En una revista barrial de las que se reparten en los negocios de la zona leí hace unos años la crónica sobre una anciana que hace décadas murió sola y soltera; cuando los vecinos entraron a la casa descubrieron que era un hombre que había vivido toda su existencia como mujer. Una mujercita apacible y querida por todos, hermana de otras que habían ido muriendo hasta que el secreto final quedó revelado por la exposición de su cuerpo en la cama. La crónica, que abordaba el relato como parte de la historia de un barrio y sus singularidades, era compasiva y empática sobre esa vida escondida.

Un clima felisbertiano de solteronas. Un hombre travestido en mujer adentro de una familia y que no habría vivido su sexualidad. Tal vez alguien que necesitó verse como mujer dentro de un código familiar, y que se contentó con acordar una imagen con la que ser aceptada dentro del pequeño mundo de la casa y del barrio.

Las identidades nómades de Judith Butler habrían tenido en la solterona travestida un ejemplo de necesidad y quietud: tal vez sólo quería sentir su emoción de mujer a través de lo que la sociedad siempre admitió como signo visual de identidad, la vestimenta, que aseguraba el consentimiento de la mirada de los otros, sin otra acción que saberse a sí misma ser eso que eligió parecer. Una construcción de soledades y complicidades.

Probablemente cuando esta mujer murió los veteranos protagonistas de la película El casamiento (2011), de Aldo Garay, eran chicos. Oscar, obrero de la construcción, y Julia, la segunda transexual operada en el Hospital de Clínicas para reasignación de sexo, son los entrevistados en ese seguimiento de una historia de vida. La ficha de la película resume así esta historia amorosa: “La película narra la peculiar historia de amor y compañerismo entre Julia Brian -transexual uruguaya- e Ignacio González, un ex obrero de la construcción. Julia e Ignacio se conocieron una tarde de vísperas de Navidad hace 21 años en una plaza. Ambos estaban solos y entonces decidieron pasar juntos las fiestas. Desde ese momento han sido inseparables”.

Esta historia en la que la calle les dio a dos personas la libertad de elegirse abiertamente, sin la vigilancia social, agrega un elemento más al foco puesto en Julia como trans, y es el paradigma de masculinidad que representa Oscar.

En El Bella Vista (2012), de Alicia Cano y Mario Jacob, eran las masculinidades las que resultaban interpeladas en su roles tradicionales. También aquellos hombres de un club de fútbol, después boliche con prostíbulo de travestis y luego parroquia de un barrio en Durazno, eran parte de lo trans, que generalmente queda enfocado en quien se transformó y no en quienes se relacionan con ellas desde el lugar consagrado por el dominio social, ése que no rinde cuentas.

Hace 20 años Aldo Garay empezó a registrar las vidas en los márgenes de las mujeres trans en Yo, la más tremendo (1995). Entre ellas estaba Stephania, que ahora es la protagonista de El hombre nuevo (2015). Dice Aldo en una entrevista sobre su última película: “Lo que acá estamos viendo son muchas historias. No es solamente el hecho de ser trans. Acá estamos hablando de abusos, de madres y padres que no se hacen cargo, del abandono, del fracaso ideológico del proyecto de la construcción de un hombre diferente. Hay muchas cosas”. Efectivamente, esta película cuestiona, en el abierto y fluido discurso de Stephania, todos esos temas a partir de Roberto, el niño que fue, nicaragüense adoptado por una pareja tupamara y trasplantado al Uruguay de la posdictadura, y que pasa en su adolescencia a ser uno de los tantos travestis que hacen la calle, después de la cachetada de su madre.

Hace muchos años que Roberto se reconoce en el nombre de Stephania. “Mucho sexo, mucho sexo”, repite ella ensimismada en uno de los lugares de sus encuentros al que lleva al director como testigo. Stephania ha envejecido y desde hace años es cuidacoches en Barrio Sur. Tiene sólo cuarenta y pico pero el contraste entre esta mujer trajinada y su imagen más joven en Yo, la más tremendo es fuerte.

El único lamento que se escucha de ella es que la obligan a sacarse la vincha cuando tiene que hacerse la cédula de identidad, y queda su pelada en evidencia. Esa imagen alcanza para la empatía del espectador: la cara maquillada de Stephania con una larga cabellera que sale de un cráneo calvo.

Stephania es una figura trans de este continente, de esta periferia, de estos márgenes sociales a los que el trans parece condenado y adaptado. Encarna lo que está lejos de la aceptación social con que otras trans se presentan glamourosamente ante el consenso de un público que pasa por ser “el mundo” (farándula, cine, vedettes, realities). Stephania, que no vive en Malibú como la millonaria Caitlin Jenner, todavía busca una pensión donde dormir y vivir en Montevideo. No parece una mujer infeliz: la película la sigue, o posibilita, el reencuentro con su familia nicaragüense y la comprobación de que su cambio no sorprendió a sus parientes de origen; la muestra inteligente, aguda, crítica, con la alegría de vivir bajo su propia ley.

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Las mujeres trans despiertan una gran inquietud en quien las observa. En mí, al menos. Buscamos su palimpsesto; todavía no estamos en suficiente, o mínimo contacto social con ellas, para no verlas desde una distancia atenta a la forma, a la semejanza y a la diferencia. Nos observamos en ellas, sus huellas de hombre en la mujer, su mujer expuesta y transformada en cuerpo. Tratamos de imaginarlas sin ese predominio de la carnalidad y no obstante no vemos, en esa fantasía, a la solterona de la crónica.

El cuerpo se impone con un predominio insoslayable; la transformación psíquica es un misterio al que accedemos por la comprensión intelectual sin superar la dificultad de entenderlo como experiencia. Estamos adiestrados para saber del malentendido biológico, pero no para ponernos en su lugar. Vemos la imponente figura de Michelle Suárez en su mesa del Sportman y nos alivia saber del apoyo familiar que permitió que se convirtiera en abogada, activista y ahora senadora. No sabemos nada de la construcción del destino de tantas otras. En qué márgenes están. Salvo por Aldo Garay y sus películas.

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Podemos leer a Paul Preciado cuando escribe como Paul o cuando escribía como Beatriz Preciado, y de su impecable análisis sociofilosófico algunas saldremos como entramos, porque la dificultad está en pensarnos transitivos, nómades de cuerpo, ahora hombre, Paul, tal vez dentro de poco otra vez Beatriz en investigación permanente de los límites, de los modelos que hay que romper y reconstruir desde el mismo cuerpo, en un experimento intelectual llevado al extremo de la observancia contrapatriarcal.

Esta experiencia radical del español Paul Preciado, de reciente visita en Buenos Aires, no toca a Stephania, ni a Julia, ni a ninguna de las mujeres trans que sufren por el cuerpo equivocado y aspiran a que la forma, con o sin genitales específicos, se estabilice en una vida acorde con lo que sienten de sí mismas. Preciado no las representa; es una variante espectacularmente radicalizada de una teoría o de una vivencia teorizada y consumada en el cuerpo. La masa crítica generada por los estudios de Preciado, que ha experimentado su teorización en su propio cuerpo, forjando una nueva unidad que en cualquier momento puede reformularse, existe en un universo social paralelo al de las personas documentadas por Aldo Garay a lo largo de 20 años. Tienen aproximadamente la misma edad.

Valdría la pena que Stephania, una mujer de mirada alerta, opinara sobre esta afirmación de Judith Butler: “¡La vida no es la identidad! La vida resiste a la idea de la identidad, es necesario admitir la ambigüedad. A menudo la identidad puede ser vital para enfrentar una situación de opresión, pero sería un error utilizarla para no afrontar la complejidad. No puedes saturar la vida con la identidad”. O sobre esta nueva figura que encarna Paul Preciado, que tal vez mañana vuelva a ser Beatriz, como ha anunciado.