Por más que se pretenda ser eficaz y no fracasar delante de los ojos del tiempo, al Velódromo se llega contra reloj cualquier día entre semana. La función, con varios números, arranca a las 20.00, y la urgencia postrabajo domina los nervios. Algunos optan por tomarse un ómnibus, otros prefieren caminar a cuenta del minutero, varios van en sus autos aun con la certeza de que a la salida es embotellamiento seguro. Todos llegan.

La reunión es dentro

Fichar la grilla de antemano es fundamental. A cuenta y riesgo, el primer número de la noche se suele dejar bajo el criterio de flexibilidad y nadie reprochará si se entra tarde. Los organizadores son bichos: el primer conjunto en subir no es, por lo general, de los que mejor funcionan en el carnaval. El público ingresa como perros de aduana, buscando incesantemente con movimientos de cuerpo y cabeza para los costados cuál es el mejor lugar para ver. Que la tribuna, que sobre la pista bien contra la baranda, mejor en el pasto porque se observa de cerca sin importar el ángulo esquinado. Se mueven hasta que se sientan. Hay algunos que ni se tocan: los de adelante pagaron más y tienen su silla asignada más el servicio de acompañamiento con las mujeres de carpeta en mano. La guita vale lo que la guita compra.

Qué lindo el niño con la cara pintada y qué inexorable herencia generacional es el padre con su hijo en los hombros. Pequeños gestos que marcan la vida. Alejandro Camino, conductor desde siempre, dice “a-verrrr-cómo-suena...”, y la bata de murga responde. Todos miran. Los murguistas suben al tablado y bailan como trompos. Hombres de corbata que fueron a ensayar con ilusiones de cantores. Parece que antes subió Mi Morena, pero nadie de alrededor pudo verla. Son las 21 y poco. El papá baja al nene y le aconseja quedarse quieto. Como contrapartida, se gana una guiñada. Están en el medio de la pista de ciclismo, pegados a alguien que abre una matera y apronta el mate que, dos minutos más tarde, humea en manos de otro.

Quienes cantan son un número pesado del carnaval. Dicen que vuelven en cada niño y en la ternura de este barrio. Parecen una murga de chiquilines buscándoles sentido a las cosas. Cantan y retumban adentro. El flujo de gente no para. Los que caminan vichan de reojo la actuación mientras buscan dónde sentarse, cosa que a algunos les molesta. Otros eligen la risa, porque el tablado da para muchas cosas: los más bandidos pasan sus horas tirándose en la parte alta de la pista en cartón o bidón de seis litros de agua achatado; la cocina pone el empeño en atender a los comensales; el del mate ya lo pasa sin mirar y el gurí está quieto; una mujer mira su celular y después a la escalera; una barra de tres chiquilinas comentan qué cortita fue la presentación de la murga y que saltó hasta el segundo cuplé; se la saben. El coro canta mientras todo pasa.

El Velódromo abrió en 2003. Algunos años, el amague de no salir fue inevitable por razones de oferta y demanda, pero vive y lucha. Desde el inicio, la voz y animación siempre fue de Alejandro Camino -y que nunca falte-. Con el tiempo como aliado y buena administración tanto de espectáculos como de servicios, el tablado ciclístico pasó a ser el que más público mete en la temporada.

Carnaval. Nunca advertí si se cambió sin que nadie lo viera, pero hay un niño vestido íntegramente de Superman. Idéntico, si no fuera porque su despeinada cabeza es medio rubia. Con la “s” que le cubre todo el pecho interactúa con una botella como si fuera el enemigo o la mismísima kriptonita. Debe tener unos siete años y nadie lo saca de su fantasía. De la mano de su madre pasa otro más chico con un auto que tiene luces de colores. Se miran. Las madres no, están en lo suyo. Pasa Matías con la camiseta de Atenas. En la espalda tiene el número 24 y dice su nombre. Y en una barra de cuatro personas sobresale el más alto: tiene una camiseta del Canadian Soccer Club uruguayo. ¿Quién fue el que dijo “el carnaval trasciende todas las fronteras”? Cuando se viene al Velódromo, cada uno elige su disfraz.

Cuando la Cruz del Sur aparece allá arriba del tablado, la murga canta y dice que busca al cupletero perdido: un flaco que se levantó a comprar churros porque la murga estaba floja. Todos ríen menos dos: un joven que come una manzana sin pelar y un chiquito que, con gestos claros de estar dando sus primeros pasos con seguridad, se preocupa por volver loca a su madre toda la noche. Están justo en la última fila de la platea. El pequeño viste como grande: camisa escocesa, gorro con visera, pantalón vaquero y zapatos marrones. Es el as de escabullirse por debajo de unas barras amarillas que rodean al camarógrafo, su cámara y su compañera. Una y otra vez su mamá, de blonda cabellera que adorna el paso del tiempo, va a buscarlo. Él ríe, la señora no. Se ligó todos los retos habidos, pero nada detuvo su incesante necesidad de recrearse mundos paralelos desatando pasos. Un bufón con función propia.

Canción final y despedida de Los Diablos Verdes, y los aplausos son de pie. La murga baja y es momento de concretar los pendientes. Un morocho de rastas pasa dribleando gente y se confunde en un abrazo con un pelado, en gesto prolongado. Los que estaban incómodos compiten con los que no paran de llegar por una mejor panorámica dentro de las posibilidades. El tiempo recapitula las acciones. Sin espectáculo arriba, el abajo aprovecha y recrea las miradas. La cola interminable para sacar tiques de beberaje o alimentación le sacó las ganas a más de uno. Mientras, allá a lo lejos, un plantel de mujeres adolescentes gana por goleada y por presencia, aunque muchas hablan como si no les interesara lo que vendrá después.

Hay muzzarellas, chorizos y hamburguesas, pastas prontas bien servidas, choclos, helados, tragos de toda clase y color, cerveza y refrescos o agua, entre otras ofertas gastronómicas; nada convenció al que sacó una caja de cabernet Santa Teresa y una pera de la matera. Cuchillo para pelar no tenía. Sólo fue precavido con la bebida: metió un vaso de plástico con motivos infantiles. Se riega bien la copa. Va a empezar la siguiente función, Momolandia, mientras la plaza de comidas se devora el tiempo del tiempo, el tipo se sienta plácidamente y bebe. En el tablado se es lo que se es.

No es cuento que el espectáculo de la murga se llame “Energía”. Problema del pelado si el coro no lo despeina cuando canta. Los micrófonos parecen arrugarse y los parlantes piden descanso del juego existencial. Saltan entre colores y flores ajenas. Son un bagual salvaje que invita a la penúltima. Fueron el mejor coro del carnaval. Generosos, invitan a que cada uno de los presentes aletee las manos abiertas entre pasitos murgueros.

La voz de medianoche

Alejandro Camino descansa y se toma un agua mineral sin gas en la habitación VIP que está en la sala de comida bajando a la derecha. Cuando la batería mete su último repique entre la barra que está en la tribuna, a Alejandro no le queda otra que volver al escenario. Lo hace alegre, con una sonrisa de oreja a oreja, su morral colgando de izquierda a derecha, micrófono en mano y la inquietud de siempre. Le avisa a Tanguito que viene el bingo y comunica que busquen al vendedor porque quedan los últimos cartones y los premios están buenísimos. Atrás del escenario trabajan como abejas los utileros de la murga que se fue y de la que viene. No se quejan, no hablan ni levantan la vista, parecen insobornables: trabajan.

La noche se confunde en sí misma y molesta al reloj. La caja de vino del hombre que lo toma parece interminable, el cansancio del botija no llega, las mujeres siguen ganando por robo, el sudor del asador es una catarata, el de al lado se pone gotas en el ojo y queda un poco desequilibrado, tocándose sin parar, como si fuera primerizo en lentes de contacto. Conforme pasan las horas también aparece la mugre, ni guirnaldas ni serpentinas. Bolsas de nailon en el suelo, bandejas de pizzas sin pizzas olvidadas, toda clase de papeles al viento. Emociones de un día, suciedades de otro.

Hay dos que no pierden el tiempo. Él está en cueros, con short y championes; él está con musculosa, bermuda y chinelas. Se abrazan, se buscan. Si fuera que el reloj no se calma, nadie detiene sus corazones. Uno tiene el pelo largo y el otro se lo acomoda, como laciándoselo. Se atraen con poderes mágicos. Enseñan, se enseñan, que el amor les demanda cosas que no están a la venta. Parecen olas: se eligen.

Hay un ritmo plenero que marca los popurrís. En uno de ellos, Ricardo Canario Villalba, de Don Timoteo, encaja un meneo de caderas justo cuando la pantalla gigante lo filma. La mejor voz de varios carnavales no es un niño, pero se permite serlo. Luego canta, masca chicle, canta, masca chicle, canta arriba del todo. Inigualable, por el canto y por el chicle a la vez. No es bueno repetir lo que está dicho, pero el Canario canta como los mortales con disfraz de dioses. Silencio. Nadie aparenta querer estar en otra parte.

Nada es lo mismo. Las canciones hablan de nosotros y expresan lo inefable. Es tarde y el Velódromo empieza a despedir público, como si fuera necesario cortarle el margen a la madrugada para que no se vuelva perpetua entre borrosos perfiles. Es miércoles y mañana hay que trabajar. La murga canta y no faltan palabras. Todo es una gran mascarada inquieta que insiste en que no hay noches similares en carnaval. Una impresión tan efímera como la bacanal.