¿Qué les pasará a algunos directores europeos viejos que hacia el final de sus vidas les da por dedicarse a hacer películas que son reflexiones sobre el teatro? Les pasó a Ingmar Bergman y a Alain Resnais, y le está pasando a Roman Polanski. Lo de Bergman se entiende: dicen que fue un director teatral tan notable como lo fue de cine, y dirigía actores como pocos. Lo de Resnais y Polanski parece haber tenido más que ver con el hecho de que se casaron con actrices más jóvenes que ellos y, por un lado, quisieron usar sus películas como vehículos para ellas, mientras ese mundo de actuaciones, ensayos y funciones quizá les impregnó la vida. Lo de Resnais se justifica más, por el hecho de que su esposa, Sabine Azéma, es una gran actriz. Emmanuelle Seigner, la mujer de Polanski -que a él, en forma asumidamente perversa, le encanta exhibir ante el público como una presencia voluptuosa y sexy-, actúa, sí, pero no sé si con el brillo que justificaría asignarle un tour de forcé actoral como el que pretende ser esta película.

La cámara recorre una calle desierta de París, se encuentra con un teatro, se dirige a él y se adentra en la sala teatral, en cuyo escenario está Thomas hablando por teléfono. Él es un dramaturgo y está por debutar en la dirección de su propia adaptación de la La Venus de las pieles (1870), de Leopold von Sacher-Masoch. Para esa novela Sacher-Masoch se basó en vivencias propias, a partir de su fascinación erótica por la sumisión y la humillación, y el término “masoquismo” fue acuñado con referencia a ello y al apellido del autor.

Según dice Thomas, no sirve ninguna de las actrices que se presentaron a la audición para el rol de Wanda von Dunajewski. En ese momento llega una candidata más, que tiene el doble de la edad del personaje y un tipo totalmente inadecuado para el rol: vulgar e ignorante, aparentemente incapaz de encarnar en forma convincente a una refinada aristócrata austríaca decimonónica. Esa mujer, cuya única empatía aparente con el personaje es tener el mismo nombre de pila -Vanda-, convence a Thomas, mediante insistencia, autocompasión y un poquito de seducción, de que le haga una prueba.

Hasta el plano final, simétrico con el primero, en el que saldremos del teatro hacia la calle, todo el metraje transcurrirá dentro de la sala teatral, casi siempre arriba del escenario. No se ve ningún ser humano más que los dos agonistas. Vanda va a actuar fragmentos del rol, Thomas va a leer las réplicas. Cada tanto interrumpen la lectura y hablan de pequeños detalles: dónde ubicarse, algún comentario de la actriz pequeño-pensante que se cuestiona si la pieza es misógina o si justifica el maltrato infantil, para exasperación de Thomas, partidario del “arte puro”.

Se desata un proceso peculiar: resulta que Vanda, contra toda expectativa, es bastante convincente en su papel de Wanda, y que Thomas, quien al inicio lee sus líneas en forma torpe y lejana, empieza a ponerse cada vez más en el papel de Severin (el álter ego de Sacher-Masoch).

Además se introducen elementos no naturalistas. Algunos se refieren al tratamiento cinematográfico: mientras están actuando Vanda y Thomas, hacen como que utilizan algunos objetos escénicos de los que no disponen, pero sin embargo escuchamos el sonido que producen esos objetos (la cucharita imaginaria revolviendo el té imaginario, el restallar del látigo imaginario). Más adelante va a ser al revés: en el fragor de la actuación, de pronto aparecen en manos de Vanda algunos objetos que no sabemos de dónde salieron. En medio de la audición, aunque no hay nadie operando la consola, las luces se modifican o aparece humo en el escenario. En el plano inicial, las puertas del teatro se nos abren solas mientras nosotros/la cámara entramos a él.

Otros elementos no naturalistas son inherentes a la anécdota misma. De pronto Vanda, esa mujer que al parecer no tiene calificación alguna, se dirige a la consola de luces y, sin siquiera probar, con cuatro o cinco movimientos de potenciómetros ambienta magníficamente el escenario. Para la audición Thomas había distribuido a las candidatas nada más que las primeras tres páginas del texto, pero misteriosamente Vanda tiene el texto completo. De a poco queda claro que ella, además, lo sabe de memoria. Y no sólo eso, sino que de repente se refiere a cosas que parecían fuera de su alcance cultural: nombra a Pierre Bourdieu, pronuncia perfectamente el alemán e incluso parece conocer en forma cabal la novela de Sacher-Masoch. Muestra también una profunda compenetración con la psicología de Thomas y, lo más importante, incorpora en forma excelente su rol, o al menos ésa es la percepción que nos transmiten las reacciones de Mathieu Amalric, la cámara de Polanski y la música. Las relaciones de poder se van invirtiendo.

En ese ambiente misterioso y tenuemente sobrenatural, no se dice pero queda en el aire si esta mujer que cayó de la nada para perturbar la noche de Thomas no será la propia Venus, esa Venus esclavizadora tal como se la veía en la cultura germánica decimonónica (la que tiene atrapado a Tannhäuser en la ópera de Wagner, por ejemplo -hay constantes referencias a ese compositor, a propósito de otras mujeres de actitud dominante, y la “Cabalgata de las valquirias” es el ringtone del celular de Thomas-).

Fue sólo en sus dos últimas películas -ésta y la anterior Carnage (Un dios salvaje)- que Polanski se confinó estrictamente a un ambiente cerrado. Pero las que son quizá sus tres obras más notables (Repulsión, El bebé de Rosemary y El inquilino) transcurrían mayormente en apartamentos. Aquí, como siempre, él se maneja en forma hábil para administrar variedad visual, resaltar las relaciones de poder y destacar los elementos narrativos con una cámara nada exhibicionista. No hace ninguno de los malabarismos de un Alejandro González Iñárritu en Birdman (que también transcurre mayormente en un teatro). La conversión decadente de Thomas, y sobre todo su feminización hacia el final, también puede recordar a El inquilino.

La música de Alexandre Desplat pretende transmitir un aire medio juguetón, como de divertimento: esto no es una película seria, nadie va a sufrir ninguna sacudida profunda ni en su emocionalidad ni en su visión del mundo, aunque sí se podrían sacar de ella -eso se pretende- asuntos para una conversación “intelectual” después del cine. La música principal es un valsecito, que podría evocar la Viena decimonónica. En la medida en que la cosa se va poniendo más intensa para Thomas, ese valsecito se metamorfosea en una música sinfónica fuerte y agresiva, con mucha percusión.

A mucha gente de teatro, sobre todo, y también a mucha gente a la que le gusta el teatro que hace aquella “mucha gente”, les suele encantar esa cosa de que los actores cambien de registro en forma automática (como cuando Vanda baja de “Wanda” a su más prosaico aire de casi prostituta) o de que se transformen progresiva pero radicalmente en el correr del metraje. También les gustan esos diálogos que al inicio son insignificantes pero se van armando hasta culminar en momentos turbulentos, y las reflexiones del teatro como sinécdoque del arte mismo y de la vida, la fascinación por el psicoanálisis. Para ese conjunto de gustos, esta película puede ser todo un regalo. Emmanuelle Seigner quizá no sea la actriz que uno esperaría para algo así. Está la desventaja de que no están los actores en carne y hueso ahí delante nuestro y no está esa vibración del tiempo real. Pero están las ventajas de que hay cambios de plano, uno aprecia bien de cerca los rostros de los actores, y lo pone en escena Roman Polanski.