La etiqueta thriller psicológico se queda medio corta. Más corto aun el tráiler, que insinúa una peliculita de ésas en las que una pareja estándar de clase media ve su vida perturbada por un tipo tenuemente freaky, cuya actitud amistosa no correspondida cruza el umbral de torpeza social para convertirse en acoso; es decir, una de esas historias en las que constatamos, como en Cabo de miedo (Robert De Niro, 1991) o Atracción fatal (Adrian Lyne, 1987), que basta una persona medio loca dispuesta a arruinarnos la vida para que efectivamente se nos arruine la vida. Ese tipo de película suele resultar la consagración del American way of life: ser un estadounidense de clase media que vive con su familia en un suburbio es la felicidad misma, hasta que viene un elemento perturbador de afuera y lo estropea todo, aunque, por lo general, luego de un embate violento, se recupera la normalidad. Además de presuponer y perpetuar la idea de que ese patrón de vida es modélico y deseable, estas películas juegan con el miedo a perderlo y la sensación de que ese estado nunca es suficientemente seguro, lo cual es parte del sustrato que termina inclinando una buena parte de la opinión pública a combatir, al costo que sea (económico, moral, de libertad), amenazas que puedan fisurar ese sistema.

Aquí es bien distinto. El actor y guionista Joel Edgerton, que debuta en la dirección con este film, nombra entre sus influencias a Caché (Michael Haneke, 2005). Esto es notorio. Aunque en El regalo no está el aspecto misterioso/sobrenatural de aquella obra maestra de Michael Haneke, sí está el planteo de que la amenaza externa termina poniendo en cuestión la propia realidad interna de la pareja “víctima”, de la sociedad en la que ella se basa y de la ética podrida que muchas veces subyace a la figura del winner. Al parecer, la película de Edgerton tiene similitudes aun más grandes (pero no reconocidas) con la checa Libánky (Jan Hrebejk, 2013, no exhibida en Uruguay).

En forma muy natural, fluida y consistente, El regalo va cambiando de foco y de perfil. El inicio se parece al tráiler, pero se desarrolla en forma mucho más elegante que lo que aquél prometía: la casa a la que se muda la pareja en Los Ángeles es de ésas que son puro ventanal, de modo que tiene terrible luz y terrible vista, pero también mucha exposición: en cuanto brota la paranoia uno se siente tremendamente vulnerable, expuesto. Por supuesto que la persona más amenazada es Robyn (la mujer): hay varias de esas escenas en las que se oyen ruidos, y ella, que está sola, sale a recorrer los pasillos; el foco es corto y no estamos seguros de lo que vemos a la distancia; la música es escalofriante y todo suele culminar en unos sustos que disparan taquicardia. Está en el cruce con el cine de terror.

Pero, de pronto, entran en juego cuestionamientos éticos, una serie de mentiras e hipocresías que señalan a la supuesta víctima como el verdadero victimario, y a la dificultad para ponerse en la piel del otro y aunque sea pedir perdón. Repetidas citas a Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) entablan incluso un tenue vínculo con un subtexto político (la dimensión íntima de la película se proyecta como posible alegoría del orden internacional, con recuerdos del Ejército estadounidense ametrallando a vietnamitas al sonido hitleriano de la “Cabalgata de las Valquirias”). Pero luego la cosa se da vuelta otra vez.

Uno de los aspectos más llamativos de la película es la dirección de arte: todo lo que vemos parece cuidadosamente producido por un estilista, todo es inmaculado: las ollas de la cocina brillan como si nunca se hubieran usado, no hay una sola suciedad ni nada fuera de lugar (ni en la casa de los Callum, ni en ningún otro ambiente de los que vemos, ni en la calle). Cuando Robyn hace gimnasia no parece transpirar, el perro está peinado como en una peluquería y cuando termina de comer lame su plato hasta dejarlo totalmente limpio. Uno puede ver eso como una deformación de director principiante que quiere hacer gala de estilista, como una afectación de espíritu “publicitario”. Pero esa prolijidad anormal, exagerada, tiene un componente expresivo, porque en su artificialidad pone de relieve el contraste entre la capa inmaculada de las apariencias y las mentiras y violencias que subyacen a ellas. Las pocas “desprolijidades” del visual, aunque son tenues, están ahí para acentuar aspectos de la corrupción de la situación: una botella de Gatorade que se derrama (y las huellas de Robyn luego de pisar el líquido), las filmaciones en video de baja definición, la estática en la pantalla. Es el caso también del box empañado de la ducha, que no sólo da origen a un plano memorable (Robyn se está bañando, mira hacia fuera del box y, para ver mejor, pasa una mano por el vidrio; la cámara, que está del lado de afuera, capta entonces su enigmática y tensa expresión). Que sea memorable es una virtud en sí misma, pero además aporta al efecto que ocurrirá mucho más adelante en el metraje: desde el punto de vista opuesto, se repite el gesto, pero ahora vemos hacia el otro lado, un tenue movimiento desenfocado fuera de la ducha, con reminiscencias de Psicosis. El fotógrafo catalán Eduard Grau aporta mucho a la belleza y expresividad plástica, y al estilo visual difuso, con preponderancia de colores fríos. Hay preciosos claroscuros, así como algunas imágenes tomadas en extrema oscuridad y, sin embargo, perfectamente discernibles.

La narrativa juega en forma muy hábil con una serie de temas y resignificaciones: los elogios algo exagerados de Gordo a Simon, dichos con su expresión facial vaga, suenan como la idolatría enfermiza del fracasado por el macho alfa del grupo, pero luego las podemos reinterpretar como ironía y finalmente como provocación. El espíritu de macho alfa de Simon se manifiesta, obviamente, en posesividad sexual, y éste va a ser uno de los flancos que se verán fragilizados. Simon (rara y espléndida oportunidad de apreciar a un Jason Bateman sin ningún rasgo de comedia) es un personaje complejo, que por un lado es insensible y cínico, pero por otro realmente está preocupado por la seguridad y el bienestar de los suyos, al punto de que en cierta forma incluso podemos apiadarnos de él al mismo tiempo que lo condenamos. Y Robyn mezcla refinamiento inalcanzable y fragilidad, dejando siempre un tenue margen de duda acerca de si el pudor ético que ella manifiesta con respecto a Gordo es tan sólo piedad por un desgraciado o si contiene un algo de atracción por esa figura expuesta y, en su retorcida manera, más sincera que su marido supuestamente ideal.