1. El genocidio

Al año siguiente de creado el Estado Oriental del Uruguay, se orquestó en abril de 1831 la principal matanza de indígenas charrúas y la disolución de su modo de vida en la acción llamada Salsipuedes, nombre sórdido del paraje entre dos ríos donde fue ejecutada. Cuando Fructuoso Rivera asumió el 6 de noviembre de 1830 como primer presidente se le había planteado la necesidad imperiosa de consolidar el naciente territorio independiente. Unánime era en ese momento que la zona del norte del río Negro estaba sumida en la anarquía absoluta, asolada por delincuentes, forajidos y gente que vivía del saqueo de estancias, robo de ganado y asesinato de hacendados y empleados rurales. Esta población al margen de la ley se aprovechó de la ausencia de autoridad y del vacío de poder del período revolucionario; casi todos los delincuentes se guarecían en las tolderías charrúas que no solamente los acogían, sino que participaban activamente en los ataques.

La situación de inseguridad y miedo pasó a ser percibida, correctamente, como el principal problema que debía resolver la novel república. Toda la clase política de la época, los hacendados y sus empleados, la sociedad urbana y rural en su conjunto, exigían la solución al problema. Rivera partió a pacificar la campaña con un objetivo claro: “que se procure con toda eficacia limpiar la Campaña de bandidos y ladrones, que la están infestando con perjuicio del orden público, y de la seguridad de las personas y la propiedad; que se contengan los salvajes y se les reduzca al verdadero estado en que deben conservarse”. La disolución de las tribus de charrúas-minuanes por un lado y la asimilación de los guaraníes por la iglesia católica por el otro, dejaron un país sin territorios indígenas y con indígenas que rápidamente fueron obligados a mezclarse con la población blanca y perdieron todo rasgo de identidad. El “problema indígena” estaba resuelto y el país neonato se ufanaba de que aquí ya no existían.

2. El blanqueamiento

Durante la mayor parte de la vida independiente del Uruguay, la idea predominante fue la de un país sin negros, sin indios, formado por los “descendientes de los barcos”, fundamentalmente españoles e italianos. La trilogía antes soñada (y hoy caduca) de un Estado nacional con una cultura occidentalizada, una nación de mayoría dominante blanca y cristiana y un lenguaje común, el español, parecía bastante lograda en este pequeño país cuando se lo comparaba con otros sudamericanos. Bajo la ideología de la necesaria homogeneidad cultural y demográfica del Estado, primero se eliminó a los indios y después se invisibilizó a los negros. Este intento de blanqueamiento no fue exclusivo de Uruguay: se repitió en todos los países latinoamericanos, desde Brasil a México, con Estados-nación dominados por elites blancas y europeizadas. “El proceso de blanqueamiento fue consecuencia del orgullo nacional herido, asaltado por sus dudas con respecto a la capacidad económica, industrial y civilizatoria”, “fue ante todo una manera de racionalizar el sentimiento de inferioridad racial y cultural instaurado por el racismo científico y el determinismo geográfico del siglo XIX”, sostiene Antônio Guimarães en Racismo e anti-racismo no Brasil.

Luego de la llamada tercera ola de democratización de los años 80 y la celebración de los 500 años de la conquista de América, se fortalecieron a lo largo de la región movimientos tanto de indígenas como de afrodescendientes contra este racismo histórico. Entre las consecuencias, el diseño de nuevas Constituciones en casi todos los países, en las que explícitamente se hace referencia a la multiplicidad de naciones, pueblos, o culturas que conforman los estados. En este sentido Fernando Vizcaíno afirma con razón, en su artículo “Estado multinacional y globalización”, que “entre los grandes cambios recientes de las ciencias sociales […] el primero consiste en el surgimiento de un pensamiento que asume el carácter multinacional del Estado en oposición al paradigma predominante del Estado-nación”.

3. El neoindigenismo

En los comienzos del siglo XXI reemerge en Uruguay la cuestión indígena. Hay actualmente cerca de diez grupos organizados de descendientes de indígenas charrúas que buscan rescatar el legado charrúa mediante su idioma, su música, su estilo de vida y su ayuda en la revolución independentista; participan, además, en foros oficiales internacionales y son reconocidos por el propio Estado uruguayo. Algunos de estos grupos son: Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa (Adench), Basquadé Inchalá y Grupo Sepé, situados en Montevideo; Guyunusa en Tacuarembó, Grupo Berá en Paso de los Toros, y el Grupo Pirí en Tarariras. Además está el Consejo de la Nación Charrúa (Conacha), una asociación que incluye a todos los grupos anteriores menos a Integrador Nacional de Descendientes Indígenas Americanos (INDIA). La última reivindicación de estos grupos es que Uruguay firme la Convención 169 de la Organización Internacional del Trabajo, para, inmediatamente, plantear la disputa por tierras.

Una acumulación de hechos relativamente recientes (la aparición de grupos de descendientes, el impacto de libros sobre el genocidio charrúa, la realización de estudios académicos sobre la presencia de sangre indígena en la población, encuestas sobre ascendencia) ha ido cambiando la manera en que se autopercibe parte de la población y ha transformado la forma en que el Estado entiende este tema. Por eso en 2009 se creó la Ley 18.589, que declara “el día once de abril de cada año Día de la Resistencia de la Nación Charrúa y de la Identidad Indígena” y establece “el reconocimiento del aporte y la presencia indígena en el proceso de nuestra conformación nacional”. El censo de 2011 registra 5% de población nacional que dice tener “ascendencia indígena”, con algunas zonas, como los departamentos de Tacuarembó y Salto, donde los porcentajes suben a 8% y 6%, respectivamente.

Las asociaciones de descendientes de indígenas en Uruguay han adoptado como criterio suficiente la autoidentificación de la persona como descendiente. Apenas con la comunión con la causa indígena y el sentimiento de pertenencia a un pasado común, cualquiera puede pasar a formar parte de alguna asociación de descendientes de indígenas. No se exige, por lo tanto, demostrar cierta continuidad en el tiempo con una comunidad existente, ni tener filiación con antepasados indígenas, ni presentar rasgos fenotípicos indígenas. En algunos casos puntuales pueden darse estas tres características juntas, como en Bernardino García, bisnieto del cacique charrúa Sepé, pero esto en Uruguay es extraordinario. El censo siguió esta norma y la pregunta por la ascendencia es un paralelo de la autoidentificación. Contrasta, pues, la definición de quién es indígena en Uruguay con la manera de responder esta cuestión, por ejemplo, en Bolivia. El censo boliviano de 2001 utilizó tres criterios para esto: la autoidentificación, la alfabetización en lengua indígena y el conocimiento de una lengua indígena. En Uruguay no hay comunidades indígenas viviendo en territorios demarcados, ni existe para el caso de los charrúas un idioma conocido: los charrúas hombres fueron exterminados y las mujeres y niños restantes, mezclados con la población urbana de Montevideo a comienzos del siglo XIX.

Hasta ahora la autoidentificación según la ascendencia no ha tenido consecuencias prácticas o legales, más allá de la creciente visibilidad de la cuestión indígena. Pero, ¿qué pasará si se llega al punto de exigir el otorgamiento de tierras a quienes se autodefinen como tales, derecho garantizado por la Convención 169? ¿Cómo se determinará quiénes son los sujetos de ese derecho y de sus beneficios económicos? Si basta apenas con la autoidentificación, ¿no se convertirán muchos en descendientes indígenas de la noche a la mañana para lograr algún beneficio?

El presente es confuso, puesto que no hay agrupaciones de descendientes de guaraníes y sí de quienes se autoperciben como descendientes de charrúas, y son éstos los que han logrado la mayor movilización política, los que han sido reconocidos formalmente por el Estado y tuvieron éxito en que se haya aprobado la mencionada Ley 18.589.

Hay mucho para discutir. Lo que parece absurdo es querer ignorar todos estos cambios y continuar con la letanía de que la cuestión indígena en Uruguay no es cuestión. Nadie, desde el Olimpo y sin escuchar a los involucrados, puede arrogarse el derecho (arrogante) de laudar quién es y quién no es descendiente de indígenas. Y el ser indígena en el siglo XXI, obviamente, en Uruguay, Guatemala o donde se quiera, es completamente diferente de lo que era a comienzos del siglo XIX, porque la identidad es siempre una construcción, una invención desde el presente, con internet, radio, Facebook y sí, por qué no, hasta con ojos azules.

Felipe Arocena

Sociólogo, profesor titular del Departamento de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Udelar. Dirige el Programa de Investigación sobre multiculturalismo, diversidad cultural y sociología de la cultura: www.multiculturalismoenuruguay.com.