12 horas. 12 horas de espera para comprar una entrada para el primer y único recital de The Rolling Stones en Uruguay. Mientras lo escribo, no lo creo: ¿cómo aguanté 12 horas? ¿A quién se le ocurre? Justo a mí, que soy ansioso y no puedo esperar. Pero no por una actitud adolescente de que quiero todo ya, sino porque sufro la dilación cuando no sé hasta cuándo voy a ser esclavo del tiempo. Me asfixia la incertidumbre. Por eso, de grande entendí la frase con la que Ricardo Espalter remataba aquel sketch de Decalegrón en el que vivía todo tipo de vicisitudes en la cola de un banco: “A mí lo que me mata es la burocracia”. Pero realizar un trámite burocrático es como estar en un spa comparado con lo que viví el sábado: desde la medianoche hasta el mediodía, sentado en las frías y grises baldosas de la vereda o sobre el murito de la estación de servicio ubicada en la calle Francisco Solano García, al costado de la cárcel devenida Templo del Consumo.

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El viernes, un día antes de la preventa para el recital, salí a dar mi habitual vuelta en bicicleta por la rambla. Pero en la zona de Punta Carretas algo me detuvo: por acá voy a estar mañana -pensé-, esperando para conseguir ese papelito que me permita ver a mi banda preferida diez años después de que lo hice por primera vez en Buenos Aires. Entonces, me desvié de la ruta, inspeccioné el terreno e imaginé para dónde iba a ir la fila y demás nimiedades -no había ningún dispositivo preparado, ni una valla, nada-. El resto del día me dediqué a planear el Día D, que culminaría el sábado a las diez de la mañana. Imaginé que llegando entre las 5.00 y las 6.00 podría conseguir mi entrada sin ningún problema. Qué iluso. Pasadas las 23.00, un amigo me mandó un mensaje tan corto como letal: “Ya hay tremenda cola. Hay unos cuantos con sillas, reposeras, etcétera”. Por un segundo tuve una epifanía pesimista: “Me quedo sin entrada”.

Pero no pensé más y me dejé llevar por mi pulsión stonemaníaca. Agarré una mochila, le metí un par de víveres, una frazada y partí raudo hacia Punta Carretas.

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Es increíble que en pleno 2015 uno esté obligado a desplazar sus átomos para comprar un pedazo de papel y que en Montevideo te lo vendan en un único lugar. Cuando llegué al shopping, había una cola de casi una cuadra. La mayoría tenía reposeras y sillas, los demás estaban sentados en el piso. “Ésta va a ser la noche-madrugada-mañana más larga de mi vida” fue lo primero que me vino a la mente. En seguida entablé relación con mis vecinos de fila: uno tenía una reposera, un almohadón, una manta y una heladerita que le servía para apoyar las piernas; otros elaboraban planes de relevos, como si fueran militares yanquis cuidando el perímetro del Área 51. Una muchacha se turnaba con su novio para dormir en el auto que estacionaron enfrente. Lo que importaba era el lugar.

Muchos de los que estábamos en la fila teníamos algo en común, más allá de nuestra evidente enfermedad por los Stones -que ya se sabía de antemano-: pensábamos llegar de madrugada, teníamos un plan y lo abortamos abruptamente. Varios se acercaron de noche para ver cómo estaba el panorama y ya se quedaron. Se empezó a correr la bola, como una leyenda, de que el primero de la fila estaba desde las siete y media de la tarde. Ése tuvo la culpa de todo: fue el que inició la reacción en cadena.

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Enseguida se formaron las tertulias sobre el recital. Uno dijo que le gustaría que tocaran “Let It Loose”, una oscura balada de ribetes góspel y soul de Exile on Main St (1972) que nunca interpretaron en vivo, y que es muy probable que ya no lo hagan. Yo no soy de pedir imposibles, me conformo con “Rocks Off”. De cualquier manera, el recital promete ser un compendio de hits, ya que es la primera vez que The Rolling Stones vienen a Sudamérica sin un nuevo disco de estudio bajo el brazo. Por supuesto, también se habló de la salud de sus majestades, como si fueran nuestros tíos: todos tienen más de 70, menos Ron Wood; Charlie Watts sufrió cáncer de garganta hace más de diez años, pero se curó; Keith Richards es inmortal y Mick Jagger está mejor que nosotros.

No tardaron en aparecer los curiosos que preguntaban para qué era la larga cola. Probablemente no vieron que el exterior del local de venta estaba empapelado con el mítico logo diseñado por John Pasche, basado en Kali, la diosa hindú de la destrucción, que suele representarse con la lengua para afuera. Los que eran ajenos a la movida y bastante tímidos como para preguntar miraban extrañados. Una gurisa pasó caminando y nos filmaba con su celular cual niña que les saca fotos a los monos en el zoológico. “Sí, son parecidos a mí, pero irracionales”, debió de pensar la chiquilina. Un auto pasó rápido, y desde adentro espetaron: “¡Aguante el Gucci!”. Siempre hay un niño travieso al que le gusta provocar a los monos.

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Con el amanecer aumentó la procesión a la Meca. A las personas que bajaban por Solano García, sillita en mano, se les iba desfigurando el rostro cuando veían que la cola doblaba la esquina. Gracias al frío, algunos, que un par de horas antes no se conocían, compartían la misma manta mientras uno racionaba el chocolate repartiendo pedacitos a los demás, en una escena digna de ¡Viven! Pero no había por qué ser tan extremista, ya que la estación de servicio abre las 24 horas. “¿No vas a hacer bizcochos?”, le dijo un señor al que atendía el autoservicio -con tono de “¡te estás perdiendo flor de negocio!”-, mientras esperaba que la máquina de café largara ese vasito con el líquido mágico que nos mantenía despiertos y calientes. “No me da el tiempo”, contestó. Paradójicamente, a todos los demás nos sobraba.

“¡Sordo González!”: así me llamaba un vecino de la fila. Me gané ese mote porque para matar la ansiedad salía a caminar y contaba la gente que estaba adelante, calculaba cuántas entradas se podían vender y si llegaríamos a tiempo. 110 personas. Estábamos sobrados. Ya de mañana, con el sol bronceándome la cara, caminé para el sentido contrario, hacia la rambla, ya no para contar personas, sino cuadras.

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Sólo había un par de vallas para ordenar la fila -a pocos metros de la entrada del local-, así que, a partir de las 10.00, cuando empezó la venta, alguno que otro se coló. El ambiente se volvió tenso. “Ése no estaba ahí, yo estoy desde las 12 de la noche”, gritaba una muchacha a los poquitos encargados de acomodar la fila. La cosa se complicó cuando una mujer intercambió tortazos con una joven y su madre. “¿Cómo se van a pelear por una entrada?”, les dijo, indignada, una señora. Pero capaz que fue por dos.

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¿Tanto revuelo para ver a una banda de rock? A mí, por ejemplo, no me importa lo “histórico” del acontecimiento, ya que me parece un eufemismo de “algo que les contaré a mis nietos cuando ya esté gagá y sólo viva de anécdotas”. Mi viejo, ajeno al rock y filósofo de boliche, me mencionó -ya en la comodidad de mi casa- al francés Gustave Le Bon, quien en Psicología de las masas escribió: “En las muchedumbres lo que se acumula no es el talento, sino la estupidez”.

Pasadas las 12.00, la tomé con mis dos manos y la besé. La entrada se dejó. Después de todo, no es sólo rock & roll.