevar Artigas y recuerdo que el mantenimiento en ese lugar de la enorme cruz que allí está fue votado por el Parlamento nacional en 1987, cuando me viene a la memoria que un presidente de la República organizó para su asunción de mando un Te Deum en la catedral (1990), cuando releo la Constitución de la República, tan luego, y su artículo 5º declara “exentos de toda clase de impuestos a los templos consagrados al culto de las diversas religiones”, y así.

No quisiera concluir sin mencionar un último punto, que creo importante aclarar. Tanto Stolkin como Abin y Geymonat me hacen el reproche de adoptar la misma actitud que critico, a saber, proclamar una verdad, tener “la solución” y pretender que se la aplique de manera “avasallante”. Asumo la responsabilidad que seguramente me cabe en esa interpretación, tal vez propiciada por la metáfora de la demolición, pero se trata de un malentendido que es preciso disipar. Tengo para mí que la religión es ante todo un asunto político, cuyo lugar en las sociedades requiere, pues, ser tramitado por medio de instrumentos políticos: persuasión, negociación, crítica. Sabido es que toda verdad política es contractual, vale para quienes la aceptan, no viene dada, sino que se elabora, y cambia. Sólo en esos términos se puede “salir del monoteísmo”, a largo plazo, por cierto, y con costos no desdeñables, ya que sacudirse la trascendencia implica resignarse a estar solos. Para Abin esa resignación es “poco estimulante” y la utopía que en ella se sustente será necesariamente de “baja categoría”. En mi caso, la concibo de manera opuesta; es difícil, sí, como puede serlo un duelo, pero trae un premio que puede ser abrazado con el entusiasmo de quien se ganó una buena porción de autonomía.