Edward Abbey (1927-1989) fue algo así como una figura de culto de las primeras épocas del ambientalismo y ciertos circuitos anarquistas o libertarios. Su obra maestra, La banda de la tenaza (The Monkey Wrench Gang, 1975), ha sido distribuida recientemente en Montevideo en la cuidada edición de la editorial española Berenice, que incluye las geniales ilustraciones que aportara el historietista Robert Crumb en 1985, con motivo de los primeros diez años de la publicación original.

Se trata, ante todo, de una novela sumamente divertida. Sigue las aventuras de un grupo de ambientalistas (aunque en el momento en que transcurre la acción y fue escrito el libro el término no necesariamente representaba lo que podemos entender ahora) determinados a boicotear maquinaria pesada en las obras de construcción o mantenimiento de carreteras y otra infraestructura en el suroeste desértico de Estados Unidos, con miras a destruir una presa en el río Colorado.

Ahora bien, tras las primeras 20 páginas queda clarísimo que estos ambientalistas o saboteadores (en inglés se popularizó el término monkeywrench para referirse a la acción de destruir maquinaria con fines políticos o ecologistas) tienen en realidad muy poco que ver con la imagen popularizada en la actualidad de lo que dicen, hacen y piensan las personas comprometidas con la causa ecologista. Para empezar, si bien protestan continuamente contra la acción afeadora de la civilización sobre el paisaje, contra el avance de la industria y el capitalismo y la contaminación, ellos mismos tiran basura por todas partes, consideran natural desplazarse en vehículos con motor de combustión interna propulsado por hidrocarburos, desprecian a los “indios” estadounidenses y no tienen reparos en usar la violencia. Una versión del siglo XXI de este grupo, cabe suponer, estaría integrada por veganos-defensores-del-multiculturalismo-contraglobalización, respetuosos de todo aquello que detecten como “distinto” y cuidadosos de no decir nada que ofenda al islam… o, al menos, por activistas un poco más enterados de cómo funciona el ecosistema. Y su historia sería abrumadoramente aburrida y blanda.

Claro que leer La banda de la tenaza hoy como un verdadero manual de activismo ecologista o de anarquismo ambientalista es un verdadero despropósito. Sus acciones contra lo que los personajes perciben como la acción del capitalismo no sólo están sepultadas en el pasado (lo cual es obviamente comprensible en un libro escrito en esa época oscura anterior a la era de la informática), sino que incluso llegan a parecer ingenuas para su momento histórico.

Pero, por supuesto, se trata de una novela, ante todo, o, incluso, de un libro sobre un grupo muy particular de personajes que hacen suya cierta manera de entender el activismo y la resistencia a lo que perciben como el mal y, por lo tanto, no han de pensarse como representativos o emblemáticos de nada más que ellos mismos. En ese sentido, La banda de la tenaza es una lectura tan valiosa hoy como hace 40 años. Su ludismo exacerbado (y, paradójicamente, apenas nominal o nostálgico en algunas partes) puede hasta resultar simpático, y hay un evidente encanto en la idea de tres hombres y una mujer (la novela, como cabe imaginar, es terriblemente machista: hay una mujer entre ellos, pero siempre queda claro que es “diferente” a las otras mujeres y que por eso merece estar allí saboteando máquinas) que recorren el desierto poseídos por una idea que en su forma básica –oponerse a la autoridad, a lo que se impone como lo “justo”, a la aceptación acrítica del “progreso”, acatar los mandamientos del gobierno de turno– es irreprochable. Así, lo mejor del libro está en esa suerte de poesía de la vida al aire libre y la desobediencia civil, como una suerte de nuevo Walden del desierto.

Tampoco nos engañemos en pensar que Abbey es uno de los grandes escritores en lengua inglesa del siglo XX; comparado con sus más o menos contemporáneos Roth, Pynchon y DeLillo es tosco, aparatoso y cede siempre a la tentación de inflar su prosa con un humo que puede llegar incluso a dar vergüenza ajena; pero cuando su escritura funciona, funciona muy bien, en particular a la hora de considerar la novela en su totalidad, como quien dijera el bosque y no los árboles. Quizá eso pasa, para darle un poco de vida a otro cliché, el de “escribí sobre lo que sabés”, cuando se habla del desierto, del cielo, del calor, del viento y de la voluntad de seguir las propias convicciones hasta cualquier final; en esos momentos no importa la lírica un poco de pacotilla, no importa la distancia ideológica que cabe sentir con respecto a sus personajes y a sus conceptos, no importa la ampulosidad: la novela convence, conmueve y divierte.

Además, una buena dosis de incorrección política (o de lo que hoy percibiríamos como incorrección política) es siempre necesaria. Y si viene con una novela con personajes, paisajes e historias tan poderosos como los de La banda de la tenaza, tanto mejor.