El eje silencioso de Un joven poeta parece ser Paul Valéry, cuya tumba el joven Rémi va a visitar en busca de orientación en el modesto pero bellísimo cementerio de Sète (una referencia directa a “El cementerio marino”, uno de los poemas más famosos de ese escritor francés). El tema es que Rémi, como nos daremos cuenta a poco de que comience el film, no es precisamente un alma con terrenos reservados en el Parnaso, y sus intentos de aproximación a la literatura corren de una manera más cercana al modelo clásico de Arthur Rimbaud que al del minucioso y exigente Valéry. Es decir, Rémi de alguna manera cree, o al menos intuye, que la poesía está ahí, que es algo que se encuentra en determinada forma de vida, en cierta apertura existencial a las posibilidades que se le abren en su entorno, más que en algo propio del talento, la técnica y el trabajo.

Así, vemos a Rémi deambular por las subidas y bajadas de la hermosa ciudad mediterránea, sentarse en el cementerio a monologar ante el panteón del poeta, entablar amistad y conversar con pescadores y otros personajes de la zona, trasnochar en bares de copas, emborracharse, enamorarse y tratar de escribir en una pequeña libreta todo lo que estos encuentros agitan en su interior.

A pesar de esto, tal como lo indican los intertítulos explicativos (que en cierto punto le dan a la obra un aire juguetón, en clave de “cómo tratar de ser un artista y fracasar en el intento”), toda esa sucesión de actividades, que guardan la apariencia de espontáneas pero parecen más bien parte de un plan, no logran dar con sus frutos. Ni el vodka, ni las aventuras, ni las musas, ni ninguna de las personas que conoce logran mover a Rémi lejos de los meros clichés de las noches estrelladas, el cielo fulgurante y las estocadas del amor.

Las películas sobre las trancaderas creativas no son precisamente una novedad, pero por lo general suelen recurrir al pathos del artista dolido por su falta de inspiración. En este punto, la originalidad de Un joven poeta es plantear un escenario donde ese pathos circula pero sin un artista en sentido estricto. Más que un film acerca del fracaso del artista, es uno que trata el fracaso de no poder serlo, un pequeño dislocamiento inicial de la premisa que genera una incomodidad similar a la de esas mesas de bar que tienen una pata más larga que la otra y que terminan meciéndose cada vez que uno intenta usar el tenedor y el cuchillo.

Hacer una película sobre la nada, o sobre la falta de un elemento concreto para que lo que hay sea algo es una propuesta que puede pecar de demasiado arriesgada o demasiado cínica. A pesar de lo difícil de llevar adelante tal propuesta (y sí, a veces parece que hay tan poca cosa que incluso el reducido metraje de 71 minutos resulta algo estirado; capaz que lo ideal habría sido optar por el formato de corto o mediometraje), hay dos elementos y recursos narrativos muy bien llevados, que logran salvar una película tan pequeña y engañosamente modesta. En primer lugar, la belleza del pueblo de Sète, con sus angostas calles, el mar lejano y silencioso y esa cualidad casi siempre ausente de su dinámica urbana (salvo en una noche de festividad, el protagonista del film deambula por calles sin transeúntes), que parece hablar de ese mundo que no parece estar interesado en ofrecerse como respuesta al joven poeta. Como inciso agregado a este particular don de la fotografía (casi siempre mediante una cámara clavada en el piso, con planos medios y generales), habría que señalar el acierto antropológico de darles voz a algunos habitantes de la zona, algo que por momentos le confiere al film un aire similar a la bellísima Aquel querido mes de agosto, de Miguel Gomes. Nota caprichosa: si nos arriesgáramos, la película podría resultar una fusión entre los recursos de dicha obra del portugués y el tono apagado y sin brújula de The International Sign of Choking (Zach Weintraub, 2011).

El otro recurso conceptual que redime gran parte de la vacuidad de Un joven poeta aparece al final del film, cuando los intertítulos toman la voz de Valéry, cuya tumba Rémi solía visitar para quejarse de sus yermos resultados. El protagonista le habla al mármol diciéndole “quizá tendrías que haber elegido a otra persona, no creo que sirva para esto”, y entonces, de golpe, el film logra cambiar el orden: así como ya no nos encontramos con un joven invocando al fantasma del poeta, sino con el propio Valéry, que insiste en que Rémi termine de escribir lo que empezó, la cuarta pared se rompe y parece que estamos ante el actor desnudado de sus atavíos ficcionales, explicando que tal vez él no era el mejor candidato para interpretar un rol de poeta. El efecto subjetivo afecta el orden inherente y el joven Rémi parece víctima de un capricho de la dirección de la película, y, por añadidura, un joven que no puede dar la talla frente a lo que la poesía le exige, con lo que invierten los papeles del buscador y lo buscado.

El recurso parece sencillamente una disculpa, o una justificación, pero termina generando un efecto curioso que reordena y resignifica todo lo visto. Al ver por segunda vez el film, uno le tiene más paciencia al actor y desmonta todo lo ocurrido como un juego de sombras y anticipaciones entre el autor y su pieza, el peón y la mano que lo dirige.

Los 71 minutos no llegan a cerrar con una obra, una poesía o algo poético en sí mismo, pero citando a Paul Valéry, “un poema nunca se acaba, tan sólo se abandona”.