Si Nos vemos allá arriba no hubiera ganado el premio Goncourt en 2013 probablemente no estaría escribiendo estas líneas. Probablemente no hubiera conocido a Pierre Lemaitre. Bernard Pivot, mítico presentador de Apostrophes (el programa de televisión literario más famoso de Francia), juez del prestigioso certamen, definió la novela como “un Goncourt popular”. Y así se nos vende: como una conjunción milagrosa entre “alta” y “baja” cultura, sea lo que sea que eso significa. Casi como si esto fuera una carta de presentación sin posibilidad de negativa, es un libro que “se lee”. Su autor lo ha dicho, no sin cierto orgullo. Puede leer la novela tanto un joven de 18 años (ésa es la edad que eligió Lemaitre) como una señora o un viejo. Todos pueden emocionarse, todos están invitados. Hay algo para cada uno (aun si uno es tan sólo un joven de 18 años), tanto para los lectores asiduos como para los que no pasan de la revista del cable. Eso sí: exige un lector interesado en la trama, cautivado por la enternecedora historia de dos amigos y un cruel antagonista, la historia de un padre y un hijo, de una mujer. Lemaitre es cruel con sus criaturas, pero no demasiado; las pone en ridículo, en situaciones espantosas, se burla de ellas, pero no demasiado. Al final, todo se arregla. Debe más a la literatura de folletín que a la gran novela realista. Su construcción no persigue el gran fin de ser un fresco de la humanidad; se limita a presentar personajes y sus aventuras y verlos actuar. Lemaitre ha dicho que le gustaría contar una historia de Alexandre Dumas a la manera de León Tolstoi. Nos vemos allá arriba es, en ese sentido, un fracaso rotundo.

No es que sea mala. Todo lo contrario, está muy bien construida. Está pensada, mantiene cierto suspenso, los hechos se suceden de forma lógica. Albert, uno de los protagonistas, hace pensar en la gran novela de Kurt Vonnegut Matadero 5 (obra de una calidad muy superior, por cierto); el trasfondo de la trama, en una película de Stanley Kubrick o en La gran ilusión, una de las obras maestras de Jean Renoir (y del cine). También, es claro, en ciertos personajes de Carson McCullers o Victor Hugo (filiaciones que el autor admite en los agradecimientos), todo en un ambiente amigable, de una fluidez fácil. El “popular” de Pivot debería cambiarse por “complaciente”; esa palabra sí define a esta novela. La crítica, fascinada por los números (más de medio millón de ejemplares vendidos en menos de un año en Francia), ha dicho que estamos ante una obra maestra. Sin embargo, Nos vemos allá arriba es una novela clásica en el peor sentido de la palabra, es decir, desde la forma y el lenguaje. Sus momentos más altos (cinematográficos) escapan a esta casilla; pero, en general, la obra no se mueve de los parámetros que estableció Balzac casi dos siglos atrás.

En la primera parte (por lejos, la mejor) el narrador sale de la narración mediante comentarios sobre la acción en casi todos los capítulos, aunque sea como al pasar. Parece prometer algo que al final no se cumple del todo, que queda trunco a medida que estas intervenciones se van haciendo menos frecuentes, casi hasta al final, donde vuelven con cierta gracia pero ya casi sin el sentido que le podíamos encontrar al principio. Los comentarios (que en algunos casos remarcan las diferencias entre nuestros tiempos y aquéllos o revelan lo que pasará un poco más adelante o agregan información) parecen mostrar “el taller de la novela”. La escritura en tanto proceso de investigación, casi de detective o periodista (al final, aparecen algunas frases que dirán personajes sobre lo sucedido). Pero es demasiado breve, es muy poco. Incluso al final, como en las películas “basadas en una historia real”, Lemaitre cuenta el destino de los protagonistas, poniendo en evidencia el juego entre realidad y ficción, entre novela histórica, folletín y realismo. Sin embargo, ya la novela (en tanto construcción ficcional) se lo devoró todo. El argumento, centrado en tres supervivientes de la Primera Guerra Mundial que luchan por encontrar su lugar en la París de posguerra (totalmente por fuera de la ley), se va expandiendo y requiere todo. Su desarrollo (que es más el desarrollo de unos personajes que el de una trama) nos sustrae esa faceta que hubiera hecho a la novela más interesante. Queda como una marca de algo que no logró ser, casi una seña de condescendencia hacia el lector, un exceso de confianza.

Queriendo ser psicológica, maneja personajes arquetípicos (el padre que no comprende a su hijo homosexual pero se reivindica; la esposa falsamente obsecuente; el pobre diablo que lo consigue), situaciones que se mueven relativamente poco de los moldes establecidos, con un final clarísimo (que frustra el suspenso). El malo, el bueno y el feo; están todos. En el medio, algún atisbo de originalidad (supongo que a eso se refieren cuando hablan de “alta literatura”), una técnica de prosa muy visual, dinámica, un humor negro y un cinismo general que dan el tono “de denuncia”, algunas escenas memorables y de gran atractivo, bien llevadas por un autor competente. Nadie puede verse decepcionado: personajes entrañables, una historia atrapante, patriotismo, un aniversario, una moda. Todo está ahí, conjurando el éxito rotundo que ya disfrutan la novela y su autor. Un clásico instantáneo. Número de bajas: cero.