No todas las adaptaciones de films en lengua extranjera al sistema hollywoodense están indistintamente condenadas a ser versiones fracasadas. Se les puede encontrar la vuelta, tomar otros caminos, o explorar el imaginario estadounidense sobre lo que se pincelaba en la original. Sin embargo, un escollo repetitivo de este tipo de películas es aquello que justamente se pierde en la traducción, algo que en pequeños detalles de la motivación de los personajes y la atmósfera en general parece diluir la mezcla.

Como antecedente de la versión estadounidense de El secreto de sus ojos (ganadora del Oscar a mejor película extranjera en la edición número 82, un galardón que la mayoría de la prensa suele considerar “merecidísimo”, olvidando que entre las nominadas de aquel año estaban Un profeta, de Jacques Audiard, y La cinta blanca, de Michael Haneke), podría recordarse la remake de Nueve reinas, a cargo de Gregory Jacobs. La adaptación era de por sí mala, pero intentando profundizar en las razones de su fracaso, había una incapacidad para distinguir lo que convertía a la película de Fabián Bielinsky en algo memorable, que era su íntima argentinidad. Imaginemos Trainspotting, La Haine y La gran belleza sin sus respectivos contextos escocés, francés e italiano. Lo que obtendríamos sería simplemente otra película sobre drogas, otra película sobre conflictos sociales y étnicos, y un comentario lavado sobre la vacuidad de los tiempos actuales, pero perderíamos todo lo que hacían a aquellos films algo recordable. La grandeza de Nueve reinas no radicaba en la inteligente vuelta de tuerca al final, ni siquiera en la agilidad y la habilidad como director del hoy fallecido Bielinsky. La inmortalidad de Nueve reinas podría resumirse en dos escenas: la de Ricardo Darín demostrándole a Gastón Pauls que “putos sobran, lo que hace falta son financistas”, y la escena en la que el voiceover del primero comenta los pequeños y omnipresentes robos y ventajismos que acontecen frente a nuestros ojos en pleno microcentro porteño. Nueve reinas no era una película de criminales, era una gran alegoría de la viveza criolla argentina como antecedente directo de la crisis económica que terminaría por dinamitar el país desde adentro. Una película que sólo podría haber mantenido su espíritu original en el sur de Italia, y nunca en Estados Unidos.

“Secretos de una obsesión (Secret in Their Eyes)”, dirigida por Billy Ray. Estados Unidos, 2015. Con Chiwetel Ejiofor, Nicole Kidman y Julia Roberts. Grupocine Torre de los Profesionales; Life Cinemas Alfabeta, Costa Urbana, Punta Carretas y Punta Shopping; Mantra Punta del Este; Movie Montevideo y Portones; Shopping Paysandú y Salto.

El secreto de sus ojos no tenía la elocuencia del comentario social de Nueve reinas, pero bebía de las fuentes autorales de Juan José Campanella, siempre afincado en un costumbrismo argentino. No sólo eran los juzgados, los cafetines y la referencia a la historia reciente lo que denotaba ese carácter argentino, era más que nada esa aura melancólica, ligeramente tanguera, en la relación entre Ricardo Darín y Soledad Villamil, junto a la sabiduría de bar del personaje interpretado por Guillermo Francella, materializada en aquel famoso monólogo sobre la pasión como lo más inmutable de una persona. En El secreto de sus ojos esa pasión era la que el asesino sentía por el club Racing, la línea fundamental que servía para darle caza, pero ya en ese detalle podemos anticiparnos a cómo algo inevitablemente se pierde en la versión estadounidense, la de un país en el que la pasión deportiva suele estar supeditada a un sistema demencial de alteraciones de draft, a cambios de sede y a una relación del club con el barrio (junto con un comportamiento mucho más ordenado de parte de la afición) que no puede adaptarse fácilmente a la realidad argentina.

El asunto principal era cómo Secreto de una obsesión iba a poder rellenar estos huecos propios de ambientación a la realidad estadounidense. En cuanto a la trama, esta película podría considerarse, más que una adaptación, “inspirada” en El secreto de sus ojos. El personaje de Darín es interpretado por Ray (Chiwetel Ejiofor, el protagonista de 12 años de esclavitud), un agente del FBI que en pleno período pos 11 de setiembre de 2001 es asignado a un grupo de inteligencia antiterrorista. En el curso de una investigación de rutina se descubre el cuerpo de Carolyn Cobb, hija de Jess (Julia Roberts), compañera de trabajo y su mejor amiga. En El secreto de sus ojos había una motivación obsesiva gatillada por lo cruento de un caso; en Secretos de una obsesión la búsqueda está carburada por una tonalidad mucho más personal que vuelve todo un tanto más dramático, pero curiosamente menos sombrío. Evitando el riesgo de tirar demasiados spoilers, el director y guionista Billy Ray tuvo que enfrentarse al reto de resolver el segundo acto del film sin recurrir al detalle de la dictadura, que en la versión argentina ocupaba un rol fundamental. En este sentido, es bastante ingenioso el recurso de apelar a unos puntos ciegos institucionales vinculados con los vicios de la cadena de mando durante la lucha contra el terrorismo, más que a una corrupción lisa y llana. El reto era, justamente, generar una sensación de impunidad e injusticia en un Estado de derecho, y en algún sentido esto es usado más sutilmente que en el film argentino, en el que la dictadura era como un gran pozo al que podía arrojarse todo lo que no se podía explicar por otros medios.

Si uno ve la reescritura, hasta podría decir que la trama de Secreto de una obsesión tiene menos agujeros argumentales y más motivaciones evidentes de los personajes que El secreto de sus ojos; es un policial mucho más disciplinadamente atado a los requerimientos formales del género. Sin embargo, todo lo que se gana en orden se pierde en lo que hacía de El secreto de sus ojos algo, al menos, recordable. La relación platónica entre Ray y la fiscal de distrito (Nicole Kidman) bordea lo robótico, el comic relief de Francella se diluye en varios personajes que por la adaptación argumental (es decir, la muerte de la hija de una compañera de trabajo) no dejan tanto espacio al humor, y el asesino está despojado del resentimiento de clase específico que quedaba flotando en la versión argentina.

Se intenta volver a llevar a la pantalla algunos pasajes de la película original, pero sin la misma efectividad. La escena del plano secuencia desde la perspectiva de un helicóptero en la cancha de Huracán se resuelve en un partido de béisbol de los Dodgers, donde todo parece estar ahí salvo el hecho fundamental del obstáculo que motivaba y daba picante a la persecución: es completamente diferente la avalancha de hinchas cuando hay un gol en un estadio argentino que en la celebración de un hit en un estadio de béisbol. Asimismo, la escena en la que la fiscal logra una confesión por medio del menosprecio no sólo falla debido a la frialdad de la actriz australiana, sino también por el pudor de filmar los genitales del asesino a la hora de la revelación: en la original, la exhibición gráfica del asesino generaba un efecto ominoso frente a la pantalla, un exceso que desencadenaba un súbito cambio de tono en la escena (y en el film mismo).

Aun con todo esto dicho, el resultado podría haber sido peor, y se termina por obtener un policial correcto, aunque un tanto frío. En algún punto lo aplicado de la versión de Billy Ray hace acordar a esas parejas extranjeras competidoras en certámenes de tango, a las que vemos hacer todas las figuras y todos los firuletes pero sabemos que hay algo que les falta, algo que se termina perdiendo sobre la pista de baile.