Durante 12 años, hasta que fue finalmente capturado en 2011, James Whitey Bulger estuvo en la lista de los diez hombres más buscados por el FBI. Había sido, durante buena parte de los años 80 y 90, quizá la personalidad central de la mafia irlandesa en Boston, responsable directo o indirecto de una veintena de asesinatos y de muchos otros delitos de diverso tipo.

Esta película se concentra en un aspecto interesante y escandaloso de su trayectoria, que fue su alianza con su amigo de infancia John Connolly, agente del FBI. En 1975 Connolly articuló un acuerdo entre Bulger y esa agencia estatal, por el cual el bandido pasaba información sobre otras bandas criminales a cambio de protección policial. En términos prácticos, ello implicó para Bulger la posibilidad de eliminar toda competencia sin siquiera pagar el esfuerzo de las guerras territoriales, y la de actuar con impunidad. La situación se extendió por casi 20 años, hasta que empezó a primar el punto de vista de que el FBI le estaba prestando un servicio a un criminal, se cerraron filas en contra de Bulger, y Connolly fue condenado como cómplice de éste.

Entre los seguidores de historias criminales Bulger es un nombre conocido, y el libro que relata su historia y en que se basa esta película vendió muy bien. Pero para la mayoría de la gente, a priori, ésta es esencialmente la película en la que Johnny Depp interpreta a un gángster pelado. Y no, no es todavía la ocasión -quizá no exista nunca- en que podamos volver a apreciar a ese gran actor simplemente actuando, sin taparse el rostro con un maquillaje pesadísimo. En este caso, el objetivo es el de emular el rostro de alguien real, pero el maquillaje desentona ligeramente con el del resto del reparto, con su tono grisáceo cadavérico y su textura algo reseca. Es un recurso sutil, a medio camino entre la posible torpeza (como en J Edgar) y el efecto expresionista que pretende enfatizar un costado monstruoso del personaje. Pero al menos la actuación de Depp va totalmente en serio, y es contundente, espeluznante. El reparto incluye un montón de actores buenísimos que hacen un muy buen trabajo (Joel Edgerton, Rory Cochrane, Benedict Cumberbatch, Kevin Bacon, Peter Sarsgaard).

El estilo es preciosista. El fotógrafo japonés Masanobu Takayanagi también colabora para un tratamiento visual muy llamativo. Las imágenes (tomadas en fílmico) tienen una latitud amplísima, que permite ver en muchísimos planos los rostros de personajes sumidos en la penumbra, pero aun así discernir detalles suficientes para reconocer sus expresiones. Los tonos son predominantemente cálidos y los colores, vivos, aunque, siguiendo la premisa de Steven Spielberg para Tiburón, los rojos están estrictamente reservados para los chorros de sangre. El armado de las escenas a veces es virtuoso y original. Un buen ejemplo es el último diálogo entre Whitey y su esposa: al inicio son primeros planos alternados, de él y de ella, contra fondos blancos, como si estuvieran en un espacio abstracto. De pronto hay un postergado plano más amplio, en el que descubrimos que están sentados en ambos extremos de una mesita. El último plano de la escena, más amplio aun, revela que están en la cantina del hospital, y recién entonces nos enteramos de que había otra gente presente.

Uno de los temas poéticamente más densos de la película es el estatus de la delación en la comunidad irlandesa, vinculado con siglos de cultura de resistencia contra el dominio inglés (véase el cuento de Borges “Tema del traidor y el héroe”). Los vínculos de Bulger con su “madre patria” son fuertes; entre otras actividades legalmente ilícitas, colaboró con el tráfico de armamento para el IRA. Ese subtexto específicamente irlandés no está subrayado, pero los datos están. Y se suman al factor (que sí se subraya) de la cultura antidelación inherente a todas las comunidades criminales, y a la especial inquietud de Bulger (subrayadísima), particularmente paranoico frente a la posibilidad de ser delatado por sus compañeros o personas cercanas, y que se pasa predicando y advirtiendo en contra de ese gravísimo e imperdonable pecado en el código de conducta gangsteril. Esto genera, entonces, una extraña contradicción con su condición de informante, que Whitey racionaliza como una manera de poner a la Policía a su servicio, de que haga por él (y con respaldo legal) la guerra contra las comunidades criminales competidoras.

Ni éste ni ninguno de los otros posibles ribetes de la anécdota están explorados en forma dramática. Lo que tenemos es una sucesión de escenas que nos tiran elementos con los que, luego, se hace muy poco más que ilustrar los componentes de la historia. Bulger es muy malo, violento, autoritario con sus secuaces, a veces psicopáticamente sádico, pero es también tierno, cariñoso y protector con los niños, con las ancianas del vecindario, con sus parientes. Sus ayudantes, a quienes desde el inicio vemos atestiguando en su contra (la historia transcurre en un flashback a partir del pretexto de esos testimonios), hablan de sus atrocidades, y vemos brotar, en esos rostros curtidos por violencias diversas, miradas graves y consternadas, como si finalmente estuvieran contemplando los extremos a los que puede llegar la maldad humana. Pero en ningún momento en la película palpamos vínculo alguno que dé peso o concreción a esas reflexiones. Las personas a quienes Bulger quiere no participan en su vida criminal. Quienes sí participan no parecen tener vínculo emotivo alguno con él. Nadie más que él parece tener una vida personal de la que lleguemos a enterarnos.

Ya vimos en El padrino, en Buenos muchachos y en Pulp Fiction -por nombrar tres hitos del cine de gángsters del último medio siglo- que la ternura cotidiana del criminal no quita la violencia ejercida en la parte “profesional” de su vida. Ya conocemos las tácticas, ya no nos sorprende específicamente que estén todos charlando alegremente con el traidor mientras lo llevan a algún lugar más o menos aislado, y que cuando lleguen ahí, en forma inadvertida le peguen un tiro en la nuca; y que luego, del modo más desapegado, se ocupen de ocultar el cadáver en la valija del auto. Y no es que no tenga sentido mostrar esas cosas, o que haya que inventar escenas de acción estrafalarias para que una película tenga interés. Me refiero, simplemente, a que mostrar esas acciones ya no constituye información impactante. Pacto criminal no aporta mucho más que un relato enciclopédico de hechos históricos. No hay ningún personaje que se defina lo suficiente como para ser memorable, nadie cuya muerte lamentemos personalmente, no hay ocasión para que empaticemos con las contradicciones en que se embreta Bulger, no hay suspenso con respecto a si determinado objetivo se va a alcanzar o no.

No es que nada de lo anterior sea estrictamente necesario para lograr una película interesante, aunque esos elementos sí estaban presentes en los hitos del cine estadounidense antedichos. Una película como la italiana Salvatore Giuliano (Francesco Rosi, 1961) no se servía de ninguno de tales artificios: narraba la historia desde una distancia casi documental, sin forzar emociones, y, sin embargo, impactaba con su forma desapegada, informaba, nos llenaba de elementos para reflexionar críticamente sobre cuestiones diversas vinculadas con el bandidismo. Aquí, sin embargo, no se vislumbran el daño social del crimen ni la manera en que la sociedad condiciona o propicia la postura criminal. En cambio están las mencionadas miradas “filosóficas” de los gángsters-testigos, y una música incidental solemne y tristísima (en la tradición de Platoon), ingredientes que dan a entender otro tipo de pretensiones que chocan contra un ostentoso vacío. Es como si fueran carteles con instrucciones del tipo “Lloren” “Conmuévanse”, “Piensen en la condición humana” o “Aprecien qué profunda es la película que están mirando”, pero sin un entorno que propicie la más mínima oportunidad de que un espectador pueda, efectivamente, aun con buena voluntad, seguir esas instrucciones.