Desde el triunfo de El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009), nos hemos encontrado con un auténtico fenómeno de taquilla argentino, donde el cine de factura nacional ha ido pasándoles el trapo a muchos de los contendientes más fuertes de Hollywood. La respuesta al enigma de qué lleva a la gente a acudir a obras argentinas en tiempos de superhéroes, reboots y secuelas no puede apoyarse en criterios estrictamente vinculados con sus virtudes cinematográficas (esta línea de explicación excluiría por completo a la espantosa Abzurdah -Daniela Goggi, 2015-, que superó las 775.000 entradas vendidas). Más que nada, parecería registrarse una correspondencia entre cierto ánimo triunfalista vinculado con los éxitos en premiaciones internacionales, cierta apelación a algún elemento de la argentinidad (ya sea a algún evento histórico o a alguna forma arquetípica del ser y sentir nacional -en este plano, Relatos salvajes reunía los dos elementos de forma elocuente y efectiva) y una explotación icónica, o bien iconoclasta, de algunas de sus figuras más emblemáticas.

El clan hace un firme trazo entre los ángulos de esa santísima trinidad del éxito, y no es sorpresa que sea un suceso en lo que se refiere a la venta de butacas: en sus primeros cuatro días de exhibición supo reunir 504.419 espectadores, una cifra histórica que parece seguir y superar el efecto de cola que quedó tras Relatos salvajes. Las razones están ahí: una obra que se alzó con el León de Plata en el festival de Venecia, centrada en un caso verídico que toca una parte dormida de la historia argentina y que recurre a una figura clásica y querida del cine argentino, a la que convierte en un personaje parco, sádico y terrible.

El caso del “clan Puccio” no sólo supo concentrar un importante sesgo sensacionalista (con víctimas provenientes de las más altas esferas de la sociedad argentina): a su manera, sirvió para oficiar de relato lateral de la continuidad, por otros medios, de los horrores de la dictadura. Junto con los alzamientos de los carapintadas, una existencia fantasmal del régimen, deslizándose en lo subterráneo del proceso democrático argentino, invoca hechos aislados que nos permiten ver el horror iluminado en el relampagueo de un suceso.

La película de Trapero retrata los cuatro secuestros perpetrados por la familia Puccio, articulándolos en paralelo a la historia argentina luego de la Guerra de las Malvinas. En este sentido, la elección de recurrir a materiales de archivo, como los que registran discursos del dictador Leopoldo Galtieri y del presidente Raúl Alfonsín, no apunta al objetivo meramente práctico de ofrecernos una ubicación témporo-espacial de los sucesos, sino al de hacer dialogar a la historia con el significado de esos sucesos. El problema con El clan es que no se entiende ese diálogo, o es demasiado poco lo que se pretende decir.

Si recurriéramos a lo estrictamente cinematográfico, se trata de una película ágil, efectiva y convencional (sin lugar a dudas, la más convencional de la filmografía de Pablo Trapero), que sabe manejar con ritmo y destreza los alfiles del thriller, aun cuando ya desde el comienzo sabemos qué va a suceder, no sólo por tener conocimiento del caso, sino por la serie de flash forwards a los que recurre la obra. En los aspectos estrictamente vinculados con el lenguaje audiovisual, todo lo bueno de El clan se resume en su trailer. En él vemos un plano secuencia que sigue a Arquímedes Puccio llevando una bandeja, y se nos ofrecen en su trayecto breves brochazos de la cotidianidad familiar -una hija que escucha música mientras hace los deberes, un hijo al que se rezonga por poner los pies sobre la mesa ratona del living-, hasta llegar al baño donde se encuentra uno de los secuestrados. El proceso de pasar de lo hogareño a lo sórdido, generando la perturbadora sensación de convivencia entre estos dos extremos, es el mecanismo inverso de una famosa escena de Snowtown (Justin Kurzel, 2011), en la que partíamos de una cruenta escena de tortura en un cuarto subterráneo y veíamos luego cómo la cámara se iba alejando, subiendo por las escaleras, hasta llegar al frente de la casa suburbana, donde unos niños jugaban tranquilamente sin escuchar los gritos, ajenos al horror que ocurría dentro.

Sin embargo, pese al efecto emocional y a los recursos cinematográficos puestos en juego, a uno le queda la duda de para qué están siendo usados o qué significan. Un ejemplo concreto de esta vacuidad es el montaje paralelo entre el tratamiento violento a uno de los secuestrados y una escena de sexo entre Alejandro Puccio y su novia. Esta última da en la tecla, sabe aprovechar y sacar jugo de la poca luz y lo limitado del espacio del interior del coche, pero uno se pregunta qué se quiere expresar con ese montaje paralelo. En cierto punto, podría significar algo vinculado con el exceso de las dos situaciones, o una especie de conexión entre algo pasional y la realización de los actos. Sin embargo, la misma idea de la sesuda y fría planificación de los secuestros contrasta con el tono pasional de la escena sexual. Lo mismo puede decirse de la musicalización, que incluye temas de The Kinks, Virus o Creedence Clearwater Revival. Se intenta ver qué hay en esa superposición entre el sonido y la imagen, las canciones y la idea de lo que sucede (por ejemplo, en Tony Manero, de Pablo Larraín, la evocación del fanatismo por temas extranjeros como los de Saturday Night Fever servía como contrapunto a una ceguera selectiva en relación con lo que sucedía en Chile ante las narices de todos), pero da la impresión de que se eligió esa musicalización meramente “porque quedaba buena”, con apoyo en una estética más vinculada con el videoclip y la publicidad. Del mismo modo, la forma en que la cámara se detiene sobre artículos de windsurf o muestras de la riqueza de los personajes secuestrados podría referir a una Argentina que se abría al mercado internacional (y es cierto que todo tiene un tono que anticipa el ciego optimismo menemista), de una especie de resentimiento de clase de Arquímedes Puccio, o de un mal anidado dentro de cierta endogamia, pero todas esas posibles metáforas parecen desvanecerse en el aire.

La construcción de los personajes también resulta víctima de esta vacuidad. Maguila, cuya presencia invocada crece en el interior de la familia como un drama asordinado, se despoja de todo misterio ni bien aparece en escena. La idea misma de la complicidad dentro del grupo familiar llega a caer en algunas incongruencias, como la de la hermana menor preguntándose qué son los gritos en el subsuelo de la casa, cuando el primero de los secuestrados se encontraba encadenado en el único baño -en varios informes se había constatado que la familia hacía sus necesidades al lado de ese prisionero-.

Nadie está abogando por un film psicologicista (un abuso frecuente en el cine actual), pero esta pereza a la hora de ahondar en la interioridad de los personajes no sólo entra en contradicción con ciertas imágenes-metáfora que se siembran en El clan, sino también con la obra de Trapero. Sus películas, siempre centradas en ciertos círculos anátomo-políticos de la sociedad (la familia, el trabajo o la Policía), invariablemente habían funcionado como versiones en miniatura del mundo, capaces de desmontar la maquinaria que las mantenía en funcionamiento y de explicar cómo se construía la persona en su ámbito (en este sentido, El bonaerense es posiblemente la mejor película que se haya hecho en Sudamérica acerca de cómo una persona común se convierte en un policía corrupto).

En esta dimensión anátomo-política, parece que El clan quiere hablar de la familia argentina o del proceso argentino hacia la democracia (o hacer un juego de sombras entre ambas cosas), pero nunca termina de cerrar nada de lo que dice. Los datos están ahí y se suceden unos a otros, pero esto, más que sostener la trama, da la impresión de ser sólo parte de un sistema unicausal de hechos sin mayor relevancia.

A uno le resta quedarse admirando la superficie del relato, pero cuando se dispone a repasar lo que acaba de ver, tiene la sensación de haberse enfrentado a una bella matrioshka sin nada en su interior.