La gran belleza (Paolo Sorrentino): Una de las películas más festejadas del año y una rara coincidencia de gustos entre el público cinéfilo amante del cine europeo y el de las cadenas de cine comercial. La gran belleza es como un resumen de lo mejor del cine italiano (Fellini evidentemente, pero también Pasolini, Moretti, De Sica y varios más), y casi un documental turístico sobre Roma, pero también es mucho más. Y más que parasitar sus influencias, Sorrentino las usa para ofrecer una melancólica visión sobre una Italia que está desapareciendo (si no desapareció ya), utilizando para ello uno de los personajes del año, el periodista y bon vivant Jep Gambardella (Toni Servillo).

Los ilusos (Jonás Trueba): Hay algo fascinante y complicadísimo de explicar en el cine del joven Jonás Trueba, algo que va en cómo filma a sus personajes, especialmente a sus mujeres, con un encantamiento casi levitante, rastreando algún detalle del rostro en el que, a fuerza de concentrarse, parecemos perdernos. Los ilusos no sigue una línea concreta. Es, aparentemente, la historia de un director que piensa la película que quiere hacer. Sin embargo, conforme avanza, Los ilusos se va transformando en una película sobre cómo el cine se sigue rodando en la cabeza de los directores (sobre cómo no existe algo así como el bloqueo cuando la vida de uno se vuelve cinematográfica), pero incluso alejándonos del mundo acotado de los realizadores, la forma en que el cine ha cincelado, definido para siempre, la forma en que miramos y recordamos. Vemos a los personajes comentándose situaciones vividas: la historia de una entrevista trunca realizada por una estudiante de periodismo medio borracha, el encuentro fallido con un director de cine, y en todas ellas el reel se reproduce una y otra vez, intentando descubrir algo perdido en los fotogramas de la memoria. Los ilusos habla justamente de eso, de cómo la memoria nunca volvió a ser lo mismo a partir del montaje, de cómo en el cine -y en la vida- una imagen siempre es, al menos, dos (tal como una de esas citas godardianas del film). Una película que podría considerarse cerebral, pomposa, o incluso esnob, de no ser por esa extraña magia interna del más pequeño de la dinastía Trueba a la hora de llevar pequeñas historias o actos a la pantalla.

César debe morir (Paolo y Vittorio Taviani): Sumándose al pelotón de adaptaciones libres de obras shakespearianas, los hermanos Taviani nos cayeron con un documental sobre los ensayos de una troupe de presos de una cárcel de máxima seguridad, en donde preparan su versión de Julio César. Lejos de quedarse en el formato realista, la película va envolviéndose en una superficie algodonosa, en la que no sólo es difícil determinar qué es parte de la obra de Shakespeare y qué es parte de la novel adaptación, sino también qué es parte de los mismos hermanos Taviani y qué proviene de la misma interioridad del drama de los presos que la interpretan. Les bastaron 76 minutos para tener un film al que, cual caleidoscopio, sólo le falta un mínimo movimiento de muñeca o un breve desvío de la mirada para ser desmontado en miles de versiones de la misma película. Más allá del virtuosismo en el juego de intertextualidades y formatos -algo que se ha venido convirtiendo en un conejo en la galera demasiado conocido en los últimos años del cine documental-, es una obra profundamente humanista -del humanismo bien entendido-, que en paralelo con la obra de Shakespeare, en la que, a diferencia de otras, es difícil determinar diáfanamente quién es el villano, sólo tenemos a presos, vistos desde la forma que entronca el arte en su vida, y no meramente desde sus antecedentes.

Interestelar (Cristopher Nolan): Los puristas del género andarán gritando “dejen a la ciencia fuera de mi ciencia ficción” y los duros de la ciencia se quejarán de que es un plato new wave con aderezos científicos, pero Nolan hizo una película que arrasa como si fuera una de aquellas gigantescas olas del planeta Miller. La mayoría de las disquisiciones acerca del film orbitaron más que nada alrededor del peso del subrelato científico, pero dejaron de lado las trompadas emocionales que asesta cada tanto en plena quijada (algo que duplica su sorpresa, de mano de un director cuyo cine siempre se jactó de ser bastante frío), y, más que nada, de esa mágica y fascinante sensación de estar presenciando en su versión más imponente y fascinante planetas, agujeros negros y otros fenómenos de la astrofísica como nunca antes habíamos podido representarlos, siquiera imaginarlos. La escena de los tripulantes que atraviesan el wormhole es de esos momentos en los que sentimos que rascamos la condición demiúrgica del cine como arte. Un ejemplo de cine total, incluso visto a la sombra de algunas de sus trampas y errores.

Guía ideológica para pervertidos (Sophie Fiennes): Continuación del documental The Pervert’s Guide to Cinema, ésta es una nueva inmersión en el pensamiento del filósofo esloveno Slavoj Zizek, quien utiliza diversas escenas conocidas del cine de Hollywood para ilustrar tanto el contenido ideológico no evidente de éstas como nuevas capas de la propia ideología hegemónica, es decir, el capitalismo neoliberal. Original y desafiante como siempre, Zizek y la directora Fiennes cumplen la nada despreciable tarea de tratar temas muy complejos en un formato realmente accesible y alejado del hermetismo académico.

La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche): Abdellatif Kechiche llega a su obra maestra en cuanto al pulido compacto y minucioso de los vínculos humanos, al trazar el descubrimiento de la homosexualidad de su protagonista, pero manejándose dentro de una complejísima gama de grises en los que el asunto nunca se centra en la aceptación o no aceptación de su sexualidad, sino en los auténticos vaivenes de una forma de querer y sentir (en cada momento que percibimos que la película puede derivar en la dinámica de conflicto entre la protagonista y su medio, la película se reposiciona, tomando elipsis, volviéndose a centrar en sí misma). Amor con todos sus vaivenes internos, con la magia inicial del enamoramiento y la culpa del engaño sin jamás pactar ni hacer concesiones. Más allá de la imponente sensualidad -y sexualidad- de algunas escenas y la presencia arrolladora y completamente fascinante de Adèle Exarchopoulos (cuya sola ausencia de las nominaciones a mejor actriz en los Oscars invalida de cuajo toda posibilidad de considerarlos unos premios serios), es un film que veladamente habla más sobre los conflictos entre diferentes clases sociales que sobre el sexo o el amor en sí mismo, algo que ya se podía ver germinalmente en obras como Couscous (2007) y La esquiva (2005).

El hombre más buscado (Anton Corbijn): Luego de la perfecta, casi insuperable, adaptación de El topo que hicera el sueco Tomas Alfredson en 2011, sería lógico pensar que cualquier director se lo pensaría dos veces antes de realizar una nueva versión cinematográfica de un libro de John Le Carré, pero Corbijn se tuvo fe y consiguió realizar un film contenido y sutil, pero de una gran fuerza expresiva asordinada y una fotografía deslumbrante. Fue uno de los últimos -y mejores- roles del gran Philip Seymour Hoffman, lo cual le agrega una dosis de melancolía que tal vez no estuviera en la versión original.

Rush (Ron Howard): El mundo del automovilismo se ha sostenido históricamente en base a grandes rivalidades, como la de Vettel versus Webber o la de Senna versus Prost, pero difícilmente haya una más mítica que la que existió entre James Hunt y Niki Lauda. Lejos de la babilónica y virtuosísima recopilación de material -armado de una manera que a veces sorprendía que no fuera una ficción- del film Senna, en Rush Ron Howard tira de todas las palancas del cine más clásico: un control completo sobre las escaletas emocionales, el juego crístico de ascensión, caída y resurrección y el manejo de los personajes como auténticas figuras (Niki Lauda como el peso de la técnica, lo obsesivo y cerebral, y James Hunt como el talento innato, el coraje y el swing -en pocas palabras, el corazón-). Quizá lo más glorioso del film se destila en cómo Lauda, una figura apolínea que en los formatos clásicos acostumbraría a estar por debajo del representante de lo dionisíaco, se convierte en el centro de fascinación del film.

El lugar del hijo (Manolo Nieto): La inclusión de una película uruguaya dentro de los estrenos más destacados del año es habitual, pero generalmente es otorgada con un criterio bastante más esperanzado que justo. No es el caso de El lugar del hijo, por lejos una de las películas latinoamericanas más fascinantes del año, y una obra que se para en un lugar muy personal, tanto a niveles genéricos y estéticos como ideológicos, para narrar una historia ácida y entrañable a la vez, claramente diferenciada de cualquier tendencia mayoritaria del cine uruguayo, y que posiciona a Nieto como su voz más personal y sanguínea.

Muppets 2: los más buscados (James Bobin): El guionista Nicholas Stoller y el director James Bobin habían conseguido resucitar la franquicia de Los Muppets con el nostálgico y cálido relanzamiento de Los Muppets (2011), y volvieron con un elenco completamente renovado (en los actores humanos, claro está; una película de los Muppets sin Kermit/René no se puede ver) y con una historia más liviana y más divertida a la vez. Aunque es más que nada una sucesión de gags y escenas musicales, los chistes son tan buenos, las canciones tan bien compuestas y el entusiasmo de los protagonistas (entre quienes están Ricky Gervais y Tina Fey) tan notorio que convierten a la película en una hora y media de pura felicidad.