El panorama de la investigación científica en Uruguay a comienzos de la democracia era desolador. La suma de persecución política individualizada, represión institucional y descuido absoluto de las infraestructuras de trabajo eliminó la actividad científica en varias orientaciones disciplinares. La ciencia que se cultivó, tenaz y dificultosamente, en el país en dictadura, se ubicó en más de un sentido en el margen, sea por las condiciones de trabajo en las ciencias experimentales, sea por las temáticas abordadas en las ciencias sociales.

Con la democracia vino la fuerte voluntad de mucha gente por recuperar las ciencias para Uruguay. Un amplio proceso de desexilio académico, apoyado por instituciones nuevas como el Programa de Desarrollo de las Ciencias Básicas (Pedeciba) y por la vuelta de la autonomía universitaria, trajo la recuperación de parte del pasado, pero también situaciones nuevas. Se expandió notablemente la formación de posgrado, se crearon facultades para la enseñanza y la investigación en ciencias hasta entonces alojadas en el seno de facultades profesionales, se incrementó lentamente hasta mediados de la primera década del siglo XXI los recursos destinados a investigación, lo que se aceleró a partir de entonces. La oferta de capacidades de investigación creció a varias puntas: más investigadores, mejor formados, con mejores condiciones de trabajo, más productivos, distribuidos en más instituciones -Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias, Instituto Pasteur, Centro Uruguayo de Imagenología Molecular, un renovado Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable-, además del espacio mayor de la Universidad de la República. Este último, fuertemente disminuido por la dictadura, volvió a tener un papel preponderante: al menos las dos terceras partes de la ciencia nacional se producen hoy en la Universidad.

Aunque no sean suficientes, las capacidades para producir conocimiento son imprescindibles para avanzar hacia un desarrollo humano y sustentable que afiance la democracia. Por eso, es sin duda una excelente noticia, para el país y para la democracia, que hoy contemos con mayores capacidades de producción de conocimiento. No son tan buenas las noticias, sin embargo, desde la perspectiva de su aprovechamiento.

Uruguay tiene buenas capacidades de innovación. No sólo las tiene sino que éstas han demostrado contar con la creatividad necesaria para resolver problemas en las más diversas áreas cuando la importación de tecnología, por razones que van de la inadecuación técnica al precio inaccesible, no ofrece soluciones. Tuvimos telecomunicaciones de punta en los 70 con tecnología propia; se erradicó la aftosa en la década de 1990 con alta participación de vacunas de producción nacional que incorporaron innovaciones locales; el Hospital de Tacuarembó, ya en la primera década del nuevo siglo, incorporó un pasteurizador de leche humana considerado del más alto nivel por expertos internacionales, nuevamente a partir de diseño nacional, cuyo costo es menor a la cuarta parte de similares importados. Los ejemplos pueden multiplicarse, pero no dejan de ser eso, ejemplos. No hemos sido capaces de construir, a partir de la ciencia que tenemos -que presenta carencias, sin duda, pero está mejorando sostenidamente-, y de nuestra creatividad, una sociedad y una economía con sólida base en el conocimiento y en la innovación.

¿Por qué, como país, subutilizamos las capacidades científico- tecnológicas que tenemos? ¿Cómo podemos cambiar la tendencia? Éstas son preguntas clave para el desarrollo y, por tanto, para la democracia. Pero, aclaremos, no sólo para la democracia política. Hay concentración de poder en torno al conocimiento y, como reverso, pueden haber procesos de democratización del conocimiento. Y de esto último se trata, precisamente, si queremos desarrollo y democracia.

La democratización del conocimiento tiene en parte que ver con quién accede al conocimiento avanzado por medio del estudio. En esto hay luces y sombras. Se ha incrementado no sólo la matrícula de educación superior y sus egresos sino que más de 50% de esa matrícula en la Universidad corresponde a estudiantes que son los primeros en su familia en llegar a ese nivel. Se cuentan además por muchos miles los que por primera vez estudian en estructuras arraigadas en el interior del país. Por otro lado, el muy bajo egreso de educación media configura quizá el mayor problema que el país enfrenta, en sí mismo y por la fragmentación social que refleja y refuerza.

Hacia otra vertiente de esa democratización se avanzará cuando se usen intensivamente las capacidades nacionales de investigación e innovación para resolver los múltiples problemas que afectan a los sectores más desprotegidos de la población. Es aquí que puede darse el necesario cambio de tendencia, pues la acrecentada demanda de conocimiento impulsará una utilización cada vez mayor de las capacidades existentes, promoviendo su renovación.

Ojalá logremos construir, también en este sentido, una democracia más fuerte.