La plata: el dinero, por cierto, pero también el lecho geolingüístico donde se acuesta la región. Nuestro estado más próximo, logística y culturalmente, debe su nombre al argentum, el latino por plata, derivado del Río de La Plata que, a mediados del siglo XVI, los conquistadores bautizaron así, calificándolo como el principio de un canal de agua que, del océano, llega a las zonas ricas en metales nobles de las regiones andinas. Es interesante por ende que, ya a partir del siglo XVII, la producción de platería en Uruguay sea consistente y se vuelva compleja y sofisticada una vez entrados en el siglo XIX, fenómeno y época de las que se ocupa esta Platería Oriental. Signos surrealistas en el país de Lautréamont.

Se trata de unas treinta y tantas piezas expuestas en seis vitrinas, distribuidas en tres salitas del Museo de Artes Decorativas Palacio Taranco: números reducidos que crean una atmósfera de rarefacción sin duda atractiva (buena sobre todo la iluminación, salvo la luz que alumbra de abajo dos de las vitrinas, encegueciendo un poco y dificultando “perderse” en los detalles de los cincelados). El intrigante título de la exhibición evoca al célebre poeta francés nacido en Montevideo y al movimiento bretoniano, pero, obviamente, en la muestra no hay rastros de ellos. Como explica el curador, y director del Taranco, Fernando Loustaunau en el refinado catálogo, no hubo surrealismo ante-litteram en el país, pero sí “antecedentes de un mundo vibrante, sutil y contradictorio, mundo que contemplaron los ojos de Lautréamont (y que en algunas dosis tiene que haber contribuido a conformar el carácter del futuro poeta)”. Al “confesar cierta arbitrariedad” Loustaunau elimina cualquier duda sobre una conexión certera entre la extrañeza (concepto bastante lábil) de algunas piezas y la línea de bizarrías antiguas recuperada y reivindicada por los vanguardistas galos: es una posibilidad y, en cierto sentido, esta unión un poco aleatoria de objetos de alta artesanía y rupturismo se revela sugestiva. Sin embargo, el repertorio de animales y otras criaturas que pueblan cuchillos, rebenques, estribos, boleadoras, espuelas y mates parece salir directamente de aquel “medioevo fantástico” (que se nutría, a su vez, de mitos clásicos) perfectamente estudiado y fichado por Jurgis Baltrušaitis hace muchos años y, en realidad, aquí a través de encarnaciones bastante “tibias”.

Quizá la pieza más poderosa, si es leída en esta clave, es el estribo mujeriego en metal blanco “garantizado” de Broqua y Scholberg forjado aproximadamente en 1900: su mascarón recuerda algunos monstruos medievales que, desde luego, no han abandonado nunca la ornamentación artística y arquitectónica, por ejemplo en fase barroca (barroco, por otro lado, oportunamente mencionado por el curador).

Teniendo en cuenta el formidable zoológico que llena Los Cantos de Maldoror, otro posible fil rouge con Isidore Ducasse es la presencia maciza de animales en este florilegio de platería criolla: se hallan perros, faisanes, caballos, zorros, gallinas, todos finamente esculpidos en piezas que realmente denotan los altos niveles de habilidad de los plateros -en un primer momento españoles y luego también portugueses e italianos- que trabajaban en Uruguay en aquel tiempo. No obstante, el espécimen más curioso -de hecho fue elegido para la tapa del catálogo- es un arreador de principios del siglo XX cuyo mango reproduce una pierna de mujer con zapatito sexy (hay otro similar, menos llamativo, con mujer entera desnuda, de 1890); ningún delirio daliniano, obviamente, sin embargo es un ejemplo destacable, y poco común, de fragmento humano utilizado como adorno, con ribete pícaro: el estanciero que lo ordenó seguramente tenía un espíritu bribón. Probablemente estanciero porque, y eso la muestra lo ilustra generosamente, la platería uruguaya de 1800 estuvo fuertemente orientada hacia la fabricación de utensilios y herramientas para el campo, donde se iba, cada vez más, acumulando riqueza: Platería oriental, recordemos, se armó con obras pertenecientes a la colección del Museo del Gaucho y de la Moneda BROU, cuyos límites temporales son los años 1780-1925, pero con su foco mayor sobre el siglo XIX.

La selección, pensada abiertamente a partir de la faceta estética de las piezas, más allá de sus funciones prácticas, da cuenta entonces, directamente, de aquella mezcla en definitiva usual, pero siempre un poco asombrosa y metafóricamente muy densa, de tierra, e incluso barro y metales preciosos.