El filósofo suele ser caricaturizado como un preguntón. La caricatura encierra cierta verdad (porque la filosofía interroga, a lo largo de su historia, con libertad y audacia), pero también posee una dosis importante de distorsión, de error: el filósofo no es un preguntador incontinente, irresponsable, frívolo. Sus preguntas aspiran a promover una reflexión seria, profunda, socialmente valiosa.

Los asuntos involucrados en esas preguntas suelen ser muy variados; pueden corresponder a la organización social o política, a la actividad científica, a la creación artística... o a la propia actividad filosófica. A veces pueden escoger como asunto una disciplina similar en muchos aspectos a la filosofía: la matemática. ¿Qué preguntas filosóficas pueden formularse sobre la práctica matemática? Muchas, pero aquí me referiré apenas a algunas interrogantes que motivan parte del trabajo de investigación que desplegamos desde el Instituto de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Más específicamente, desde su Departamento de Lógica y Filosofía de la Lógica.

Muchos conceptos resultan matemáticamente valiosos, pero no siempre su caracterización satisface los requisitos de rigor propios de la disciplina. Se hace necesario apelar a ellos pero, a la vez, su caracterización resulta demasiado imprecisa para que sea posible usarlos en forma fiable. Veamos un concepto muy familiar: el de conjunto. ¿Qué es un conjunto? Podríamos decir, en términos informales, que se trata de una colección de objetos. No nos interesa qué son esos objetos, ni el orden en que se encuentran (si poseen algún orden). Sólo una cosa queremos exigir desde el principio: que, dado un objeto cualquiera, éste se encuentra o no se encuentra en la colección.

Un modo natural de especificar conjuntos particulares es indicar una propiedad que cumplen todos y sólo los objetos que se encuentran en determinado conjunto. Por ejemplo, la propiedad de ser un número par. ¿Qué conjunto “produciría” esa propiedad? El que posea como elementos a todos los números pares y solamente a ellos. Parece, a primera vista, una caracterización satisfactoria. Dada una propiedad bien definida, tenemos el conjunto por ella determinado. Pero... un filósofo y lógico inglés llamado Bertrand Russell propuso la siguiente propiedad: ser un conjunto que no pertenece a sí mismo.

Llamémosle R al conjunto que definiría tal propiedad, es decir, el de todos los conjuntos que no se pertenecen a sí mismos. Como dijimos antes, todo elemento pertenece o no pertenece a un conjunto. ¿Qué ocurre con R? Si R pertenece a R, entonces, por la antedicha propiedad, no pertenece a R. Y si R no pertenece a R, por la misma propiedad, pertenece a R. Vean que hemos desembocado en una paradoja: ¡si R pertenece a R, R no pertenece a R; y si R no pertenece a R, R pertenece a R! Este resultado suele denominarse paradoja de Russell. Nuestra caracterización, en apariencia sólida y precisa, no funciona.

Sin embargo, el precio de abandonar un concepto tan útil como el de conjunto parece excesivamente alto. Luego, debemos pulir nuestra caracterización inicial, para que preserve lo valioso que queremos retener y elimine lo que provoca el resultado paradójico indeseable. La exposición rápida de tal esfuerzo requeriría un espacio mayor que el disponible, pero una idea que puede contribuir a imaginarlo es ésta: se trata de bloquear la posibilidad de construir propiedades como la propuesta por Russell.

El punto importante no es el detalle del ejemplo, sino lo que muestra. Podríamos decir que ilustra un proceso: partimos de cierta noción intuitiva, notamos su insuficiencia y proponemos una alternativa más rigurosa. Los procesos que conducen de la primera a la última noción pueden denominarse procesos elucidatorios o, en forma sucinta, elucidaciones. Y, como poseen características propias del campo disciplinario en el que se desarrollan, podemos llamarlas elucidaciones matemáticas.

Muchos importantes conceptos matemáticos exhiben una historia de sucesivos esfuerzos de clarificación como el arriba ilustrado. ¿Cuáles son los rasgos más sobresalientes de esos procesos? ¿Qué es exactamente lo que exigimos de la noción rigurosa? ¿Cómo se articula con la noción inicial? ¿Cómo estamos seguros de que la nueva caracterización se comporta como queremos, es decir, de que preserva lo bueno de la inicial y evita los problemas que ésta suscitaba? ¿Podemos demostrar matemáticamente tal superioridad, o debemos resolver la cuestión con argumentos conceptuales sólidos? Éstas (y otras) son preguntas filosóficas que surgen a partir del estudio de tales procesos. Como quizá ya se sospecha, formularlas supone aventurarse en la actividad matemática y, a la vez, aprovechar el arsenal de herramientas filosóficas para intentar elaborar las respuestas adecuadas.

Quizá el lector que nos acompañó hasta aquí en forma paciente pueda concluir: “Concedo la seriedad y profundidad de los interrogantes, pero me resulta difícil apreciar la valía social de la obtención de las respuestas”. Intentaré esbozar tres argumentos acerca de esa valía, uno de naturaleza general y dos de carácter específico.

En primer lugar, acrecentar nuestra comprensión del mundo (incluyendo en él todas las prácticas humanas) posee valor en sí mismo. Contribuye a enriquecer nuestra experiencia, a ampliar nuestro horizonte y, en general, nos vuelve personas más capaces de comprendernos y de comprender a los demás. Conocer es valioso. Pero, además, los resultados del conocimiento más abstracto muchas veces se han revelado como capaces de ofrecer respuestas concretas espectaculares. La computadora ideal precedió a la computadora física.

En segundo lugar, conocer mejor estos procesos elucidatorios, desde un punto de vista metodológico e histórico, puede aportar ideas, conjeturas y motivaciones para la exploración futura en diversos campos. Por ejemplo, contribuye al conocimiento histórico de la matemática.

En tercer lugar, poseer conocimientos sobre cómo se conquistan ciertas definiciones de la matemática puede resultar estimulante en el campo de la enseñanza de esa disciplina. Definiciones en apariencia áridas y arbitrarias, cuando se revelan las peripecias de su construcción, suelen apreciarse como verdaderos logros intelectuales, dignos de admiración y susceptibles de goce estético.

José Seoane

Doctor por la Universidad de Córdoba. Desde 2005 dirige el departamento de Lógica y Filosofía de la Lógica de la FHCE. Fue decano de esa facultad y presidente del Codicen.