Importa poco si los manifestantes de hace unos días y los que gritaron el domingo eran de Plenaria Memoria y Justicia, del Partido Colorado, si vivían en Carrasco o en Paso Molino. Importa poco si cualquiera de nosotros comparte los métodos de su protesta, si no debieron haber tirado esa piedra -milenaria reacción contra la Policía o contra cualquier forma de imposición, legítima o no-, si lo más respetuoso o “civilizado” hubiera sido haberse callado, no haber cantado “yuta puta”; importa poco cuestionarnos si la agresión o la manifestación le hace algún daño al sistema, si cuando algunos de esos pibes tengan 50 años habrán cambiado el mundo o se habrán convertido en funcionarios públicos que trabajan en un Estado que hoy repudian, o, como tantos izquierdistas de otrora, habrán devenido en yuppies escépticos o en soberbios habituados a burlarse de cualquier forma de soñar con algo distinto. En realidad, importa poco.

Sí debería importarnos a todos el accionar del Estado. Los manifestantes en cuestión son particulares. El Estado tiene la responsabilidad del uso legítimo de la fuerza, y como es falso ponerlo en pie de igualdad con los tupamaros en su accionar en los 70, como postula la teoría de los “dos demonios”, lo mismo es aplicable en este caso. Tenemos un Estado que detiene y lleva ante la Justicia a manifestantes por tirarle piedras a la Policía. Desde una perspectiva estrictamente legal, parece razonable: se trata de una agresión. De hecho, no hubo mayores cuestionamientos públicos por parte del sistema político ni por parte de los medios de comunicación, sus habituales voceros, al procesamiento por atentado agravado a diez manifestantes. De todos modos, corresponde tomar nota de que no es usual que los gobiernos lleven ante la Justicia a manifestantes por tirar piedras a la Policía y que se los procese por atentado. No lo fue en anteriores gobiernos del FA, y tampoco lo fue en gobiernos blancos y colorados. Quizá la innovación sea positiva. O quizá no.

Pero el domingo, el Ministerio del Interior dio un paso más. Llevó detenida a una persona por gritarle “asesino” o “mentiroso” -el mote varía según la versión, y nuevamente, poco importa- al ministro del Interior, Eduardo Bonomi, durante la presentación de un libro biográfico en la Feria del Libro. Se trata de otra innovación. En varias ocasiones, los dirigentes tupamaros fueron calificados públicamente de esa forma. Por ejemplo, el ex ministro de Defensa Nacional Luis Rosadilla recibió insultos de todo tipo en 2010, por parte de un grupo de militares nostálgicos que lo espetaron a las puertas del ministerio. Las autoridades públicas son insultadas frecuentemente en las manifestaciones, en los actos sindicales, por medio de discursos públicos o cánticos. ¿Los jerarcas del Ministerio del Interior propondrán a los manifestantes variar su repertorio, para que en vez de decir “Bonomi hijo de puta” digan “Señor ministro del Interior, usted se equivoca”? Y luego extenderíamos la medida a los cánticos de las hinchadas de fútbol, para que en vez de vanagloriarse por matar una gallina feliciten al adversario por lo bien que jugó. A muchos no nos disgustaría el cambio, pero semejante directiva resultaría ridícula, porque este tipo de imposiciones son siempre ridículas. Pero volviendo al ejemplo del insulto a Bonomi, y si bien el ministro descartó formular una denuncia, el solo hecho de llevar detenida a una persona por ese motivo es a un tiempo ridículo y grave: en términos de garantías y derechos, afecta la libertad de expresión, y en términos políticos, resulta una persecución inaceptable de la protesta social. Y aquí sí importa la pertenencia a determinado grupo u organización social: al Ministerio del Interior no le da lo mismo que el insulto provenga de ciertos colectivos en vez de provenir, por poner un ejemplo cualquiera, de un sector de la oposición. Es difícil pensar que las autoridades son tan inocentes como para creer en demonios, como para ignorar que las mitologías los construyen, y como para desconocer que las persecuciones son como las guerras: se sabe cuándo empiezan, pero nunca cuándo terminan, ni cuán lejos están dispuestas a llegar.