En las últimas horas la futura ministra de Desarrollo Social, Marina Arismendi, ha indicado que no se exigirán contraprestaciones a los beneficiarios de las Asignaciones Familiares (Afam). Es decir, no se establecerá como requisito para cobrar la transferencia que se envíe a los hijos menores de 18 años a un centro educativo. ¿Es correcta esta medida? Varios dirigentes políticos alzaron su voz en contra del cambio en el diseño de esta política, argumentando que es grave y técnicamente un disparate, ya que “está en la dignidad de la persona que esa ayuda sea para salir adelante con sus propios medios, no para ser dependiente durante toda su vida [y que las transferencias] son efectivas para que las familias superen su situación de desventaja siempre y cuando logren esas mejoras en salud y educación”, por lo cual “se está quitando el elemento fundamental de efectividad que tienen esos programas” (Alfredo Solari, en declaraciones publicadas por El País, 20/01/15). En tanto, Verónica Alonso sostuvo en su cuenta de Twitter que “se trata de ayudar a que salgan adelante con trabajo y educación”.

Varios argumentos se pueden construir para refutar esas afirmaciones, que tienen que ver con el desconocimiento del diseño de los programas, pero fundamentalmente con argumentos de carácter ético, sobre el rol que deberían cumplir las Afam. Dicho sea de paso, distintas investigaciones realizadas en el marco del Instituto de Economía de la Universidad de la República encontraron efectos positivos de estos programas, ninguno de ellos asociado con la contraprestación de enviar a los hijos a centros educativos.

En las afirmaciones de Alonso y Solari subyace la idea de que las contraprestaciones de las Afam estarían generando algún tipo de estímulo para que las personas salgan a trabajar y obtener una remuneración en el mercado laboral, cosa que no es cierta; al tiempo que se asume que los “pobres” no envían a sus hijos a centros educativos por miopía, ya que no ven las enormes virtudes que eso les brindará en el futuro, o debido a la ausencia de responsabilidad o de cariño. El Estado debe, desde esta perspectiva, corregir tal ausencia de criterio o visión de los padres, ayudando a moldear su comportamiento.

Desde mi punto de vista, esto no tiene que ser así. Hoy en día los programas de transferencias de ingreso buscan cumplir dos objetivos que pueden tener resultados contrapuestos, por lo que será necesario adecuar los instrumentos para cumplirlos con eficiencia. El primer paso se intenta dar con la propuesta realizada por Marina Arismendi. Intentaré explicar un poco más esta idea.

Las transferencias de ingresos tienen un primer objetivo, que es compensar desigualdades originadas, en su mayor parte, por las circunstancias de las personas. En general, los adultos beneficiarios de estas políticas son personas que ni siquiera completaron nueve años de estudios -ya sea porque nacieron en hogares pobres y tuvieron que salir a trabajar muy jóvenes o porque en su hogar no se valoraba la educación-, y por lo tanto sus posibilidades de insertarse de forma exitosa en el mercado de trabajo son bajas. Otro grupo de personas se desempeñó toda su vida en tareas que socialmente hoy no son reconocidas en términos de remuneraciones, debido a la profunda transformación que sufrió la estructura productiva de nuestro país en los años 90. Por lo tanto, hay un componente de justicia implícito cuando se otorgan estas transferencias, y es correcto que el Estado se haga cargo de ellas, ya que en su mayor parte tales desigualdades no sólo escapan a la responsabilidad de los adultos, sino también y fundamentalmente a la de los jóvenes y niños a quienes les tocó nacer en esos hogares.

Si el criterio de justicia motiva la implementación y el diseño de esta política, y dicho criterio trasciende el objetivo de que los jóvenes asistan a centros educativos, quitar la transferencia porque en el hogar no se cumple la exigencia estipulada implicaría caer en una muy grave contradicción: cercenar las posibilidades de compensar desigualdades generadas por la suerte o las circunstancias.

El segundo objetivo de este tipo de programas es, sí, estimular un conjunto de comportamientos deseados socialmente, entre ellos la asistencia de los jóvenes a centros educativos. A mi entender, eso también debe promoverse, desarrollando instrumentos adecuados que tengan exclusivamente tal misión. Sería un paso muy importante que el Ministerio de Desarrollo Social potenciara instrumentos con características similares al programa Compromiso Educativo, que ha demostrado un enorme éxito. Es necesario generar una gran cantidad de becas para estudiantes mayores de 15 años provenientes de hogares pobres, que sean los propios jóvenes quienes cobren dicha beca y que se los acompañe durante todo el proceso, de forma de incrementar las probabilidades de éxito en sus estudios. Allí sí estableciendo contrapartidas en términos de rendimiento y sin fuertes restricciones etarias, por ejemplo, dando la posibilidad de participar en el programa a jóvenes menores de 25 años, de modo que el programa se mantuviese incluso si el estudiante desease realizar una carrera técnica o universitaria.