La última entrega de los Oscar, como marca de algo que viene en alza desde los últimos años, ha paliado la sequedad de ficciones originales con biopics de figuras destacadas o laterales del imaginario norteamericano. Entre películas nominadas que incluyen la asquerosa y falaz humanización del francotirador Chris Kyle en American Sniper (Clint Eastwood, 2014) y Selma (Ava Duvernay, 2014), una crónica también discutida en algunos medios sobre la campaña de derechos civiles de Martin Luther King, está (junto a otras reconstrucciones de época que tocan a ingleses como Alan Turing y Stephen Hawking), la historia de los hermanos Dave y Mark Schultz y su entrenador de lucha libre John Eleuthère du Pont.

Es difícil escribir una nota sobre estos tres personajes sin arrojarse a tirar spoilers que arruinen la experiencia cinematográfica de un montón de potenciales espectadores del film. En Estados Unidos uno podría escudarse por el conocimiento público de los sucesos, pero en Uruguay donde, más allá de algún informado aficionado al deporte olímpico, poco es lo que se sabe de esta historia, hay que manejarse con más cuidado.

Remitiéndonos entonces a lo básico de la trama, Foxcatcher se basa, con algunas libertades ficcionales -sobre todo en cuanto al manejo de elipsis y superposición de eventos- en la vida de Mark Schultz, un joven luchador, ganador del oro en las Olimpíadas de Los Ángeles, que cae bajo el apadrinamiento y la dirección técnica de John du Pont, multimillonario y excéntrico heredero de una de las primeras industrias químicas que hayan existido en el país (una fortuna amasada a partir de la manufactura de pólvora, pero que después se diversificó, convirtiendo a los nietos del fundador en pioneros de productos revolucionarios como el nylon o el neopreno). Lo que en un comienzo parece la definitiva ruta hacia el éxito, junto al encuentro de una figura paterna que siempre pareció faltar en la vida del joven y tosco Mark, el vínculo con Du Pont va cayendo en una espiral cada vez más enfermiza, revelándose el último como un paranoico y megalómano que quiere ser algo más que un simple entrenador.

La película, con su paleta de colores grisáceos y apagados, se mantiene en un estado de frialdad tensa, que parecería en cada momento amenazar con hacer desbarrancarse todo en un súbito estallido de violencia. A la morosidad de los planos se le agrega un recurso inteligentemente usado, que es el de muchas veces no registrar sonoramente lo que los personajes dicen. Entre estos ejemplos puede contarse la mirada furtiva en binoculares de Mark a la madre de Du Pont, o la escena de la llamada telefónica de la esposa de Dave en el último tramo del film. Hay, en esta ausencia de registro sonoro, algo que parecería tomar forma en el silencio de los caballos, esos “animales estúpidos” -tal como dice Du Pont- que parecen guardar en la cápsula de esos redondos y asustados ojos una historia que supera a la vida de los protagonistas.

Siguiendo con el tema de los caballos, hay en la actuación de la terna formada por Steve Carrell, Mark Ruffalo y Channing Tatum una auténtica labor performática, casi animal, trabajada desde lo corporal. Va más allá del maquillaje, más allá del realismo, la imitación o el psicologicismo: en esos pasos cortitos y lánguidos que da Carrell, en cómo lo vemos apuntar elegantemente su revólver en una prueba de tiro, en cómo trota, como bamboleándose, el corpulento Mark Ruffalo, o en esos entrenamientos entre hermanos en donde el golpe y el abrazo parecen confluirse en un mismo terreno, hay algo que se acerca más a la danza contemporánea o al teatro moderno, algo en lo que los personajes son más que meras interioridades puestas en una red de yos y psicologías.

Pensando un poco este terreno, hay, más allá de lo puramente performático, un subtexto, o correlato -o contrarrelato- histórico, que parece ponerse en juego en las mismas fotografías familiares con las que empieza el film. En las fotos vemos una serie de antiguos retratos, casi daguerrotipos, con diferentes ancestros de la familia Du Pont realizando la aristocrática actividad de la caza del zorro -que, naturalmente, da nombre no sólo al gimnasio instalado por John, sino a la película y la particular relación entre éste y su discípulo-. La megamansión está filmada con el mismo pulso, con una serenidad de bronce que parece observar no sólo los trofeos, sino todo lo vivo o inanimado de aquel lugar como si fuese una naturaleza muerta. Este hombre, perdido en sus propios delirios de grandeza (recordar la triste e hilarante escena en que le hace a Mark referirse a él como “Golden Eagle” [águila dorada]), encarcelado en su propia taxidermia de recuerdos, es más que la simple encarnación de una figura pública real, es la historia de una era que está llegando a su fin, el canto de cisne de una aristocracia afincada en los mismos orígenes de Estados Unidos (la familia Du Pont estuvo íntima y comercialmente vinculada al Ejército de La Unión en la Guerra de Secesión), hundiéndose en su propia decadencia. Es la historia de muchas obras y películas, como el fin de los móviles aristocráticos -y una inmediata anticipación a la Segunda Guerra Mundial- encarnadas por el personaje de Erich von Stroheim en La gran Ilusión (Jean Renoir, 1937), o la decadencia de la sociedad patricia uruguaya en ese personaje que se clava una reja en la ingle en la novela Con las primeras luces, de Carlos Martínez Moreno.

Du Pont, con esa fascinación por las armas y esa inteligente decisión del director de colocar a los militares y policías como un elemento de fondo, pero casi siempre presentes en las inmediaciones de su finca, es el loco reclamo de una forma y abolengo familiar que en pleno reaganismo empieza a tener cada vez menos relevancia, salvo por el dinero (en un escenario donde el neoliberalismo rampante se convierte cada vez más al flujo impersonal y fluido de las acciones). Esto es algo que Du Pont sabe -y que el Du Pont de carne y hueso, tal como se tiene registrado, temía en un registro francamente delirante- y es la misma fibra del pasaje al acto lo que trata de desenganchar la relojería de ese mundo artificial que se construyó a su alrededor.

Algo interesante del tratamiento de Du Pont en Foxcatcher es justamente que el entrenador/director de orquesta no es alguien capaz de, pese a su exigencia, sacar lo mejor del entrenado, sino un personaje que justamente tiene razón de ser más por sus inversiones que por sus capacidades.

Quizá el elemento más inteligente de este retrato de la decadencia aristocrática es la escena de Mark entrando a la jaula de una pelea de la UFC, con el público gritando desaforadamente “USA!, USA!”. Por aquellos tiempos -1996, aunque el film, por cuestiones narrativas, trató de fundir todo en los 80- la UFC no gozaba de la legitimidad y popularidad que tiene ahora, siendo vista más como un espectáculo barbárico, un punto intermedio entre un deporte, las peleas clandestinas y un show del tipo de la lucha libre coreografeada de la WCW. Al lado de la lucha grecorromana por la que Mark y Dave ganaron medallas de oro (hay una escena en la que los compañeros de Foxcatcher están viendo el VHS de una de esas peleas), la UFC era un “deporte bajo”, algo similar a la noción que tiene la señora Du Pont, aficionada a los caballos, el pedigrí y caza de zorros, sobre el deporte que practica su hijo.

El ascenso de ese nuevo deporte termina por ser otro subrelato de esa lucha grecorromana que ya por aquel entonces no generaba dinero, algo meramente ligado a los espacios de los Juegos Olímpicos, y que sólo podía existir en la ficción privada del universo cerrado de ese Neverland Ranch nacionalista de un hombre perdido en sus fantasías de redención y notoriedad. Algo que habla más sobre Estados Unidos que sobre los Du Pont.