De formación decidida y maníacamente humanista, no puedo decir ni una palabra sobre las teorías de físicos como Werner Karl Heisenberg y Erwin Schrödinger acerca de la mecánica cuántica, ni parafrasear las que regalan los manuales para dummies. Hago esta advertencia porque para esta nota (sin pensar en las proyecciones que tendría para mi vida) me resultaría utilísimo ser versada en tal materia. Probablemente sería otra mi interpretación de Constelaciones (2012), del británico Nick Payne; o serían varias otras, porque se trata de un texto que le hinca el diente a “la posibilidad de que en cualquier momento, varios resultados puedan coexistir simultáneamente y que seamos parte de un multiverso, o sea que cada elección, toda decisión que hayas o no hayas tomado, existe en universos paralelos”. Así leo en el programa de mano de la versión dirigida por Jorge Denevi e interpretada por Leticia Scottini y Álvaro Armand Ugón. Payne, nacido en 1984, se metió sin pudor con la teoría de los universos paralelos, como buen hijo de su tiempo: a partir del último tercio del siglo XX, la teoría de la relatividad y la física cuántica posibilitaron la superación del antiguo divorcio entre arte y ciencia, afirma Santiago Trancón en su libro Teoría del teatro, y esto permeó en otras áreas del saber y la creación.

Podemos ver aires de familia entre Constelaciones y los trabajos más recientes de Denevi, como Arcadia, de Tom Stoppard, y Copenhague, de Michael Frayn. Por el mix de manipulación temporal y ciencia, la pieza se ubica en el terreno definido por el español Antonio César Morón en su ensayo La dramaturgia cuántica. Teoría y práctica, de 2009. En el ámbito hispano claman ese rótulo, entre otras, El lado oeste del Golden Gate (2009), de Pablo Iglesias Simón; Estado antimateria. Pentarquía de dramaturgia cuántica (2011), del mismo Morón (que comprende los títulos Dámada, Renacimiento, Mariana Pineda, Lady Pichica y La Tata Macha); y Marilyn no es Monroe (2011), de Gregorio Morales. Este último es responsable de la corriente de “estética cuántica” de fines de los 90, originada a partir de su obra El cadáver de Balzac (1998) y seguida por escritores, pintores, fotógrafos y cineastas.

Estructurada a partir de 50 microescenas, Constelaciones prueba a descomponer cada etapa de una historia de amor (ostensiblemente convencional) en distintas posibilidades simultáneas, planteando en línea secuencial -como el lenguaje mismo- eso que debería ser paralelo, eso que desde las premisas es una imposibilidad escénica. No hay, por lo tanto, recurrencia alguna a la tecnología, tan usada y abusada en puestas de las últimas décadas, para lograr efectos de extrañamiento, sino pacientes variaciones sutiles o sutilísimas, según el caso, de las mismas escenas. Si en el programa de mano y el tráiler del espectáculo, por obra del truco técnico -de montajes al borde del kitsch- se muestra la descomposición de los dos personajes en versiones heterogéneas de ellos mismos (algo que, en clave de thriller, probó James Ward Byrkit en su película Coherence, de 2013), en la sala acogedora de Telón Rojo el multiverso es sólo referido, y sus infinitas posibilidades, más o menos alegres o trágicas, son sondeadas con precisión por los dos actores mediante la palabra y el gesto. Nada más. El ejercicio al que prestan sus cuerpos es la construcción rápida de una situación, para desmontarla igual de rápido y recrearla con otro(s) sentido(s), ayudados con las técnicas propias del teatro tradicional: marcas fuertes de la iluminación (a cargo de Eduardo Guerrero) y la ambientación sonora (de Alfredo Leirós). El tour de force performático de Armand Ugón y Scottini se traslada, entero, al espectador: le exige una adaptación vertiginosa de la mirada, un ejercicio de constante tabula rasa y reacomodo. Quizá el vértigo provocado por la celeridad con que se alternan los episodios y sus diversificaciones es lo que agrega más interés a este enésimo empleo de la poética de la potencialidad: no sólo hay que lidiar con cuantiosas declinaciones del mismo tema, sino que hay que hacerlo apresuradamente. Como todo, hoy.