Las preguntas más naíf pueden resultar las más profundas, o viceversa: las más serias y sacras quizá redunden en la aridez de este desierto inmenso.

No importa. Igual hay que animarse a hacerlas, a hacérselas. Todo viene a cuento porque hace días que me persigue una que leí en una página de Facebook. El lugar en cuestión se llama “Filosofía hoy”: a partir de una cita o sugerencia de un libro o un pensador, de una película, de un cuadro, la página provoca con una pregunta directa y al hueso, como si la filosofía también tuviera la capacidad de recoger respuestas rápidas, contundentes.

La última incitación que leí, que partía de un libro sobre la infancia, me colocó en un segundo en esa etapa de la vida, como si sintiera el agua fresca del aljibe de la casa de mi bisabuela: ¿podrías ubicar en tu niñez el recuerdo o la sensación -parafraseo y extiendo la pregunta- de la primera experiencia que llamarías filosófica?

Menuda pregunta, dice uno, y todas las personas que consulté, con un gesto que ronda la imposibilidad, el pienso magnánimo, la revisión de una vida. Pero nada de eso: la pregunta es tan directa (o tan perfecta) que de inmediato encuentra su continente incrustado en el alma (o el cuerpo) de los interpelados.

Decir lo que es la primera experiencia filosófica ya es un asunto, y más cuando aquí, en este registro, se entreveran y confunden, ex professo, la literatura y la filosofía.

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Dice Gilles Deleuze que la filosofía crea conceptos (modos de pensar) y la literatura perceptos, un neologismo que habla de formas de percibir (la vida, la realidad, el estar en el mundo).

Decir la primera experiencia filosófica, entonces, puede resultar todo un asunto conceptual o de percepción, y ni hablemos de las circunstancias culturales y sociales que rodean y moldean a ese niño. Pero hay algo más allá de todo eso que al segundo, después de la sorpresa o la estupefacción por la pregunta, viene solo, se presenta con fuerza huracanada, toma al sujeto o lo ocupa, se vuelve clarividencia, inauguración de sí mismo, lo sitúa justo en ese momento que lo excedió, le dio una certeza o lo puso en el abismo. Y qué delirio o qué belleza que un niño de cuatro, seis o 12 años se pregunte o se inquiete sobre esos grandes temas, porque pareciera que siempre son tópicos universales (sostengo una hipótesis o una teoría: esa primera pregunta luego marcará el resto de nuestras vidas, así estemos hasta la vejez o la muerte en permanente disputa o incordio con la respuesta primigenia, porque es nuestra primera duda o aseveración vital).

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Entonces, ¿cuál es la tuya? En eso anduve varios días: en una fiesta de cumpleaños, con una libretita en la mano mientras bailaba y tiraba la pregunta al paso y compartía el vaso de caipiriña; entre amigos; entre esos talleristas que coordino y que están dispuestos a contestarlo todo porque todo lo quieren escribir; a mí mismo, claro, porque no se puede andar jugando con la entrega de los demás sin decirse primero.

Digámoslo ya: la pregunta sobre Dios (con mayúscula) ocupa un podio difícil de alcanzar. Pero no se preocupen los ateos o aquellos que sostienen que somos hijos directos de todo un sistema cultural. Es una pregunta de un niño de seis años más amplia y menos ortodoxa; es la pregunta sobre la distancia entre uno y las cosas, sobre aquello que no podemos explicar; es la pregunta -más allá de la semillita o la reproducción bien explicada- sobre el más allá de los hombres, el panteísmo puro o su reverso lógico de niña lúcida criada bajo una colcha católica: “Está bien, pero si Dios creó a los hombres, ¿quién creó a Dios?”. La inteligencia (y la perturbación también) de una niña de siete años.

Aunque parece que para la mayoría Dios no era el barbado sino algo más inaprehensible, la fuga, la fisura. Algunos dicen que Friedrich Nietzsche no festejaba la muerte de Dios, sino que la estaba llorando.

La muerte. Esa pregunta, esa realidad, esa certeza. Alguien me dijo que quería, a los seis años, ver el cadáver de su abuela sólo por curiosidad, para entender qué era eso de que alguien había muerto.

Yo besé la frente que de pronto se convirtió en goma gélida de mi bisabuela en su ataúd, a los cuatro años, y entendí que cuando uno muere, muere, no queda nada, un cuerpo frío y los recuerdos: esa anciana desatándose el moño cada noche en la cama y peinando su pelo blanco que le caía hasta la cintura. Salgo un minuto de los cuatro años: era una imagen perfecta, cerrada en sí misma; el momento, pienso ahora, en el que yo no hablaba, vaciado de lenguaje ante el amor más puro.

Y asumí la soledad o más bien comprendí que el mundo me excedía cuando, más allá del horizonte que tenía frente a mí, puro campo, ésa era mi realidad, aunque ficticia: más allá había ciudades, millones de personas, continentes, todo un mundo que jamás sería mío si yo, algún día, no movía mi cuerpo de esos puntos cardinales.

Son tantas las experiencias filosóficas de la niñez como personas podamos conocer: la niña de 12 años que conversaba cada día con un bichicome y ahora, a los 40, convive con la sensación de que él le enseñó, no sabe cómo, a no juzgar a nadie. Y otra niña: la que se miraba frente al espejo inducida por la pregunta de un profesor: “¿Qué ves?”. Y ella veía, más que su rostro -dice ahora-, “una duda de ojos gigantes”.

El hombre que es poeta y a los 11 años exactos, en un pueblo del interior, esperaba la llegada de sus hermanos mayores que venían de la capital; le dolían sus ausencias, esa espera interminable de los ómnibus de Cita que finalmente le devolvían a sus hermanos. Quería detenerme en la experiencia pura, no razonada, sin filtro de cultura, pero este poeta dice algo tan bello, ya de adulto, que me es imposible no anotarlo: “Junto con Dios y la fe inexplicable, la falta es la experiencia filosófica definitiva”.

Y para otros no, como la cineasta que nos cuenta algo tremendo: apretar un pollito bebé hasta matarlo, y descubrir así que en sus manos estaba la posibilidad de estrangular a otro ser vivo. Y ese niño que vio una maestra sueca en paseos de invierno y nieve:

-¿Por qué llorás, Felipe?

-Es que el viento me hace llorar.

-Sí, el viento y el frío a veces nos sacan lágrimas.

-No, que el viento me hace llorar.

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Muchas personas dicen que esa primera experiencia está atada al primer recuerdo. Para otras no. El recuerdo trajo un trauma o instaló una alegría o un refugio, pero no significó una situación reveladora, una epifanía o una certeza prematuras, una duda más grande que los cielos y los océanos de niños, esas cartografías inasibles. Lo cierto es, o parece serlo, que ante una pregunta tan enorme y tras la máscara del adulto, el famoso niño interno casi que no duda, al contrario de la filosofía (qué raro), de esa instancia que inauguró buena parte de su vida.

¿Podrías decir cuál es la tuya? Sí, podrías.