A inicios de los 60 en Polonia, Anna, una joven novicia cuya vida transcurrió entera entre un orfanato y el convento en el que está pronta para decir sus votos, es enviada por la madre superiora a -antes de tomar ese paso decisivo- salir al mundo por primera vez y conocer su único pariente conocido, una tía a la que ella nunca vio. Con Wanda, la tía, Anna va a descubrir que su nombre de nacimiento es Ida, que es de familia judía y que sus demás parientes murieron durante la ocupación alemana. El interés de Anna por rezar ante la tumba de sus padres va a dar origen a un viaje de ambas, iniciático para Anna, en el que Wanda va a aprovechar el impulso para averiguar algunos detalles más sobre una historia cuyos pilares básicos ella ya conoce, pero que va revelando paulatinamente a la sobrina y a los espectadores.

La narrativa tiene características discrepantes con el clasicismo hollywoodense, pero que no son raras en el cine artístico europeo: los diálogos son parcos, las reacciones de los personajes son un poco opacas (no estamos totalmente seguros de qué están pensando y qué pretenden a cada momento, y su mirada y expresión son ricas en potencialidades pero también amplias y, por lo tanto, vagas), hay tiempos muertos y escenas “que no llevan a nada”, la música incidental es muy escasa y nunca sirve como orientadora o intensificadora de emociones, hay elipsis desconcertantes, el notable estilo visual es tan intenso que configura como un discurso paralelo a la anécdota, al mismo tiempo que cumple la función de contribuir a una mirada extrañada al desarrollo de la trama, de las emociones y de sus implicancias. Un autor que viene muy a colación es Robert Bresson, con sus silencios, la expresividad “inexpresiva” de sus caras de piedra y subreacciones, la abundancia de planos cercanos, sus encuadres cuidados, la importancia del fuera de campo.

Ese tipo de narrativa contribuye a esa sensación poética de que todo el tiempo la película nos está “diciendo” cosas, pero no sabemos exactamente qué. Por supuesto, nos está recordando, por enésima vez en el cine polaco, los sufrimientos de la Segunda Guerra Mundial -enfatizando, en este caso, la cuestión embromada de algunos polacos cristianos que, en forma cruel y traicionera, sacaron provecho de la situación de persecución a los judíos por los nazis-. La película omite juicios tajantes y no se priva de mostrar compasión por los victimarios (uno de ellos ya moribundo, y con respecto al otro señala, junto al crimen, un gesto de piedad). Se indica que Wanda, a su vez, amén de haber sido una luchadora en la resistencia contra los nazis, fue luego, en su condición de fiscal, responsable por la condena a muerte de “enemigos del pueblo”. Con algo de road movie, la película se pasea por aspectos de la Polonia de entonces, en la que el régimen comunista recién empezaba a perder su frescura inicial, en la que las heridas de la Segunda Guerra Mundial estaban aun más lejos de cicatrizarse, pero al mismo tiempo la textura social se alteraba con la nueva cultura beat (el comportamiento más liberal y “existencialista” de los jóvenes, música pop y John Coltrane). Se da todo un juego de contrastes identitarios entre Anna y Wanda: una casi monja, cristiana devota, tímida, con mínima experiencia en la vida no-confinada; la otra mundana, agnóstica, promiscua, alcohólica, fumadora, cínica, desencantada, atrevida. Por algún motivo, para Anna (y tal como lo recomendó la madre superiora) la toma de decisión (convertirse o no en monja) tiene que pasar por una inmersión en los rasgos de ese único referente suyo de pertenencia -y uno recién adquirido- por fuera del convento.

Ida es una de esas películas que producen una impresión visual tan potente que uno sale del cine mirando distinto. Quizá en alusión al florecimiento del cine polaco hacia 1960, la película es en blanco y negro y con un formato casi cuadrado. Si no me falló la atención, no hay movimientos de cámara, y no hay otro tipo de transición de plano a plano que no sea el corte simple. En casi todos los planos, las figuras se encuentran en algún punto de la mitad inferior del encuadre (casi siempre contra uno de los rincones), quedando la mayor parte del encuadre esencialmente “vacía”, con paredes, techos, copas de árboles. El rostro humano es, como suele ser, lo que centra nuestra atención visual, pero ese foco está siempre desafiado por el encuadre descentrado, y además por la competencia, en medio de la zona vacía, de puntitos aun más luminosos (bombitas o velas), pero chiquitos. Es un blanco y negro casi sobrenatural en cuanto incluye blancos y negros muy recargados, pero también contempla una cantidad asombrosa de matices de gris. Es curioso que el plano final, como si fuera una especie de liberación de prohibiciones autoimpuestas, es un plano con cámara en mano, con un movimiento de seguimiento al personaje, y con el rostro ubicado bien en la zona central de la pantalla, a la manera clásica, simbolizando o acompañando el cambio (¿hacia qué?) del personaje.