El 14 de mayo de 2011 los tabloides franceses se hicieron la gran temporada exponiendo un escándalo sexual que involucraba a Dominique Strauss-Kahn, por aquel entonces presidente del Fondo Monetario Internacional y anticipado contendiente a figurar como uno de los candidatos del Partido Socialista. La denuncia corrió por cuenta de Nafissatou Diall, una emigrante guineana que demostró por medio de pericias forenses haber sido atacada y lesionada en la zona genital por el importante economista francés. El affaire, resuelto con prisión domiciliaria y un arreglo económico (se utilizaron viles artimañas legales, entre ellas acusar a la víctima de no ser ciudadana legal), fue el destape de una olla de grillos, en la que se expuso una parte importante de las feroces costumbres sexuales del presidente del Fondo Monteario Internacional (FMI), aspecto que no sólo socavó su imagen pública -y con ella sus anhelos de llegar a ser candidato a la Presidencia-, sino que destrabó, all’italiana (tomando como referencia los escándalos que rodearon a Silvio Berlusconi) un sistema de excesos y atropellos de larga data en las altas esferas francesas.

A primera vista, la elección de Abel Ferrara como director de un film basado en tal acontecimiento es tanto lógica como extraña. Extraña, en el sentido de que lo aparta del enclave urbano y estadounidense -por más que en los últimos años ha tenido algunas producciones europeas- en el que suele basarse su cine. Lógica, porque poca gente como él se ha dedicado de manera tan tenaz a retratar a monstruos atrapados en sus propias adicciones. Ya desde sus primeras películas exploitation como The Driller Killer (1979), con el protagonista dominado por la locura de matar a la gente con un taladro, o la historia de violación y venganza -a lo I Spit in your Grave- de Ms. 45 (2013), pasando por Un maldito policía (1992) -con un Harvey Keitel inigualable, sumido en una espiral de drogas y ludopatía- y The Addiction (1995) –un retrato bastante humano sobre unos vampiros adictos a la sangre- la obsesión y la adicción siempre caracterizaron la mayor parte de la filmografía del neoyorkino.

En este caso, la adicción es diáfanamente sexual, pero la forma en que es tratada la coloca en un lugar diferente a las películas de su ramo. Para hacer un recorte, junto a esta, dos películas que tratan de formas diferentes la adicción sexual (y la relación de éstas con el poder) son El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013) y Shame (Steve McQueen, 2011). Si en la primera hay, dígase lo que se diga, una especie de glorificación del exceso, la otra trata la adicción despojándola de todo su candor, incluso, en cierta medida, de su sensualidad. Shame, en este plano, cumple en lo sexual la función que The Lost Weekend (Billy Wilder, 1945) cumplía con el alcoholismo (en un cine cuyos borrachos solían ser personajes más bien simpaticones o ridículos, pero nunca trágicos). Welcome to New York está en un punto intermedio de las dos. No es la celebración dionisíaca de la película de Scorsese, pero también dista de detentar el pathos trágico que rodea al personaje de Michael Fassbender en la película de Steve McQueen. En esta transformación del adicto en un monstruo, en Welcome to New York no hay Dr. Jekill y Mr. Hyde, no hay posesión, tampoco conjuro de desencantamiento; Gérard Depardieu, en la piel de Strauss-Kahn, es un ser que es lo que es, una fuerza por momentos vaciada que sólo sabe arrasar, como un maremoto.

En este plano, las jornadas sexuales del protagonista tienen un despliegue animal; retroalimentadas por la contextura física y los jadeos del actor, se alejan de toda empatía o sensualidad. Ver a Depardieu tirándose arriba de las mujeres, chupándolas o haciéndoles que lo chupen a él es como ver a alguien devorando un banquete con toda la comida chorreándole sobre la cara.

Esta idea del personaje vaciado, como pura fuerza devastadora y exponencial, tiene un paralelismo con el FMI en sí mismo (y el caso verídico, con DSK haciendo un arreglo económico con la emigrante guineana, tiene un correlato perspicaz y terrible con la relación entre el organismo y los países subdesarrollados) y también con la elección y la forma en que Ferrara decidió filmar las locaciones del film. Siendo uno de los directores más anclados en Nueva York que haya habido (a propósito, hay en las otras películas citadas una curiosa utilización de la ciudad estadounidense como metáfora de lo sexual, a las que podríamos sumarle The Girlfriend Experience, de Steven Soderbergh, que también dialoga con la de Ferrara-), es curioso cómo todas las situaciones ocurren en no-lugares. Las bacanales ocurren en salas diplomáticas -donde las jurisdicciones nacionales se difuminan- hoteles hechos como una especie de cuasi fortaleza, aeropuertos, prisiones y casas utilizadas para arrestos domiciliarios. Esta suspensión de lo espacial podría ser espejo de la suspensión moral del film, como así también la de ese capitalismo transnacional, en donde el intercambio de bienes circula a nivel virtual, a puertas cerradas.

Últimamente obsesionado con ciertas barridas de la cuarta pared, el film comienza con una entrevista a Depardieu -haciendo de sí mismo- hablando sobre la importancia de encarnar personajes desagradables. Curiosamente, el comienzo de Pasolini (película posterior a ésta, que posiblemente esté cercana a figurar en nuestras carteleras) también cuenta con una entrevista, y también cuenta los últimos días del director italiano, antes de ser asesinado. Pasolini también habla sobre el sexo, pero la referencia más directa entre estos últimos dos films no va tan por el lado del director, sino por el de Saló, o los 120 días de Sodoma (1975). En algún punto, el comienzo de Welcome to New York es un poco eso, una Sodoma actualizada, con los personajes haciendo absolutamente lo que quieren de un grupo de jóvenes capturados, en un terreno vacío de jurisdicción. Hay algo en común entre estos industriales y poderosos hombres del clero que intentan escenificar sus más oscuros deseos con estos hombres, protegidos por la inmunidad diplomática, haciendo grandes bacanales con prostitutas. Ese algo es lo que hace de Welcome to New York una película tan actual como desgarradoramente longitudinal a la historia de los últimos siglos.