Empieza por el final: aquel show en Caracas (Venezuela) de mayo de 2010 que a la postre sería el último de su carrera. Con detalles para todos los gustos: desde los temas que solía tocar en las pruebas de sonido de la gira (“Cementerio Club”, de Pescado Rabioso, o alguno de Vox Dei), pasando por los desgarradores efectos que sintió luego de sufrir el tristemente célebre accidente cerebrovascular (ACV), hasta qué le sirvieron para comer mientras estaba internado. Los detalles sobre sus últimas horas de plena conciencia son demasiados, y algunos resultan directamente morbosos.

Sin embargo, pese al comienzo facilongo y trillado, Cerati, la biografía, de Juan Morris (periodista de la edición argentina de la revista Rolling Stone) es un libro bastante exhaustivo sobre la vida y obra de Gustavo Cerati (por si todavía quedan despistados: cantante, guitarrista y líder del grupo de rock argentino Soda Stereo, luego solista).

Después del primer capítulo, el resto de la biografía aborda la vida del músico desde el comienzo. La información más interesante es la menos conocida: por ejemplo, la historia de su abuelo, un italiano que llegó a Buenos Aires en la década del 20; o cómo el pequeño Gustavo se quedaba frente a la televisión de su casa mirando a Johnny Tedesco, de El Club del Clan, una de las primeras estrellas de la música argentina para el mercado joven previa al rock; o su gusto por las historietas. Para la descripción de los primeros años resultó indispensable el testimonio de Lillian Clarke, madre de Cerati, a quien el autor le agradece en primer término por las tardes en que lo recibió en su casa para contarle la historia de su familia.

El libro pinta de lleno la personalidad detallista y perfeccionista del líder de Soda Stereo como músico: cuando aún era adolescente y empezó a formarse como guitarrista, bajaba la velocidad de los casetes en el momento en que sonaban los solos de Ritchie Blackmore, de Deep Purple, para aprenderlos nota por nota y así mejorar su habilidad con el instrumento; en su última gira, apenas terminados los conciertos, buscaba videos en Youtube grabados por el público para inspeccionar cómo había sonado todo.

Resulta muy eficaz la forma en que Morris narra el devenir de la carrera solista de Cerati: cómo fue adentrándose cada vez más en el mundo de la música electrónica, dejando la guitarra de lado y encerrándose en el estudio de su casa para componer a partir de samples y de atmósferas creadas con programas de computadora, en su etapa menos rockera. Por otra parte, resulta llamativo enterarse de que casi siempre dejaba las letras de las canciones para el final y que a veces le resultaba estresante esa parte del trabajo compositivo; a tal punto que, en una oportunidad y ya como solista, llegó a escribir frases en papelitos que dejaba tirados por las habitaciones de su casa y que después juntaba en forma aleatoria para construir las letras. Es decir, un cadáver exquisito.

Por supuesto, el autor también ahonda en la información más personal e íntima acerca del artista, que es la que le suele dar color a toda biografía (y que, por desgracia, a veces es la más atractiva para gran parte del público). Esa información también muestra a Cerati como un detallista y perfeccionista: por ejemplo, cuando leemos sobre sus obsesiones con el cabello (todos los días usaba un compuesto distinto para evitar su caída) y con su “olor a pata” (sic), que lo llevaba a cambiarse las medias y echarse talco en los pies varias veces por día.

Quizá, por momentos, esos detalles íntimos van dejando de aportar un toque de color para volverse un plomo en aburrido tono sepia. Esto sucede, sobre todo, con el raconto de sus idas y vueltas amorosas. En resumen: Cerati estuvo con muchas mujeres -difícilmente alguien recuerde todos los nombres al terminar el libro-, siempre más jóvenes que él; o sea, rock.

Cuando Morris detalla la relación entre Soda Stereo y los demás músicos que surgieron en la fecunda movida del rock argentino de los 80, resulta curioso que mencione la pica con Luca Prodan (el líder de Sumo, agitador profesional, decía que Cerati era “un chetito, con toda la guita de papi”) pero apenas dedique unas líneas a la supuesta rivalidad con Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota (que tuvo su auge en los años 90, cuando ambas bandas llenaban estadios, y se expresó entre los fans de una y otra), ya sea para derribar el mito o para ratificarlo.

De cualquier manera, Cerati es un libro entretenido, bastante ágil y que probablemente se dejará leer rápido incluso por quienes no sean grandes entusiastas de la obra de Soda Stereo ni del biografiado (para ellos también puede resultar un buen lugar por donde arrancar), ya que engancha gracias al recurso de desplegar la información de a poco, de forma casi enigmática.

Cuando termina, la biografía vuelve al principio -es decir, al final-, transformándose en una historia capicúa. Así las cosas, al leer otra vez sobre los últimos momentos de un muchacho que, impulsado por el sonido de la new wave (sobre todo, de The Police), se juntó con dos músicos que estaban en su misma sintonía (Zeta Bosio y Charly Alberti) y formó la banda de rock más exitosa de América Latina, se vuelve a tener una sensación muy amarga y triste. Nada más queda, excepto la música.