Hace bastante tiempo que un pensamiento nos viene rondando... Parece ser que respecto a la educación estamos viviendo un proceso que ha tendido a asimilarla a dos elementos que caracterizan al fútbol uruguayo hoy: por un lado “tenemos tres millones de directores técnicos” y por el otro, en ambos casos miramos con nostalgia nuestro “glorioso pasado” Vareliano (ya sea el de José Pedro o el de Obdulio), y los tomamos como una referencia obligatoria para pensar el futuro. La sensación es la de que, en los últimos años, la educación ha sido objeto de un cierto desplazamiento en el lugar que ocupa en nuestra sociedad, sufriendo un proceso que podríamos llamar de “futbolización”, es decir, se ha vuelto objeto de constantes opiniones que por momentos parecen no requerir más que la voluntad misma de opinar, y en donde los discursos sobre educación muchas veces se asemejan demasiado a canciones de una hinchada en el estadio, utilizando el “cliché” como su principal herramienta. La tentación es la de utilizar la misma imagen para analizar otros niveles de las problemáticas educativas; tal el caso de la exigencia a los docentes de que “dejen todo en la cancha”, sin preocuparnos por las enormes dificultades a las que se enfrentan día a día, o también la pretensión resultadista que entiende que “matemáticamente tenemos chances”, una vez más, minimizando las complejidades que limitan estas chances, y suponiendo que es posible –o incluso deseable– cuantificar los resultados educativos, y que destinar mayor presupuesto a la educación es una cuestión que depende del “éxito” de estas intervenciones. Casi como si hubiera un campeonato que ganar, una copa que levantar, sin importar los medios por los que se llegue a ello, incluso trasladando la responsabilidad de las “derrotas” provisorias o momentáneas a tiendas ajenas; casi como si nos hubiésemos olvidado de que este partido, o lo jugamos entre todos, o inevitablemente lo perdemos todos.

Identificamos al menos tres problemas asociados a este proceso de “futbolización”:

  • El primero que encontramos es que tiende a desdibujar el campo educativo como tal, y a minimizar la complejidad de los problemas allí existentes, presentándolos como evidentes. Y en un pensamiento lineal y simplificador, cuando el problema es evidente y sencillo, en general se asume que la solución debería ser igualmente evidente y sencilla; que sus resultados pueden verse luego de un período de gobierno… ilusión siempre renovada de ganar el próximo campeonato del mundo, de que vamos a poder dar otro “Maracanazo”. Ingenuidad de creer que ante los fracasos de quienes están hoy en lugares de decisión sobre las políticas educativas, las soluciones vendrán mágicamente al separarlos de sus cargos.

  • Por otro lado, en este escenario de “futbolización”, quienes opinan sobre los problemas actuales de este campo, muchas veces lo hacen sin haber vuelto a entrar en una institución educativa desde la conclusión de su propia formación. De esta manera nos enfrentamos a una nueva complejidad, la de tender a dar soluciones viejas a problemas nuevos: “hay que jugar como los del '50”; lo cual es homólogo a la idea de que “educación era la de antes, salíamos sabiendo”, y por lo general termina en determinismos del tipo “esto es así porque allá resulta”, “miremos cómo juega Brasil o Alemania”, “chatita contra el piso”.

  • Por último, en una coyuntura prolífica en opiniones sobre educación, todos los discursos reclaman la misma legitimidad. En una coyuntura rebosante de situaciones complejas a resolver cotidianamente por los docentes, nos enfrentamos a una escasez de discursos claros y orientadores respecto a cómo hacer uso de una de las pocas herramientas que tenemos para seguir construyendo futuro, una de las pocas en las que, como colectivo, sigue teniendo sentido invertir. Y puede ser que, mientras tanto, se nos esté escapando una de las cuestiones centrales: ¿quiénes se ven perjudicados con este deterioro generalizado de la educación pública? O lo que es lo mismo, posiblemente estemos contribuyendo a provocar una reproducción sistemática y sistémica de la imposibilidad de construir autonomía, y con ello una reproducción de las mismas injusticias que nos habíamos propuesto erradicar.

Al escribir estas líneas partimos de algunos supuestos. Suponemos que la educación es un mecanismo legítimo para proyectarnos colectivamente veinte o treinta años hacia el futuro e imaginarnos habiendo superado las dificultades que en este presente vemos como desafíos. En ese sentido, suponemos también que es saludable que la educación sea una preocupación fundamental de una sociedad que se propone transformarse a sí misma y revertir las desigualdades que la atraviesan. Y al mismo tiempo suponemos que, por sí sola, la educación no logrará atender las necesidades más urgentes que hoy tenemos. Suponemos que un debate detenido y sistemático sobre el campo educativo contribuirá a que quienes desarrollamos cotidianamente nuestras intervenciones en ese ámbito, podamos asumir posiciones conceptualmente sólidas y políticamente responsables, frente a los problemas que la educación debe afrontar.

Al escribir estas líneas partimos, así mismo, de algunas preocupaciones. Preocupación porque lleguemos a ser capaces de separar la tan necesaria discusión sobre las necesarias reformas del sistema educativo –única manera de efectivamente proyectarnos hacia un futuro mejor–, de las legítimas reivindicaciones por mejoras en las condiciones laborales y salariales de los trabajadores de la educación y en las condiciones de estudio de cientos de miles de niños, niñas y jóvenes –única manera de atender las necesidades imperiosas del presente–. Preocupación por la naturalización de una exigencia desmedida de la sociedad hacia la educación, potenciada por críticas que funcionan a partir de un profundo desconocimiento del que se desprenden frases del tipo “trabajan cuatro horas por día y encima se quejan”, o incluso “si además de todo tienen tres meses de vacaciones”. Preocupación por el evidente desgaste y cansancio por parte de los involucrados, por el vaciamiento conceptual de las discusiones. Preocupación por una excesiva manipulación de la educación, más partidaria y “tribunera”, que política.

Y como consecuencia inmediata de ello, por momentos tendemos a priorizar la defensa de la posición desde la cual cada uno de nosotros construye su mirada particular, e indefectiblemente limitamos nuestra comprensión del conjunto. Resignamos nuestra capacidad colectiva para proyectarnos hacia el futuro, y ponemos un techo muy bajo a las posibilidades de transformar un presente que, mal que nos pese a todos, sigue siendo problemático y necesario de cambiar. La impresión es, aprovechando la imagen futbolística, la de que hace falta “bajar la pelota al piso”, no “reventarla de punta y pa’rriba” esperando que alguien pueda agarrarla y hacer una magia que nos salve con un gol en la hora y nos vuelva a poner en el top 10 del ránking de la FIFA; la de que es necesario preocuparnos más por “abrir la cancha” y pensar en “levantar la cabeza”, en “hacer pases cortos” que contribuyan al diálogo del equipo.

La ilusión es la de que seamos capaces de revertir un partido difícil, la de que, a pesar de la urgencia, estemos a la altura de las exigencias que la coyuntura impone, y la de que no perdamos de vista que el futuro de la educación y del país no se definen el día que se le destine el 6% del PBI, sino que dependen de nuestra capacidad de construir un proyecto colectivo al que la educación contribuya desde los cimientos.

Digámoslo claramente… La educación no es como el fútbol. En educación no tenemos un próximo campeonato que arranque de cero, ni una pretemporada en la que probar nuevas estrategias, ni siquiera la posibilidad de cambiar el equipo técnico y los jugadores cuando las cosas no nos salieron como esperábamos. No es un partido de cinco años en el que, dependiendo de si salimos campeones o si nos vamos al descenso, seguimos con el mismo equipo titular o vamos por alguna variante. En este sentido, estas líneas solo invitan a seguir pensando a partir de diálogos posibles, ya que la verdad –siempre relativa–, y las soluciones –siempre provisorias– no están en una u otra parte, sino en la búsqueda colectiva, y la posibilidad de seguir avanzando con algún sentido.

Seguramente no son estos los únicos problemas en educación, sin dudas no logramos ver gran parte del problema, y sin dudas nos es ajena la mayor parte de la situación... Por lo que, con estos planteos no pretendemos concluir el tema, ni enunciar verdades sobre el mismo. Nos limitamos a proponer que tal vez, si lográsemos reconocer que hay justicia en el reclamo de los trabajadores y estudiantes por mejores condiciones para la educación, que responder como sociedad a esa demanda es una responsabilidad ética impostergable, y que, sin embargo, cuando lo hagamos no se habrá solucionado el problema mayor de necesitar un proyecto que nos permita transformar nuestro sistema educativo –si lográsemos entender que ambas posiciones son importantes y que cada una, si las entendemos de manera antagónica, puede resultar insuficiente–; tal vez entonces estaremos en mejores condiciones para separar dos discusiones que se nos están presentando juntas y nos demos cuenta de que en el campo educativo es que se nos juega el futuro y que para ello un 6% del PBI parece ser relativamente poco.