Dos años, ocho meses y veintiocho noches significa no sólo el regreso de Salman Rushdie a la ficción narrativa, sino también la comprobación de que sus facultades están intactas. Este año, cuando se cumplen 40 de su debut literario, volvió a las librerías con su primera novela desde La encantadora de Florencia (de 2008), y esta doble celebración invita a una relectura de su obra en conjunto.

Más nombrado que leído, Rushdie es uno de los escritores más importantes de la literatura actual. En 1989, en un hecho que se volvería conocidísimo, el ayatolá Jomeini, en ese momento supremo líder de Irán, emitió una fatwa (pronunciamiento de un especialista en la ley islámica) afirmando que merecía ser asesinado porque su novela Los versos satánicos era una blasfemia contra “el Islam, el profeta del Islam y el Corán”, y luego ofreció tres millones de dólares a quien lo matara (recompensa duplicada en 1997). Por ese motivo, y después de haber abandonado a los 14 años su Bombay natal (cuando fue enviado a estudiar a Reino Unido), Rushdie debió pasar nueve años (hasta que el gobierno iraní se comprometió con el británico a no procurar su muerte) huyendo, cambiando de domicilio periódicamente y viviendo en varios países europeos y americanos (de uno de esos viajes, a Nicaragua, nació uno de sus libros de no ficción más interesantes, La sonrisa del jaguar). El pasaje de nueva promesa literaria a prófugo dejó una profunda huella en su obra, sin alterar su núcleo temático ni su inmensa calidad.

La búsqueda de un tema

“Go, go, go, said the bird: human kind / Cannot bear very much reality”. Esos versos de TS Eliot (que traducidos por José Emilio Pacheco suenan “Váyanse, váyanse, dijo el pájaro: el género humano / No puede soportar tanta realidad”) abren, en forma de epígrafe, su primera novela, Grimus (cuya primera edición es de 1975 y, que yo sepa, jamás fue traducida al español) y contienen, de forma seminal, toda una noción del mundo y de la literatura. Ahí están condensadas las principales ideas que Rushdie expondrá y profundizará en sus obras posteriores: para empezar, la concepción de que la realidad es a la vez inabarcable y fragmentaria, de modo que la verdad es, en última instancia, provisional (aunque su existencia no se niegue). En Grimus está ya la idea del doble, que será fundamental en novelas como Hijos de la medianoche (que ganó en 1981 el prestigioso premio Booker, y el Booker of Bookers en 1993 y 2008) y la mencionada Los versos satánicos (de 1988, a la que debe su infeliz celebridad); la preocupación por la religión y la política de, sobre todo, el subcontinente indio; la creación de mundos imaginarios a medio camino entre la tradición y la fantasía; la utilización de elementos maravillosos para narrar hechos históricos y el juego con los géneros literarios; el problema de la identidad como eje, concretizado mediante la traducción de textos y del cambio de nombres (signado, tal vez, por el de su propio padre, que se llamó Rushdie en honor a Averroes, latinización de Ibn Rashd) y, finalmente, la intertextualidad como práctica literaria de apropiación, todos elementos sobre los que volverá continuamente y que serán la base de su producción.

Cinco y una aproximaciones a Rushdie

Harún y el mar de las historias. De 1990, es su primera publicación pos fatwa. Escrito para su hijo Zafar, es a la vez libro para niños y poderoso alegato contra la censura.

Patrias imaginarias. Antología de ensayos y críticas editada en 1992, que abarca un período de diez años de actividad e incluye el brillante ensayo que da título a la colección.

Oriente, Occidente. Su única recopilación de cuentos, de 1994, donde se encuentran los memorables “Yorick” y “El pelo del profeta”.

Shalimar el payaso. Centrada en la transformación de un joven cachemiro en terrorista, esta novela de 2005 es a la vez una de las mejores y de las más accesibles.

Joseph Anton. Sus memorias de la fatwa, contadas en tercera persona y publicadas en 2012. El nombre refiere a su seudónimo, formado a partir de los nombres de dos de sus escritores preferidos: Joseph Conrad y Antón Chéjov.

Bonus: El mago de Oz. Apasionado ensayo sobre la clásica película de Victor Fleming, una de sus más importantes influencias.

No obstante, es a partir de Vergüenza (su tercera novela, de 1983) que sus temas dejan de ser, en sus palabras, “la India o Pakistán o la política o el realismo mágico” y se convierten en algo más grande, más ambicioso: “el gran asunto de cómo se conectaba el mundo, no sólo cómo se filtraban Oriente en Occidente y Occidente en Oriente, sino también cómo el pasado configuraba el presente, a la par que el presente incidía en nuestra comprensión del pasado, y cómo el mundo imaginado, el lugar de los sueños, el arte, la invención y, sí, las creencias, traspasaba la frontera que lo separaba del espacio cotidiano, ‘real’, en el que los seres humanos erróneamente creían vivir”. En este sentido su cuarta novela, Los versos satánicos, es el brillante comienzo de un proyecto que dejaría libros como El último suspiro del moro, de 1995, Furia, de 2001, y este Dos años…, su apoteosis.

Las hadas como necesidad

Hace poco más de un año Alma Bolón proclamaba -desde su reseña sobre Encantado, de Amir Hamed- la necesidad de las hadas en tiempos signados por la consolidación del neoliberalismo y la consiguiente hegemonía del utilitarismo. El hecho de escribir sobre hadas fuera del modelo de domesticación a lo Disney, señalaba Bolón siguiendo a Hamed, es en sí mismo un acto subversivo, al proponer la existencia de otros (y a veces mejores) mundos posibles, repletos de sucesos racionalmente inexplicables y de elementos que atentan contra la moral burguesa (es proverbial la desaforada sexualidad de las criaturas feéricas, a la que Rushdie hace continua mención). Del mismo modo, durante el siglo XIX, mientras el poder de la filosofía positivista y la idea del progreso se fortalecían, por toda Europa las artes se consagraron a revivir antiguos personajes mágicos del acervo tradicional. Así, el mundo volvió a poblarse de vampiros (Carmilla, de Sheridan Le Fanu, es de 1872; y Drácula, de Bram Stoker, de 1897), duendes (el poema “Goblin Market”, escrito en 1859 por Christina Rossetti, es uno de tantos ejemplos) y fantasmas (“El fantasma de Canterville”, publicado por Oscar Wilde en 1887, da cuenta con melancólico humor del choque entre el mundo mítico y la mente cientificista de aquella modernidad). No es extraño, en ese sentido, que la fascinación por Oriente se acusara.

La visión del mundo exótico más allá de los Urales estaba, en gran parte, delineada para los europeos por la tradición libresca; en primer lugar, por las crónicas de viajes de Marco Polo y (desde que Antoine Galland las tradujera al francés a principios del siglo XVIII, agregando algunos textos de su cosecha) por Las mil y una noches. Un siglo después, las traducciones se multiplicaron: la primera al inglés fue la de Edward Lane en 1840, a la que seguirían las de John Payne, de 1882, y en 1885 la más popular de Richard Burton. Es así posible que la obra fuera una influencia confesada para Balzac y Marcel Proust, y que, por ejemplo, Poe escribiera “El cuento 1002 de Sherezade” y Robert Louis Stevenson sus Nuevas noches árabes. De este modo, con la mediación de sus traductores (sobre todo de la versión al inglés realizada por Edward Powys Mathers, a partir de la traducción al francés de JC Mardrus, y la de Burton, pero también la del iraquí Husain Haddawy), le llegó a Rushdie una de sus fuentes más constantes y ricas: 1.001 son los “hijos de la medianoche”, Harún y Rashid son los personajes de Harún y el mar de las historias, en referencia al califa Harún al Rashid, y, sin ir más lejos, dos años, ocho meses y veintiocho noches suman mil y una.

Dos años… abre con el Capricho 43 de Goya (el muy citado que reza “El sueño de la razón produce monstruos”), con el que dialoga en todo momento, en un juego intertextual que mezcla con maestría elementos folclóricos, de ciencia ficción, mitológicos y de la cultura popular, desde Donald Trump a Harry Potter. Narrada en una prosa deslumbrante (cuyo brillo se pierde en la pobrísima traducción) por un yo grupal mil años después de los hechos contados, es una crónica de la historia de la Tierra durante las 1.001 noches que duró la Era de la Extrañeza: un período en el que los límites del mundo se abrieron y de Peristán, mítico país de los yinn, salieron los ejércitos de ifrits (genios a menudo malvados) a conquistar el mundo de los humanos, suspendiendo varias leyes de la naturaleza y sembrando el terror y la destrucción.

Al igual que los libros de cuentos medievales, la novela comienza con un relato marco. En el inicio están un filósofo, Ibn Rushd y la yinn (genia) Dunia, la Princesa Centella, Reina de las Hadas (The Faerie Queene en el original, en referencia al poema épico de Edmund Spenser). La historia, auténtico juego de cajas chinas, tiene entonces dos ejes estrechamente vinculados: por un lado, el devenir de la Duniazada, los descendientes mestizos de la pareja mítica, que se caracterizan (como este reseñista) por no tener lóbulos en las orejas, y lo que se da en llamar la Guerra de los Mundos; y, por otro, el enfrentamiento intelectual de ultratumba entre el dúo antagónico conformado por el librepensador (si cabe el anacronismo) Ibn Rushd, aristotélico, y Al Ghazali, islamista ortodoxo y autor de La incoherencia de los filósofos, similar al narrado por Borges en “Los teólogos” o por Joseph Conrad en “El duelo”. Ambas batallas, se entiende pronto, son una, y Dos años… se puede leer también como una utopía, al igual que las novelas de tesis que iluminaron el Siglo de las Luces, como el Ráselas, de Johnson, o el Cándido, de Voltaire, al que tanto debe Rushdie (piénsese, en este libro, en el jardinero Gerónimo o en la disputa entre optimismo y pesimismo, encarnada por Ella Elfenbein y la Dama Filósofa, señora de La Incoerenza).

Sin embargo, como ha afirmado sagazmente Margaret Atwood, toda utopía esconde su contrario. Así, el mundo perfecto que imagina Rushdie, sin guerras ni religión, es también un mundo carente de sueños, como si la paz no fuera posible sin la pérdida de la imaginación y, por lo tanto, del arte. En esa “falsa oposición”, como advertía Ursula K Le Guin en su temprana reseña de esta novela, se encuentra tal vez el principal inconveniente (moral y no estrictamente literario) de esta obra genial que reclama ser leída, pensada y criticada, y que se vuelve imprescindible.