Alguna vez José Saramago escribió contra una forma del carnaval estupidizante, ese que acusaba o acusa a los intelectuales de andar lejos del pueblo, profiriendo sus aristocratizantes abstracciones, sus palabras elegantes, su pensamiento erudito. Dijo, con furia y dolor, algo así: ojalá llegue el día que en este país (se refería a Portugal, claro) todos sus habitantes sean intelectuales, que el uso del pensamiento y la inteligencia no sea el privilegio de unos pocos sino el pan nuestro de todos, y cada día. Hubiese sido una buena respuesta a José Mujica cuando andaba seduciendo a medio pueblo con aquello de que los intelectuales uruguayos con su viruviru también estaban alejados de su pueblo.

Pero me gustaría ir un poco más lejos y plantear un enojo propio a raíz de esas cosas que nos pasan, nimias, y que sin embargo desatan un discurrir del pensamiento (intelectual, privilegiado, viruvirista).

El sábado estuve en una fiesta, de la que era casi el anfitrión, y me preparé para recibir a los invitados con unas buenas galas (nobleza obliga). Ni tanto: me puse una camisa blanca y un chaleco, sin bordados ni jiponeadas, un chaleco clásico, de esos que se usan desde que los chalecos se usan. “Ese chalequito”, me dijo alguien con dos palabras y un tono de voz que interpelaba no tanto mi vestir sino ya mi ideología, mi forma de pararme en el mundo, lo que promovía con una prenda de vestir. En fin, con ese chalequito me estaba diciendo pedazo de un burgués. Y no sólo esa persona (que estaba invitada a la fiesta), también unos amigos suyos que ya habían dictaminado que en estos tiempos mi chaleco significa algo terrible o al menos cuestionable.

Qué pasa con mi chaleco, ah, y mi pelo engominado, les dije, a mí se me antojó vestirme así. Es que las cosas se resignifican, dijeron, y empezó una andanada conceptual en la que no quería, ni de lejos, participar. Menos con colados a la fiesta.

Entonces redoblé la apuesta: la verdad es que iba a venir con zapatos italianos, y si hubiese tenido un traje bordó completo, no hubiese dudado en vestirlo. La andanada seguía y los interpeladores del gusto, mi gusto, que ya a esta altura eran los revolucionarios reencarnados de principios de este siglo, empezaron a hablar de deconstrucción, elementos significantes, contextos o clases sociales y todo un asunto que me mareaba y me alejaba, eso sí, de una pista que explotaba de buena música (para colmo, quienes nos hacían bailar con sus bandejas se llaman DJ Pichis).

Entonces, miré a un costado, vi a mis amigos bailar y gozar, y ya con tres de los interpeladores enfrente y seis ojos que querían herir los míos, les espeté con toda la petulancia y provocación de las que fui capaz que sus argumentos parecían de un chiquilín universitario con Filosofía I y Sociología II aprobados, y para ver si los callaba con el sarcasmo, que yo era la reencarnación de muchos aristócratas del gusto: Roberto de las Carreras, Julio Herrera y Reissig, Fernando Pessoa y, si quieren, del gran Oscar Wilde. Y me fui a tirar unos pasos de cumbia, rock y punk, dejándolos masticando la rabia mientras yo licuaba la mía en la pista.

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Todo esto viene a cuento de algo en lo que vengo pensando desde hace mucho tiempo y que esta cultura esquizoide de izquierda no puede o no quiere decir. Sobre todo, aquellos privilegiados que para azuzar o sostener sus pretendidas revoluciones cerca de o con el pueblo basan sus argumentos en largas lecturas de grandes intelectuales, de por acá y, sobre todo, franceses. O sea, privilegiados que citan a otros privilegiados, y eso va más allá del dinero y las propiedades materiales.

El conocimiento, el manejo del lenguaje, la argumentación y la retórica deben de ser algunas de las cuestiones que más marcan en la contemporaneidad la pertenencia a un grupo de privilegio, a una casta, a la aristocracia intelectual de cualquier país de Occidente. No se trata de usar o no un chalequito, sino de asumir la realidad y ya no las expresiones de deseo.

En una nota publicada en Brecha en estos días se sostiene: “Se estima que las familias pobres utilizan en promedio 180 palabras para comunicarse, mientras que las de sectores más cultos usan entre 2.000 y 3.000”. Ya sabemos que el lenguaje, metafóricamente, nos hace más ricos. Y que -y esto es lo que quiero decir sin ambages y ya que andamos con este asuntito de las resignificaciones- el overol bien pagado no puede ser el destino soñado. Ni para ellos, los que usan esa lengua mínima -qué bien, qué conquista-, ni para nadie. Al final, plantean lo mismo que los burgueses de pura cepa: pan y overol para los que nada o poco tienen. Y no hablo de la dignidad y la belleza que, por supuesto, tienen (y pueden ostentar) los que nada tienen. Hablar del reparto del capital y las revoluciones discursivas es asunto de otro texto.

El destino soñado, si es que hay destino y alguna forma del sueño, debería ser la aristocracia universal, el refinamiento del gusto, el poder de la lengua, las películas y los libros (no seamos hipócritas: nosotros, los que pertenecemos, tenemos ese saber que se codea con el poder), las metáforas, todo lo que nos posibilita ser mejores, más allá de que luego decidamos ser unos hijos de puta.

Recuerdo ahora a Fernando Pessoa y su libro El banquero anarquista (una patada en la boca a los banqueros y a los anarquistas), y ese intelectual referente de casi todos los que cuestionan el poder, las clases, los que defienden al obrero, los que incitan a desenchalecarnos: Michel Foucault y su proyecto estético y político que propone otra búsqueda para el hombre contemporáneo, que debería ser la de construir su propia vida como una obra de arte. Ya sabemos que las obras de arte son polisémicas, no están llenas de florcitas, no son panfletos ni apuntan a una belleza naíf. También contienen dolor, crítica, hombres desdentados y de finos chalecos. Una estética indisociable de una ética.

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Que gran parte de los intelectuales, artistas y militantes son de medio pelo económico, claro. Que otra buena parte, además de pertenecer a la aristocracia del gusto, también son todo pelo y burguesía, sin duda. Pero eso no puede tergiversar el horizonte, si es que existe, ni provocar una manipulación perversa por parte de los que manejamos miles de palabras, así vivamos con tres pesos y no lleguemos a fin de mes, aunque detestemos el capitalismo y la burguesía (por la desigualdad que provoca y por su falta de gusto o fineza, precisamente), por más que nos duela el bichicome tirado en la esquina y todo el daño que causan el poder y los poderosos.

Hace años que lo quiero decir (o lo vengo diciendo solapadamente): ojalá todo el mundo llegara a Johann Sebastian Bach, a Cinemateca y al mejor cine del mundo, a las lecturas que nos hacen cuestionarlo todo, más que nada a nosotros mismos, a vestirnos elegantes (la elegancia existe y se construye, y es mucho más barata que comprarse un par de Nike), a vivir la ficción elegida, no impuesta.

Si hablamos de resignificar, ser aristócratas hoy no quiere decir exclusivamente tener el poder y dominar a otros (aunque también), sino más bien armar el puzle más exquisito posible para nuestra existencia.

Ya hubiésemos querido muchos en la niñez una casa llena de libros, música de violín, búsqueda de la estética. Todo eso con la misma comida y el mismo techo que tuvimos, sin ninguna pretensión terrateniente.

Si resignificamos y tenemos horizontes políticos y éticos, hagámoslo en serio. Nada de overol bien pagado para ellos y estética y pensamiento para nosotros.

Si quieren, quizá, al menos la conjunción. Yo que siempre ando entre documentos de Word, nuevos y antiguos, acabo de descubrir uno que me asombra. Tengo una futura novela con un posible nombre (que está dentro del documento), pero el del archivo le hace justicia a lo que vengo diciendo, algo así como el reverso del libro de Pessoa (estoy lejos de asemejarme a ese monstruo, por Dios): El obrero aristocrático. Creo que el libro será rebautizado, y que mi devenir, significación, discursividad y la mar en letras proponen otro destino. Un destino de chaleco. O un desenchalecarse de prejuicios, un desligarse de zapatos rotos y viejos por los que se cuela toda el agua de invierno y la mugre de las calles del mundo.