Estoy tirado boca arriba en la cama mirando el techo, desde hace horas. No deseo otra cosa en la vida que mirar este techo mío ganado a fuerza de trabajo, con sus imperfecciones, las siluetas que crean la luz del mediodía; la del suspiro del alma, en la tardecita; la de la noche implacable. Hace 12 horas que miro el techo y no quiero hacer más nada que fijar en un punto ciego esta existencia demasiado vidente. Borrar los recuerdos, los traumas, toda evocación de pasado e invocación al futuro, habitar un presente continuo y nimio marcado por la frazada que me cubre o descubre según el discurso meteorológico de mi cuerpo.

Algo parecido a lo que escribe en las primeras páginas de Compañía Samuel Beckett: “Una voz llega a alguien en la oscuridad. Imaginar. A alguien boca arriba en la oscuridad. [...] Lo nota por la presión en la espalda y los cambios de la oscuridad, cuando cierra los ojos y de nuevo los abre”. Y unas líneas más adelante: “Aparte de la voz y del tenue sonido de su aliento, no se oye nada. Nada, al menos, que él pueda oír. Lo sabe por el tenue sonido de su aliento”.

No el retiro espiritual o bucólico, no los planes pensados que traen calma; la nada misma, la improducción absoluta. La quietud, y en todo caso, como esfuerzo máximo, la contemplación de la mancha. No las vacaciones pagas, el fin de semana alquilado, el paseo que nos debemos, la reunión placentera, la pesca, el escape hacia el mar o hacia uno mismo, no, nada de eso: sólo no hacer nada. Lejos, también, de la pereza, que, bien sabemos, produce culpa por su inscripción en los pecados capitales.

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Difícil para Sagitario, los ansiosos y este mundo que nos exige tener una actitud; frente a la vida, los demás y nosotros mismos. Proactivos, dijo el universo del capital, y esa palabra horrenda se coló en nuestras prácticas.

Difícil propuesta para una sociedad, la nuestra, que en su no hacer, en su lenta y parsimoniosa concepción del existir, fomenta lo peor de sí misma: hombres que, precisamente, en su pereza, en sus tiempos eternos, en sus llegadas tarde, en la dilatación o el reverso de algunos dichos comunes (“dejá para mañana todo lo que puedas hacer hoy”, sería) se codean tantas veces con el ostracismo o se condenan a lo inmodificable, a ser tortugas eternas.

Parar sin plan, no hacer con satisfacción, detener el mundo a lo Mafalda. La interpelación más obvia: debemos trabajar, procurarnos la comida, criar a nuestros hijos, mantener y fomentar nuestros vínculos y relaciones sociales, todo para no morir de soledad ni de inanición.

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“Preferiría no hacerlo” es la famosa respuesta del personaje del cuento “Bartleby, el escribiente”, de Herman Melville, cuando su jefe le indica una tarea y el escribiente y protagonista, con esa sola respuesta, anula la orden y sigue como si nada, como si el mundo se hubiera detenido. Descartemos la obviedad y la interpelación tonta y de cajón que dice que en este mundo las cosas funcionan de otro modo, que los despidos, que los compromisos, que el hombre en redes. Esa sola frase ha creado una literatura inmensa, más bien una filosofía que no tiene que ver estrictamente con lo posible, sino con llevar algunos asuntos al extremo para poder pensarnos de otra forma. Quizás fue la frase que llevó a Gilles Deleuze a admirar en el mundo animal, antes que a cualquier otra especie, a las garrapatas; cumplen y viven con pocas funciones, dice el francés: chupar la sangre de otro ser animal y vivir sin otra exigencia que la de estar alimentadas, quietas. Es su propuesta de llevar el pensamiento al extremo y, hábilmente, de comparar la actitud-garrapata con la insatisfacción perpetua del ser humano, su pedir constante, su deseo frustrado de estar en otro sitio, geográfico o espiritual, su ubicuidad angustiante, su producción enloquecida. Será por eso que tampoco simpatizaba con los gatos (aunque tuviera uno), por su actitud demandante o lambeta, y menos con los perros, por sus ladridos hirientes a los oídos (tan lejos de la música) y la domesticación estúpida que los hombres hacemos de ellos. Sólo le gustaban los perros cuando aullaban a la luna (una fisura, un escape, un sentido animal lejos del alfabeto humano) y cuando se relacionaban de igual a igual con los niños; el niño animal, el perro no humanizado, lo puro.

Ese “preferiría no hacerlo”, también se ha dicho, es una propuesta política y existencial ante el hacer y la demanda constante del capitalismo, llevado, otra vez, al extremo, por esos que han sido catalogados como los filósofos o los literatos del “No”. “La potencia del no”, escribe Giorgio Agamben, una frase o un concepto que refiere a las exigencias del tiempo y el capitalismo o todos esos socialismos de pacotilla, da igual, una resistencia mínima a lo impuesto (mientras podamos), una posibilidad de resguardarse de un sí automático, irreflexivo y la mayoría de las veces, enajenante. Sí, claro, y otra vez: debemos trabajar, producir, estamos insertos en este mundo que maneja nuestros tiempos, conciencias y cuerpos, pero un no bien dicho y a nuestra propia costa puede, digámoslo con grandilocuencia (aunque sólo opere en nuestras nimias vidas), salvarnos, redimirnos, hacernos dignos. Por un instante o por un día, mientras estamos prendidos al techo.

Quizá, en la medida de nuestro devenir y posibilidades: no producir mierda, más angustia, tanta distancia, ningún encuentro real, poses de hombres libres, romper con lo evitable. A nuestra costa.

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Ahora me acuerdo, siempre me acuerdo, de un poema de Idea Vilariño (como una especie de militancia poética y mantra propio), y todo su poemario No. Y de su poema más extremo en relación a salvarse pero negandosé (así podría haber acentuado ella): “Decir no / decir no / atarme al mástil / pero / deseando que el viento lo voltee / que la sirena suba y con los dientes / corte las cuerdas y me arrastre al fondo / diciendo no no no / pero siguiéndola”.

Un no individual y ojalá que contagioso. Una parálisis de los cuerpos, de las elucubraciones mentales, una ciudad que de pronto, como en una mágica escena de cine, congela su andar, su producción, su incesante sinsentido: la mujer a punto de pagar el boleto; los choferes detenidos en las rojas; el abrazo de dos seres que se quieren; el grito desesperado de los cuerdos; y las máquinas y los obreros y las bolsas de valores y absolutamente todo detenido por efecto de una quietud compartida, de un no radical. Y que quizá, como en el principio del libro de Beckett, sólo quedara una señal de compañía, de hacernos sentir que estamos vivos, la respiración o el viento.

En su maravilloso rescate de un lunfardo convertido en poesía, Idea dice “siguiéndola”; en su crítica extrema al animal productivo, Deleuze, que fue una máquina pensante, nos invita a copiarles algo a las garrapatas (extremo hasta en su escatología); Agamben nos dice una forma radical (y quizá nunca plausible) de pensarnos, de modificarnos, de ser (in)felizmente improductivos; Melville lleva todo tan al extremo que deja morir a su personaje de inanición, en su actitud ontológica ante el mandato y la repetición; Idea nos escribe desde un pathos mortuorio y negador de la vida pero, paradójicamente, llena de eros.

Yo sólo quiero que mirar al techo no me quite el pan (no quiero la muerte de Baterbly: sediento, solo y con hambre), pero sí que me permita encontrar los fantasmas, el olvido y silencio, en un no vital y rotundo, y que luego de proferido, me ausente de mí.