Si pensamos que los cuentos reunidos en Dublín al sur, el libro del argentino Isidoro Blaisten de 1980 que el año pasado editó Banda Oriental, ya habían sido publicados con anterioridad (tres pertenecen a su libro de cuentos La felicidad, de 1969; cinco a La salvación de 1971, uno a El mago, de 1974 y otros tres fueron publicados en medios gráficos entre 1975 y 1978), resulta llamativa la unidad que conforma el volumen. Los cuentos, todos bastante cortos, resuenan entre ellos mediante el uso de frases hechas, de temas, de personajes y situaciones que se repiten y toman un sentido nuevo. Los cuentos interfieren unos en otros. Cuando en un cuento leemos la frase “las catedrales no se reconstruyen” nos da la sensación de que ya la hemos leído. Y así es, pero el contexto es otro, el personaje es otro; el sentido, finalmente, es otro. Esta movilidad es constante; con una prosa ligera, con toques de humor muy finos (logrados generalmente a través del absurdo, a lo Felisberto Hernández, o mediante lo lingüístico, a lo Julio Cortázar o Leopoldo Marechal) y fuertes matices de “color local” (siempre teñido de ironía, pero no de burla) que van desde las acciones hasta las formas de narrar y hablar de los personajes (arltianamente), Blaisten logra un entramado a la vez delirante y realista, donde el costumbrismo y los elementos formales que legó la vanguardia se combinan de forma satisfactoria y productiva. El habla de las orillas, la fingida naturalidad del lunfardo, el lugar común, todo se pone en juicio de formas imprevistas (perfecto en este sentido es el cuento “Violín de fango”). La crítica social (al esnobismo, a la vanidad, a la hipocresía) es una constante (piénsese en cuentos como “Los tarmas”, “Victorcito, el hombre oblicuo” o el desopilante “Mishiadura en Aries”) y debe mucho a Discépolo y a toda la generación de martinfierristas, sobre todo los llamados “de Boedo”, como los hermanos González Tuñón o Nicolás Olivari.

El cuento que abre el conjunto, “La puntualidad es la cortesía de los reyes”, se centra en las últimas horas de un militar, que al principio no tiene nombre, pero que luego reconocemos como el mariscal alemán Erwin Rommel, que comparte muchas características con el mariscal alemán Erwin Rommel a quien el régimen dictaminó suicidio, pero sin ser exactamente la misma persona. Como si hubiera una especie de corrimiento extraño de la realidad, los hechos no son exactamente los que conocemos como “la verdad”. La sensación de desfasaje es poderosa y nos lleva a pensar, borgeanamente, que todos los suicidas, en algún punto, son Rommel. Esta verdad que alcanzamos está oculta, porque hay verdaderamente algo ominoso que se esconde en todos los cuentos del volumen. Algo que nos abruma.

De un humor perfectamente calibrado, los cuentos abren de pronto un espacio a la interrogación, a la duda. Como si los personajes dejaran de creer en sí mismos por un instante. Ese instante, el instante de la verdad, tiñe los cuentos (a veces muy efectivos en su comicidad) de una extraña melancolía. Como si el humor fuera la clave para desentrañar profundos y oscuros secretos. La vidas rutinarias, los planes imposibles, los sueños, lo más abyecto (especular con los muertos), todo se cuenta desde una ligereza galante, pícara, orillera de antes. Todo confabula para hacer que el espanto sea más trágico, sin que nada en los cuentos sea trágico: ni el tono, ni los personajes, ni la historia en sí. Tienen algo de parábola estos cuentos, algo que está “más allá”, que captamos pero que no hemos leído en un sentido estricto (esta característica es compartida, sobre todo por “La felicidad”, “La sed”, “La salvación”, “El pez en la tarde fría”, “La puerta en dos” y el magnífico “El tío Facundo”). Como afirma el autor en el prólogo de 1992 para este libro (que está incluido en la edición de Banda Oriental), la presencia de una duplicidad es lo que lo obsesiona. Una duplicidad que se manifiesta de diversas maneras: como simultaneidad de hechos, de lugares, de personas. A menudo, en el nudo mismo del cuento, las paralelas se juntan y entonces es cuando se produce el quiebre. Un mundo entra en el otro y lo altera, y nosotros (casi nunca los personajes) nos damos cuenta.

El gran tema, como ha dicho el autor y reafirma Rosario Peyrou en el informativo prólogo a esta edición, es el Ideal. Dublín se construye como ciudad y como mítica, como verdad y como leyenda. James Joyce es su explícito fundador. Desde el Río de Plata, leer a Joyce es hacer un trabajo mental similar al que Joyce debió hacer al leer La Odisea: el maravilloso viaje del Ulises por un día en la vida de Dublín, el recorrido sinuoso de sus calles y de su río, de sus hombres y mujeres, se postula, desde Buenos Aires o Montevideo, como lo inalcanzable, el Parnaso mismo. Para Blaisten así es. Dublín constituye lo que de alguna forma podría pensarse a medio camino entre el paraíso perdido y la tierra prometida. En el cuento final, que da título al conjunto, los personajes de Joyce se desdoblan en absurdo, casi como tristes copias platónicas. El protagonista, que sueña con alcanzar “el mundo de las ideas”, la Dublín mítica, pronto descubre que el mundo real se filtra y lo contamina, que el mundo de las ideas copia también al mundo de las apariencias, que Buenos Aires es también Dublín, al sur.