El triunfo de Mauricio Macri en Argentina dio pie a una serie de debates en el seno de los proyectos progresistas de América Latina. En este contexto, uno de los planteos más reiterados dice que los gobiernos nacionales y populares están llamados a profundizarse o a perder las elecciones. Por varios motivos, esta visión es discutible.

Si nos atenemos al caso argentino, la distancia que Macri obtuvo frente a Daniel Scioli fue tan escasa que no permite hacer valoraciones tajantes. Que luego de tres períodos de gobierno el kirchnerismo haya perdido arañando 50% de los votos no es ni por asomo señal de que el modelo esté agotado. Pero si no se agotó, ¿por qué perdió?

Seguramente hayan incidido un montón de otros factores que no necesariamente tienen que poner en discusión las ideas nodales de la era K.

Comunicando de un modo más inteligente es probable que al oficialismo le hubiese ido mejor. ¿Cuántos votos pudo haber restado la manía por las cadenas nacionales? ¿Y cuántos se sintieron ahogados por la asfixiante pauta oficial o el culto al líder? ¿Qué cantidad de adhesiones restaron personajes políticos marginales pero caracterizados por su capacidad para lanzar toda clase de exabruptos?

Ya en el plano más político, ¿no parece un error haber excluido a Florencio Randazzo de las elecciones primarias del 9 de agosto, las PASO? Puede sospecharse que con un candidato menos asociado a la pata conservadora del peronismo se hubiesen obtenido más votos provenientes de la izquierda y el progresismo, muy útiles en una segunda vuelta. Ahora, en tal caso, ¿se hubiese retenido a los centristas y simpatizantes del peronismo duro?

En definitiva, en cada proceso electoral juegan un montón de factores que se entrecruzan de forma compleja e irrepetible. La gente vota mucho más que modelos: elige caras, historias personales, promesas puntuales, estilos, tradiciones, rupturas, etcétera.

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El simplismo de creer que el progresismo se profundiza o desaparece parte de una premisa errada, según la cual la mayor parte de la sociedad demanda cambios radicales. Y esto es, a todas luces, analizar la realidad desde un deseo, más que desde la realidad misma. Porque si el pueblo argentino demandaba la profundización del modelo, nunca podría haberlo hecho votando a Macri y sus políticas restauradoras.

Además, esa simplificación implica un fatalismo electoral que desconoce el verdadero desafío de los proyectos transformadores en democracia.

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La rotación de partidos es, en un sistema democrático, algo inevitable. Por tanto, reducir el éxito de una propuesta política a la eterna permanencia en el ejercicio del gobierno es partir siempre desde la derrota.

Abandonar el electoralismo como única variable de éxito resulta a esta altura algo imperioso.

Más útil, por el contrario, sería tener en cuenta cuál es el verdadero arraigo institucional y cultural de los cambios propiciados desde la dirección del Estado.

Así, un proceso político será más exitoso cuanto más le cueste a sus sucesores desmontar lo conquistado. Porque, en cierto sentido, gobernar en democracia es hacerlo para cuando no se gobierna; es construir poder para cuando no se está en el poder.

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Por ello, los proyectos populares latinoamericanos no merecen reducirse a su suerte en las urnas. Si el kirchnerismo abandona el gobierno pero la juventud no deja de levantar banderas nobles y la memoria y la verdad continúan siendo parte de la identidad colectiva, volviendo altísimo el costo de aplicar políticas de corte neoliberal; si Rafael Correa o Evo Morales se ven derrotados pero las sociedades de Ecuador y Bolivia no están dispuestas a volver a la pasividad y el ultraje; si el chavismo deja el poder pero las grandes mayorías venezolanas nunca más vuelven a ser invisibles; si todo ello ocurre, ¿se habrá perdido?